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Serie Poetas españoles
Luis Antonio de Villena




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Luis Antonio de Villena (Madrid, España, 1951) es licenciado en Filología Románica. Realizó estudios de lenguas clásicas y orientales, pero se dedicó nada más concluir la Universidad, a la literatura y al periodismo gráfico y después al radiofónico. Además ha dirigido cursos de humanidades en universidades de verano y ha sido profesor invitado y conferenciante en distintas universidades nacionales y extranjeras.

Entre sus libros figuran: Sublime solarium (1971), El viaje a Bizancio (1976), Hymnica (1979), Huir del invierno (1981), La muerte únicamente (1984), Marginados (1986), Poesía 1970-1984 (1989), Como a lugar extraño (1990), La belleza impura (1995), Asuntos de delirio (1996), Celebración del libertino (1998), Afrodita mercenaria (1998), Syrtes (2000), Las herejías privadas (2001), 10 sonetos impuros (2003), Desequilibrios (2004), Alejandrías (2004), Los gatos príncipes (2005), Países de luna  (2006), Honor de los vencidos (2008), entre otros.

Su obra creativa -en verso o prosa- ha sido traducida, individualmente o en antologías, a muchas lenguas, entre ellas, alemán, japonés, italiano, francés, inglés, portugués o húngaro. Ha recibido el Premio Nacional de la Crítica (1981) -poesía- el Premio Azorín de novela (1995), el Premio Internacional Ciudad de Melilla de poesía (1997), el Premio Sonrisa Vertical de narrativa erótica (1999) y el Premio Internacional de poesía Generación del 27 (2004). En octubre de 2007 recibió el II Premio Internacional de Poesía “Viaje del Parnaso”. Desde noviembre de 2004 es Doctor Honoris Causa por la Universidad de Lille (Francia).

Ha escrito y escribe artículos de opinión y crítica literaria en varios periódicos españoles desde 1973. Ha colaborado en numerosos programas televisivos y sobre todo radiofónicos. Actualmente colabora en El Mundo y en Radio Nacional de España. Ha hecho distintas traducciones, antologías de poesía joven, y ediciones críticas.

 

 

COBRIZO, LIGERO

Perdón. No sé si es un poco tarde. Soy... ¿Se acuerda? Quiero decir, ¿te acuerdas? En la playa, esta mañana. O ayer, sí. Llevaba las hamacas, ¿te acuerdas? No, no creo que haya pasado tanto tiempo... ¿Te acuerdas? Por eso estoy muy moreno. Y viento. Y me dijiste: Podrías ser un buen bailarín. ¿Te acuerdas? Por las piernas o la altura, supongo. ¿Se ríe? Claro, por qué iba sino a estar aquí... Hacía mucho sol, un sol muy fuerte, casi blanco. Hablamos. Un buen bailarín o un modelo. Allí no le pude (no te lo pude) decir, que prefiero bailar. Y por eso vengo de noche. Leías un libro. Y me dijiste –luego, y no sé de quién hablabas- sólo un bailarín, un bailarín singular y mágico, sólo él podría bailar el “Claro de luna” de Debussy, desnudo. Me he visto en un espejo. Más de una vez. Así. Y por eso he venido de noche. Ser bailarín. Como dijo ¿No le importa, verdad, que haya venido...?

 

 

EL CÓNSUL

Mi ciudad –fuera cual fuese- era civilizada y era noble. La gente libre y pacífica (aunque siempre existe la miseria)  y el oro una metáfora, un cuerpo, un libro...
¿Por qué no vivo en mi ciudad y porqué perdí aquella casa –allí- espaciosa y tranquila? Vine a la frontera. O me enviaron, no lo recuerdo bien. Y ahora –han pasado bastantes, muchos años- no sé salir ni sé volver. Y aún peor, pues ignoro si mi ciudad (aquella armoniosa ciudad) existe todavía. Vivo aquí, en clima áspero y entre gente ruda. Entre zafios y patanes, muy presuntuosos a menudo. Adoro a ciertos hijos suyos, que a veces me lanzan verriondos aullidos... Ignorantes, toscos, poderosos, ricos, incultos hasta el yermo, groseros, mendaces, híspidos. ¿Qué hago yo entre ellos? No, éste no es mi mundo, ni éstos –patrioteros como son, de una u otra esquina- son mi gente. De los míos sólo de tanto en tanto recibo noticias, con retraso notable. He dicho que mi ciudad –probablemente- ha sido ya censurada y abolida. Por lo demás, no sé volver, y estos patanes usan una moral de viejas tontas... Sé que casi nunca me entienden. A veces, al despertarme –entrado el mediodía- desazonado casi siempre, digo: ¿Dónde estoy? ¿Qué hago yo aquí? Y no sé, de veras, si pertenezco ya al pasado o al futuro.

