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ESPEJOS DE UNA AUSENCIA

Lila Calderón



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Hace unos días, en medio de este clima convulsionado que interrumpe la supuesta normalidad sin salida que vivíamos en el país hasta hace unas semanas, he terminado de leer el libro “Espejos de una Ausencia”, del escritor y cineasta Jorge Yacoman, que fuera publicado por Editorial Al Otro Lado, en 2019. 

Entré con curiosidad a abordar este recorrido por sus páginas y de inmediato la propuesta de lectura me desplazó, haciéndome notar la incertidumbre del paseo, del pasaje fuera de la linealidad. Imaginé en un principio ser conducida por una gran oruga zigzagueante que disfrutaba el movimiento, el fluir mansamente cambiando de interés, de recuerdos, de planes, para mostrar lo absurdo de las comunicaciones, de las relaciones, de la idea de construir futuro cuando todo funciona al revés y eso interrumpe la vida diaria sembrando obstáculos a todo nivel. La verdad descorazona porque nos identificamos como afectados por la burocracia de los procesos y de las respuestas mecánicas en la cotidianeidad. El verosímil funciona y nos acerca a la sensación de un realismo que se mantiene siempre en pie, mientras yo como lectora lo observo porque voy sentada en el suelo del vagón de un tren fantasma. Pronto fui notando que no estaba tan errada y que había mecanismos para sostenerse en el dilema existencial con una narración que me hacía cambiar abruptamente de dirección. La presencia del tren persistía como sensación. La idea de carros que suben y bajan o salen de la ruta principal me pareció interesante, había que sumarse al desafío. Así, mientras avanzamos y cambiamos de carro o de página, nos devolvemos a recuperar voces y versiones de otros personajes por estar involucrados en la trama, porque participaron de la historia, o para completar una escena y sugerirnos qué pieza podría calzar en la secuencia que ha quedado suspendida, fuera o dentro del libro. 

La elección de entregar diversas miradas o ventanas nos obliga a ajustarnos al trance que implica la renuncia a la narrativa convencional. Así ocurre al evadir la estructura dramática clásica para implicarnos en 17 capítulos, momentos, cartas, reflexiones, recuerdos, autorretratos o asombros en un espejo opaco, y cuyos títulos son: “Pájaros”, “A la mierda esto”, “Cruza tus dedos”, “Solo un espejismo”, “Todas estas cosas”, “Cenizas”, “Muerto”, “Uno de ellos”, “Dichosa traición”, “En el medio”, “Otra calle con su nombre”, “Antes”, “Escaleras”, “Una noche solitaria”, “Renacer”, “Caer al suelo”, “Sin dirección”.

En estos complejos momentos de crisis política-social que estamos viviendo en nuestro país y en distintos puntos del planeta, noto que cobra mayor sentido tanto la estructura fragmentaria del texto de Yacoman como las voces y siluetas que recorren las páginas retomando también elementos de su libro anterior, “El vestigio del silencio”. Hay ensamblajes autotextuales que resultan seductores, especialmente porque es imposible no sentir que hay recursos de la literatura testimonial en los que el narrador en primera persona dice no ser escritor ni artista, que está escribiendo solamente para él, revelando lo que siente, sin pretensiones, y que todo se expresa directo desde la mente. 

En un momento es un joven que se da a conocer, habla de su edad, sus dudas persistentes acerca de quién es o lo que parece, del lenguaje y sus implicancias en la vida y la comprensión del mundo. Tiene una mala imagen de su padre, a quien teme, y nos hace saber que él destruyó su guitarra cuando tenía 15 años, y con ella, su esperado encuentro con el arte. La soledad e inseguridad son permanentes, así como su falta de interés en sostener o construir un plan que le permita superar la abulia o la depresión que sospecha padecer. Eso frena todos sus impulsos y le hace sentirse incapaz de construir relaciones, saboteando con ello sus posibilidades de buscar rutas liberadoras, por lo cual se culpa de dirigirse siempre hacia callejones sin salida. Este tren a ratos es un laberinto, y pareciera que vamos a encontrarnos con el minotauro en algún punto del tramo y de la trama. 

