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Lo que ocultan los vestidos
de Lila Calderón, Editorial Bordes, 2014. 142 páginas

Selección de Textos



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Lila Calderón (La Serena, 1956) Poeta, Artista visual,  Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Ha publicado, en poesía: Balance de blanco en el ángel triste de Durero (1993); In Memoriam (1995); Por suerte había otra vida (1999); Piel de maniquí (1999) y Animal cautivo (2010). En narrativa: Animalia (2002); La gran fuga (2002); La ciudad de los temblores (2002). Su obra se encuentra antologada en Nueva poesía latinoamericana (M. A. Zapata, UNAM, México, 1999); Casa de luciérnagas (M. Campaña, España, Ed. Bruguera, 2007); Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte (D. Calderón, Ed. Arte y Literatura, Cuba, 2008), entre otras.  Obtuvo el Primer Premio en Video-poesía de FILSA (1994) y el Primer Premio en Encuentro de Cine y Video del Caribe (Cuba, 1998). Ha expuesto trabajos de poesía visual y pintura, entre los que destacan: Liquidación por cambio de temporada (2005)y Diosas Tutelares (2013).

 

 

 

SELECCIÓN DE TEXTOS

 

Desplazamiento

Me desplazo a la segunda fotografía, pero dudo por lo caótica. Se adelanta. Retrocede. Se esconden, me interrogan y no sé qué contestar, y en esa magnífica confusión llego a preguntarme si es falso, que sea verdadero o verdadero que sea falso. Las imágenes envejecen y los muertos eluden el encuadre. Las fotografías tienen su propia religión y viven en otro templo. El pasado y el futuro de una cinta de video es circular, qué hay más atrás el principio o el final. Pero más atrás es el pasado y por lo tanto el principio y yo prefiero cerrar los ojos y preguntarme qué hago aquí adelante. Delante de todos mis recuerdos y detrás de las palabras, pero presente mirando a todos estos grandes y odiosos mitos. Señores faranduleros, directores de países mariscales en jefe, contralores generales, políticos jugadores de la historia, y luego pienso verdaderamente en lo falso que parece todo lo que es cuestión de tiempo y de finales o principios, mientras intento no oír la sirena de la ambulancia que anuncia a la Muerte. No estoy en un barco. Estoy en el centro de Santiago sentada en el escaño de un ilusorio paseo peatonal, mientras dejo pasar el tiempo frente al local de revelado urgente. Sólo hace falta una hora para saber si existieron. Si todos ellos estaban entre los que pasaron de largo, ejercitándose en no ser robados, en no oír a las sirenas. En no saber cuál es el principio, cuál es la meta, qué es un final. Se cumplen los horarios y comienza la canción de las cortinas metálicas. La policía refuerza los puntos luminosos los candados crujen. Un vagabundo que aflora desde las alcantarillas se sacude la nada y se velan con él las fotografías y las visiones. Dónde ir. ¿Es posible señores volver al principio, volver al final, ser simultáneos? Ser y no ser con libertad de acción, hacerle zancadillas a los reflejos del pasado, a las proyecciones del futuro, a la vida al paso, a los gritos preparados, al vino rojo que cae desde el barco en donde cantan las sirenas y bailan los náufragos. Bajo la luz crepuscular, de un verano que siempre sonríe entre el rock y el shock, porque puede ser el último verano de las fotografías.

 

 

Diferencias semánticas

El tiempo se devuelve y enmudece. Perdemos. Estamos perdiendo el juego que nunca creímos jugar. De voz en voz, nuestras fuerzas se diluyen. En este encuentro cada cual al otro lado de su destino, espera. Aparecemos sin cruzar las palabras confusas que nos someten. Callar es a veces la solución, el casillero vacío que impide el puzzle. Que no nos entendamos no es extraño, para eso se escriben las canciones que después recordaremos a la orilla de los años. No se puede negar. Siempre algo sobra o falta para comprender el rompecabezas. No existe el paisaje perfecto. No somos el uno para el otro y no hay otro para uno, ni se puede extraer desde el espejo la imagen que nos complete. Otra máscara desvanece su guiño y un montón de ropa nos dibuja en el recuerdo. Nos amábamos sabiéndonos complejos, en crisis, escapando del pasado intentando abordarnos desde la duda, a tientas. Cómo saber para ganar o perder tiempo, para no caer sin poner las manos. No tenemos siete vidas y el cuento es breve. Un sol exageradamente sol invalida mi cortina, como un signo asalta el cielo y hace latir los tejados. Un sol como aquel que llegó contigo estalla en el horizonte y se derrama gota a gota. La complicación es ahora rehacerse en dos. Dejar de sentirte o adivinar tu rumbo. Pero, por si ésta fuese una despedida, desearía que identificaras y te llevaras contigo las palabras que siempre quisiste oír. Porque como dijo un amigo, nuestros desencuentros son tan solo pequeñas diferencias semánticas. Por supues­to, debo reconocer que el lenguaje es el arma más mortífera de todas.