 

 

BONAPARTE ATRAVESANDO LOS ALPES EN EL GRAN SAN BERNARDO
(Jacques Louis David)

El pintor sabe que la energía no debe separarse de la belleza. La diagonal asciende, para que veamos el ímpetu y el afán de gloria, y la pasión magnífica que sólo una vez arrebata en la vida. El culto a esa vibrante energía muda el mundo. (“La felicidad reside únicamente en la acción”, dirá Shelley). El caballo eleva las patas, sentimos que flota su crin al viento, y el blanco de la nieve helada es el fondo perfecto para la agitación del alma, hecha sólo de ríos caudales, de bocados de gloria, de diamantes polares encendidos. La capa es viva llama ascendida en viento, y el primer cónsul es hermoso (tanto como el caballo) porque no existe proeza ni cántico, ni fiesta en las solemnes cúpulas del mundo, sin que todo sea fruto de la euritmia. Geometría, orden, combustión, pétalo. Arrebatado y fogoso, asciende el límite. Ondula el pelo y la mano señala arriba. Todo es arriba. Nada vale si no está en lo alto, cimero. La belleza es un grito de perfección ultrahumana y la vibración del ser, esplendor que todo lo eleva y enciende. Ascensionales rosas en plena púrpura. Grita: ¡Todo es mío! Soy el puro presente. El instante triunfal detenido. Al fin, lo sublime.¡Mírame, y respira! ¡Respira altura!
(Abajo –el pintor no lo ve- los muertos pedestres se pudren en el húmedo fango, como palestinos. A la carcoma del hueso infectado y roto, al reguero de pus –miles, millones- a la verdosa infección de la carne tumefacta, balas, sables, dinamita, bombas incendiarias, bazookas, mohosas lanzas viejas, sangre seca, rostros ausentes, brazos sueltos, mandíbulas descoyuntadas y fósiles, gusanos recorriendo la llaga, piernas amputadas, soldadesca de cieno y podre, civiles absurdos de un Líbano eterno, anónimos soldados, a todos los infinitos muertos de las cien mil infinitas guerras, ese culto a la energía, la augusta belleza de las montañas gigantes, y el joven general tocando el Elíseo con un dedo, nada puede importarles. Los infinitos y prosaicos muertos, ay, olvidaron la estética, cuánto ayuda lo bello, que importante es un himno jubiloso a tiempo. En pintura, por ejemplo. Los infinitos muertos, claro está, sólo pueden ser una infinita ausencia. Neoclásico o romántico, el espléndido pintor lo sabe y lo tiene en cuenta.)   

 

 

DORA  MAAR

No es fácil vivir, casi siempre, con la ventana abierta al infinito, amigo. Pero ¿quién inquieto, fantaseador, creador, en suma vivo, quién dejaría de notar que el abismo se parece a la sirena del conocimiento, que llama y pule las garras mientras florecen los salicores del sexo, su poder, su desesperado vitalismo, necesariamente?
Vivimos porque nos asomamos al balcón inmenso, ascendente en caída y surtidor de flechas, con faunos que bullen y con damas locas. Quisiéramos ser felices, equilibrados, familiares. No haber visto nunca la sangre en nuestros dedos, al azar de un cuchillo. Quisiéramos. Pero –a lo sumo- conocemos instantes de felicidad, más hermosos por ello. Lo otro, la equidad, la mesura, la evitación del riesgo o del salto, la benignidad del crepúsculo junto a la lámpara amiga, no se hizo para nosotros. “Tout court”: Investigamos la senda, nunca hemos hecho turismo. En los derrumbes, flores. Ahí mismo.

 

 

FEDRA

Lo he visto saltar la tapia, para huir. ¿Por qué? El mito es absurdo. Y en la vida hay sólo vida. Desnudas las piernas largas (tan bellas) se le enredan a las ramas peladas de los árboles, y el pelo es una gresca maravillosa y deshecha, mientras entreveo el sexo (la más vulgar deseosa) entre el ancho calzoncillo cogido al azar entre las viejas prendas de su padre, inútiles… Rómpete,  tela sucia  (pensé) y que mi amorcito no se avergüence del tesoro casi visible, del torso desnudo y los ojos de miel, porque su madre lo ama, como los pájaros y el sol de junio y el humo hostil de las chimeneas que se arrodilla… ¿Quién no diría a su esplendor, en ti comienza la vida? ¿Quién  no lo haría perseguir por los sabuesos, pero degollaría al que apenas rozase su piel de magnolia, sus labios mordidos levemente por esos dientes de luna, mientras cree que huye hacia el garaje arriba?
Dulce Hipólito. El amor es más lejos. Y el deseo es más lejos todavía. Yo lameré tu cuerpo como una lluvia, y tu belleza estallará en mis manos oferentes. Porque nada calmará mi amor sino tu desmayo saciadísmo, ni mi sed otra fuente que el hontanar que celas y se encrespa. Saco tu vello aún de mi boca y mis manos de tu fin y mi caricia de la longitud de tus piernas, y otra vez más mis manos de tu perfección mareante como lo perfecto. ¿Pero en verdad dormías? ¿En verdad ignoras tu humedad, tu salvaje perfume a tierra fértil, mi embriaguez codiciosa y absoluta? El amor no tiene límites. Y ninguno el deseo. Nadie hay más bello que tú, cachorro. Y es absurdo pensar que soy la mujer de tu padre, porque tu madre ha muerto. No me saciaré de ti, mi dulce muchacho. No ignores que te copié las llaves de tu apartamento. Hipólito, goza. Eres hermoso al huir y hermoso en el lecho, que revuelve tu pelo y alarga tu sexo. ¿Nunca te desnudó una mujer treinta años mayor que tú? Tu padre sueña en sus negocios y sus vuelos. Yo sola te amo delirantemente. Y no tengo miedo, no puedo tener miedo al esplendor de tu joven belleza. Hasta luego, precioso. Que no hieran tu piel esas secas cortezas. Guárdame tu muerte, y por favor, toda, toda tu vergüenza…



 



 

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