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László Krasznahorkai:
"Vivimos un cambio de época similar al fin de Roma"

Por Andrés Seoane (Marrakech)
Publicado en EL MUNDO, España, 26 de septiembre 2024


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El húngaro, recurrente candidato al Nobel y profeta de un estilo inimitable, recibe mañana en Marrakech el Premio Formentor


Hasta hace no muchos años, la literatura de László Krasznahorkai (Gyula, 1954) era uno de esos tesoros secretos que esconde la narrativa de Europa del Este. Complejas y alegóricas, determinadas por su guerra total al punto —«el discurso continuo no es el artificial, lo artificial son las frases breves», sostiene—, con personajes marcados por el fracaso continuo y tramas que viajan a caballo entre el desencanto y la esperanza en las que abundan los milagros, los apocalipsis y los falsos profetas las novelas del húngaro —la última, El barón Wenckheim vuelve a casa (Acantilado)— son auténticos tour de force que le han valido ser un recurrente candidato al Nobel.

Por de pronto, ha ganado el Premio Formentor 2024, un galardón «cuya novelesca historia dirige la atención al hecho de que todavía existe una literatura no comercial», afirma a EL MUNDO antes de ser homenajeado en Marrakech. «Este premio me hace confiar en que se puede defender, sin ninguna pose romántica y sentimental, el derecho cada vez más marchito de la expresión elevada».


—Han pasado casi 40 años desde que debutó con Tango satánico. ¿Cómo ha evolucionado su visión del mundo, de la realidad y de los seres humanos?
—Pienso con simpatía en aquel que era yo, ya apenas lo entiendo. A veces nos sentamos a charlar, le sirvo una copa de vino, él me mira, yo lo miro. Me pregunta, ¿cómo aguantas que los lectores no se revuelvan contra el Régimen Delirante de Siempre? Antes existía la pobreza y la pobreza tenía su cultura, ahora en este mundo capitalista existe la miseria, y la miseria no tiene cultura, porque la es mero despojamiento. ¿Cómo se puede vivir así? Me he dado cuenta, aunque sea entre continuas dudas, de que puedo ofrecer un consuelo a través del arte. Aspiro a crear belleza y por tanto a mantener la conciencia de la belleza, lo cual ayuda poco en el frente ucraniano de siempre o en las cámaras de tortura rusas de siempre... pero es lo que hacemos los artistas.

—Usted nunca deseó ser escritor, trabajó durante años como minero, vaquero... ¿Por qué?
—Realmente no quería ser escritor, pues no quería ser nada. Siendo todavía muy joven rompí la relación con el mundo burgués del que provengo y descendí hacia las personas que vivían en lo más bajo de la sociedad e hice lo que hacían ellos: realicé trabajo físico. Todo eso sólo duró unos años, no obstante, marcó profundamente mi vida futura. Después comencé a escribir un libro y luego, como no lo consideré perfecto, escribí otro y así sucesivamente. Y al final aquí estoy con el premio Formentor en las manos y no puedo entregarlo a quienes corresponde: al príncipe Mishkin, a Josef K., a Don Quijote.

—Dice que el destino del escritor es el fracaso, ¿realmente el pensamiento es inaprensible, la comunicación imposible?
—Si un mundo como el nuestro, desde nuestro punto de vista, es un fracaso, ¿cómo no va a serlo cuando lo describimos? Me esfuerzo, creo haber encontrado las palabras, las escribo, llego al final. El libro se publica, me escondería, tal es la vergüenza que siento. Como resulta imposible ser absolutamente preciso, la intención de que cada una de las palabras sea la justa está condenada al fracaso. Y sin embargo, escribimos.