 

 

Veinticuatro veces por segundo

No es mi día. He pensado en ti veinticuatro veces por segundo. En cámara rápida te he rebobinado, te he congelado te puse sepia. He pensado que entras por la puerta, por el tragaluz, el espejo, la ventana. Que atraviesas paredes, brotas desde mi mente, que estás en la televisión, en el reflejo, debajo de la cama. Que juegas fútbol y lanzas un gol contra la cortina del baño. He creído verte llegar diciendo, que esperabas verme llegar corriendo hasta tus brazos dorados, broncíneos, marmóreos, pétreos, aparecer allá y emitir un monólogo en plena terraza, mientras las olas se levantan, y las gaviotas se dispersan mar adentro, montadas en ballenas que huyen de sus cazadores, disfrazadas de delfines. Oigo alarmas y no puedo creer en la velocidad del pensamiento. En esta calle todos los autos tienen el mismo sonido, las llaves en las puertas giran del mismo modo y los pasos de los otros dejan tus mismas huellas. He viajado contigo y he vuelto. Tu fotografía no me deja en paz, sonríe todo el tiempo como si nada. Me pregunto qué costaría una llamada telefónica. Hay que ser bien cabeza dura y olvidarse de lo que cuesta interceptar el amor, experimentar ese estremecimiento, viajar por los siete mares, vivir con la misma dignidad el sueño o la vida real, cocinar, lavar planchar, cantar, reconocer que nos hemos encontrado un poco más allá del cruce de nuestros caminos.

Porque sería ambicioso e irresponsable pensar, creer, suponer, deducir, a partir de no sé qué premisa, que este peldaño mohoso representa el medio de nuestras vidas. La longevidad no es ningún premio cuando sabemos que desde esta mitad comienza el deterioro, y el olvido se insta­la como una película cortada, mientras revisamos la página del obituario, y decimos sonriendo qué bien, este no es mi día.

 

 

Encantamiento

Entre las marejadas de la noche viajé
cuando el silencio estremecía el teclado
buscando qué decirle
a esa estrella que escapaba de su boca
alentando el beso que no alcanzaría a tocarnos.
Música que canta sin saber qué cuerda estremece
para hilar esa voz que nos dice hasta pronto
hasta mañana, buenas noches ¿hay niebla?
Rumor atrapado en las fronteras del sueño
en ese oído que se extiende como un túnel
donde el oleaje confunde las profundidades
las distancias, los días, el sentido de anclar
al otro lado del destino
que se abre como una caracola
entre los remolinos del asombro
donde la poesía camina desnuda
y canta
al borde de todos los espejismos.

 

 

Estampas del espejo redondo

Ha bajado la marea y algas se mecen junto a las rocas.
Parece la cabellera de un animal marino
que oculta su rostro hacia la profundidad del mar.
De cuando en cuando una ola se arremolina
y da la sensación de que exhalara.
Burbujas vibrantes,
su respiración.

He visto flores nuevas, festivas,
vestidas para carnaval,
los pájaros han ejercitado otros vibratos,
y el viento como un órgano saca sonoridades
de las cañas que permiten intimidad de glorieta.
Soy invisible,
libre en la naturaleza que mi alma integra.
Porque me conoce desde siempre.
Estoy en La Serena, ante el mar jacinto
o violeta,
en asientos de cerámica,
con los azulejos de Valencia.
¿Es una pintura de Friedrich?
Ahora hace frío. Vuelan libélulas.
Estoy de frente desde el otro lado de la playa,
y me envío señales con un espejito redondo
como el que usaba mi abuelo en el patio interior
del Hotel Claris, en la calle Balmaceda,
para hacer que las nietas corriéramos
(mientras él reía a carcajadas)
intentando atrapar el reflejo que arrojaba
contra la pared
y que nunca pudimos alcanzar.

 

 

Creer o no creer: esa es la cuestión

Es extraño pensar en cambiar todo de golpe.
Tal vez eso sólo sea posible con una guerra.
Y la guerra llega. Aparece en el cielo
y en todas las pantallas como una nueva constelación.
Sus bombas se oyen desde el otro lado del planeta
y sus muertos estallan en sueños,
mientras intentamos dormir para suponer que mañana
pedirán frutas frescas y despertarán
para el desayuno de la superproducción,
porque quizá fueron apenas los extras
de una guerra que no pasará a la historia.
Los protagonistas de las grandes guerras no mueren.
Quedan eternizados para siempre en la memoria
para bien o para mal. Porque siempre hay un bien y un mal.
Depende del director.
Los demás optamos: creer o no creer.
Esa es la cuestión.

 



 



 

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Editorial Bordes, 2014. 142 páginas