Lucia, bendita sea, era una rebelde y una mujer con un arte extraordinario, y en su día su vida era un baile. Ojalá pudiera contar todas sus anécdotas, como aquella vez que recogió a Smokey Robinson en la Avenida Central de Albuquerque, y lo llevó fumando un canuto al concierto que daba en el Tiki-Kai Lounge. Llegó tarde a casa, con restos de Chanel bajo el olor a humo y sudor. Fuimos a una danza sagrada en Santo Domingo, Nuevo México, por invitación de un anciano de la tribu. Uno de los bailarines se cayó y Lucia pensó que ella tuvo la culpa. Desgraciadamente, el pueblo entero pensó lo mismo, porque éramos los únicos forasteros. Durante años ese fue nuestro tótem de la mala suerte. En la familia, todos aprendimos a bailar en la playa, en los museos, en restaurantes y clubes como si fuéramos los dueños del lugar, en centros de desintoxicación y cárceles y galas de entregas de premios, con yonquis, chulos, príncipes e inocentes. El caso es que si intentara contar las peripecias de Lucia, incluso desde mi punto de vista (ya fuera o no objetivo), pasaría por realismo mágico. Nadie se creería esas movidas.
Mi primer recuerdo es la voz de Lucia, leyéndonos a mi hermano Jeff y a mí. No importa qué cuento fuera, porque cada noche traía una historia con su dulce tonada, un acento mezcla de Texas y Santiago de Chile. Canciones, como «Red River Valley». Culto, pero llano... y que por suerte no heredó de su madre el deje nasal de El Paso. Quizá soy la última persona que habló con ella y, una vez más, me leyó. No recuerdo qué (¿una reseña, un fragmento de los cientos de lecturas que le pedían, una postal?), solo su voz clara, amorosa, volutas de incienso, destellos de crepúsculo, y que después los dos nos quedamos en silencio contemplando sus libros. Sabiendo el poder y la belleza de las palabras que guardaba en esas estanterías. Algo que saborear y ponderar.
Junto con el humor y el gusto por escribir, heredé sus dolores de espalda, y gruñíamos y se nos escapaba la risa al unísono o en armonía cada vez que alargábamos el brazo para coger más cambozola, una galleta salada o uvas. Quejándonos de los medicamentos y los efectos secundarios. Nos reíamos del primer precepto budista: la vida es sufrimiento. Y de la actitud mexicana de que la vida no vale mucho, pero desde luego puede ser divertida.
Recuerdo a mi madre muy joven, paseándonos por las calles de Nueva York: nos llevaba a museos, a visitar a otros escritores, a ver una linotipia en marcha y a pintores trabajando, a oír jazz. Y entonces de pronto estábamos en Acapulco, luego en Albuquerque. Las primeras paradas de una vida itinerante, con un promedio de nueve meses en cada escala. Aun así, el hogar era siempre ella. Vivir en México le daba terror. Escorpiones, lombrices intestinales, cocos que caían de las palmeras, policía corrupta y astutos traficantes de droga; pero como recordamos el día antes de su cumpleaños, de algún modo habíamos sobrevivido. Lucia sobrevivió por lo menos a tres maridos y sabe Dios a cuántos amantes... ¡y eso que a los catorce años los médicos le dijeron que nunca podría dar a luz y que no pasaría de los treinta! Trajo cuatro hijos al mundo, de los que soy el mayor y el más problemático, y criarnos le costó horrores. Pero lo hizo. Y bien.
Mucho se han cargado las tintas en su alcoholismo y ella tuvo que luchar contra la vergüenza de ese estigma, pero al final vivió casi dos décadas sobria, en las que produjo lo mejor de su obra, y además inspiró a buena parte de la nueva generación con sus clases. Eso no sorprende, porque desde los veinte años enseñaba de manera intermitente. Hubo momentos duros, incluso peligrosos. A veces se preguntaba en voz alta por qué no vino nadie a sacarnos de allí cuando éramos unos críos y ella tocó fondo. No sé, salimos adelante.
Todos nos habríamos marchitado en un barrio residencial; éramos la banda de los Berlin. «El mundo está erizado de peligros» era una de las frases a las que mamá echaba mano últimamente. Vivo en la calle, y aunque a ella le gustaba oír algunas de mis anécdotas de los bajos fondos, le preocupaba imaginarme durmiendo a la intemperie con adictos al crack, esquizofrénicos y borrachos (aunque esa fauna sea solo un diez por ciento de los campistas urbanos). Las madres se preocupan, y Lucia era una gran madre. También sabía que yo sobreviviría, que continuaría escribiendo y creando.
Buena parte de nuestras experiencias son increíbles. La de historias que ella podría haber contado. Como cuando se bañó desnuda en Oaxaca con un amigo pintor después de tomar setas. Fliparon al salir del agua, verdes de los pies a la cabeza por el cobre del arroyo. ¡Me la imagino así, toda verde, con su rebozo rosa! Ni siquiera intentaré dar una pincelada de la colonia de rehabilitación en las afueras de Albuquerque (basta con leer su cuento «Perdidos»), pero imaginad a Luis Buñuel y Quentin Tarantino haciendo una película dentro de una película en la que aparecen seis exheroinómanos, Angie Dickinson, Leslie Nielsen, una docena de zombis de ciencia ficción, y la mencionada banda de los Berlin. Mi recuerdo favorito es una puesta de sol en Yelapa centelleando en el saxofón de Buddy Berlin, remolinos de bebop y humo de leña mientras mamá preparaba la cena en un comal, su cara radiante bajo la luz coral, flamencos pescando sobre un solo zanco en la laguna, el rumor de las olas y el croar de las ranas, mientras nosotros hacíamos los deberes a la luz de un farol oyendo discos rayados de Billie Holiday, descalzos en la arena gruesa.
Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta.
Foto sup. Mark Berlin (Miko) y su madre Lucia Berlin
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Una noche en el paraíso, de Lucia Berlin.
Prólogo.
La historia es lo que cuenta.
Por Mark Berlin