—Sus novelas presentan una realidad mucho más amplia que la habitual, donde la imaginación juega un papel clave, ¿cómo concibe la realidad?
—No sabemos nada de la realidad. Hemos configurado una imagen experimental que llamamos realidad en la que todo parece estar en una gigantesca estructura causal. Sin ningún signo de interrogación. Levanto algo, abro la mano, cae. Hay quien está atado por esta imagen de la realidad que percibe como indiscutible. No piensa en ello porque vive dentro. Luego hay quienes querrían ampliar este concepto de la realidad. Un fracaso, porque es sólo la ampliación de aquello que hemos pensado como realidad. Y por último están quienes intentan lo imposible, concretamente, acercarse a la realidad real. Y eso solamente conduce a la locura. En resumen: que no sabemos nada.

—En cierto sentido, sus novelas exploran la realidad social húngara. Viviendo mayoritariamente en Berlín cómo ve su país en la actualidad?
—Hungría no es un país. Hungría es un gran centro psiquiátrico del que se han marchado los médicos y donde los enfermos juegan a médicos. Así fue antes de 1989 bajo el régimen soviético y así es también ahora. Hungría no tiene arreglo. La ignorancia es una plaga que llega a gran profundidad, hasta la estupidez, y que para colmo hace que nos sintamos orgullosos de ella y la llamemos tradición. Los húngaros son cobardes, cobardes para la vida, cobardes para la muerte, son conformistas, estúpidos y soberbios, a la vez que desdichados, a la vez que dignos de compasión, a la vez que falibles, de manera que como húngaro que soy se me parte el corazón por ellos.

—Otro rasgo de tus novelas es que, como el mundo actual, están llenas de falsos profetas, ¿cuáles son los peligros que traen estos seres?
—Los falsos profetas siempre han existido, porque los hombres no necesitan la verdad, sino que se les mienta. Sí, miénteme sobre mi vida, sobre que todo irá a mejor, sea aquí, sea en el más allá, miénteme con que soy un triunfador, extraordinario, bello, deseable, o una mujer maravillosa, genial, que no soy rica aún pero lo seré, miénteme, miénteme... No digas la verdad, sino que adorméceme. ¿Cómo no van a acudir en masa los falsos profetas a este ansia global?

—Vivimos en la época dorada de las teorías conspirativas, las noticias falsas, las ilusiones públicas y el fin de la fe en la democracia. Existe un antídoto o estamos condenados a arder como en su último libro?
—Lo falso, lo seudocientífico, las teorías de la conspiración, las fake news son frutos de la estupidez, y la estupidez masiva siempre ha existido. Pero ahora se ha vuelto visible hasta qué punto es masiva, y contra eso no hay nada que hacer. La estupidez es eterna. Ahora bien, la cuestión de qué es lo auténtico la decidirá un nuevo sistema de pensamiento que pueda dar respuesta -de forma provisional- a las grandes preguntas. Si logra ser convincente, durante un tiempo nos conformaremos con esa definición y todo volverá a rodar como siempre ha hecho.

—Entonces, a pesar de esta crisis, ¿no es indestructible la cultura, no seguirá el ser humano dentro de 100 o 1000 años preguntándose lo mismo que Homero, Dante o Dostoievski?
—Mientras la vida humana empiece por el nacimiento y acabe por la muerte y mientras no se prohíba el jamón ibérico en España, las preguntas fundamentales seguirán siendo las mismas. Al mismo tiempo, la crisis no es tan sólo cultural, sino que se extiende a un terreno mucho más amplio. El utilitarismo desenfrenado y hasta ahora desconocido del capitalismo moderno, según el cual todo puede convertirse en mercancía, supone un peligro enorme no sólo para la cultura, sino para la propia vida. Va con un hambre tremenda a la caza del amor, de la revolución, de los ideales nobles y de la propia originalidad. En resumen, vivimos un cambio de época como lo hubo entre los siglos V y VI en el Imperio romano y es posible que triunfe un modo de vida bárbaro, primario, quién sabe. Pero como siempre quedarán algunos que desde una guarida protegida observarán meneando la cabeza, vaya, caramba, ¿qué está pasando allá fuera en el mundo? Y luego se lamerán el dedo índice y pasarán una página de la Divina Comedia.

 



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