Hay descripciones de situaciones que están construidas o más bien montadas con planos del lenguaje cinematográfico, y algunas asociaciones y recuerdos que se recuperan a través de flashback se acoplan como fundidos encadenados. Hay también idas a negro, cortes secos. Planos de detalle, por ejemplo, en la sala de espera de un hospital donde se realizará un examen de sangre. Allí conoce de manera circunstancial a una chica que describe desde distintos ángulos, descomponiendo el plano para dirigir la mirada del lector, a ratos cubista, pendulante, para dar un ritmo más acelerado y crear inquietud acerca de si logrará la conexión, y la estrategia nos hace pensar que algo muy importante surgirá entonces. Pero cada narración, ya sea con los amigos, amigas, novias, están llenas de malentendidos por resolver y explicar, secretos que desentrañar, dudas por resolver, además de imágenes borrosas que se generan sobre el accidente sufrido, viajes, y la sensación de haber vivido escenas que quizás nunca ocurrieron.  Siempre abriendo salidas o entradas al trayecto, sosteniendo la idea del libre albedrío del personaje, a quien el narrador permite hacer el puente con el protagonista y entregarnos datos sobre su interioridad, de pronto todos vuelcan un poco o mucho el sí mismo en el rodaje, aunque Harry Dillard siente que todo es apariencias y cambiar es inútil, quizás porque las viejas historias de su vida se repiten, esas que a través de los años podrían ser una especie de segundas oportunidades y permitirían evitarse los errores, descubrir nuevas posibilidades. Y aprender otras cosas que harían menos aburrida la experiencia de vivir, que parece no tener sentido.

Con un lenguaje coloquial en “Todas estas cosas”, le cuenta a su amiga Julie lo bien que está en algunos aspectos relacionados con su desarrollo artístico, pero le comenta que sus relaciones sentimentales erráticas lo confunden y que siente el peso de no poder controlarlas. Muchas veces menciona lo feliz que le hace crear videos y cortometrajes, cantar, componer canciones o a ratos escribir historias cortas. Su trabajo en compañías de producción o teatros. Lo cierto es que el día a día se le atora en la garganta, y a pesar de autoexaminarse y autorretratarse continuamente no llega a sentirse habitándose a sí mismo. Vaya donde vaya, viva donde viva, la sensación del estar deshabitado es una constante.

En el texto “Muerto”, página 49, leemos: “Estoy muerto, desvanecido, desintegrado, fuera de mi cuerpo o tal vez todavía atrapado adentro, pero aún no he perdido la consciencia. Es como si tuviera que decidir algo ahora. Debo decidir qué haré en mi próxima vida si es que el nacimiento no borra mi memoria primero. Mis errores, mis remordimientos, mis recuerdos, mis alegrías, mis lágrimas, mis amigos, mi familia, mis amantes, mis creencias, mis sueños, mis logros, mi vida, todo se ha ido. No tiene sentido hablar de eso ahora, al menos no para mí. Sin embargo, debe quedar algo, algo que no vi que tenía cuando estaba vivo, lo que alguna vez estuvo ausente y ahora está en alguna parte de mí o en este lugar. Hasta ahora sé que no es una razón, porque estoy aquí por algo que hice cuando estaba vivo y ahora estoy muerto; las razones para los vivos no son razones para los muertos”.

Cuando terminé de leer el libro no pude evitar sentir la voz de cientos de jóvenes, reales y de ficción, que se han encontrado forzados a vivir en un mundo como el nuestro, que tiene las características de un infierno urbano y en cuyo fuego nos quemamos cada día cumpliendo horarios y metas impuestas, prediseñadas hasta agotar el aliento final. 

Así, cierro mi visión de esta historia-lectura posible, montada con fragmentos de espejos, carros de tren, piezas modulares, capítulos, escenas, fotogramas recuperados de alguna película neorrealista, un parlamento de teatro del absurdo, una canción de Bob Dylan, una pintura expresionista, una vida exploratoria, que fluye cuestionando el objetivo de la presencia-ausencia en la convulsionada existencia que llevamos. Y que está asumiendo la crisis, desmontando sombras y estructuras.


Santiago, octubre 2019.



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JORGE YACOMAN. Escritor y cineasta. 
Nació el 1 de enero de 1988 en Santiago de Chile. Pasó su infancia en México. Ha realizado varios cortometrajes experimentales, y escrito ocho guiones y siete libros—novelas de historias cortas y poemas. El 2010 su cortometraje “A través de tu reflejo” logró el 2º lugar en el 17º Festival Internacional de Valdivia en cortos estudiantes. Escribió, produjo y dirigió su primera película “La comodidad en la distancia” seleccionada en el 61º Festival Internacional de San Sebastián en Cine en Construcción y en el 10º Festival de Santiago (SANFIC). Tuvo su estreno comercial en marzo de 2016 con el apoyo CORFO Distribución. Su segundo largometraje “Fragmentos de Lucía” se estrenó comercialmente en mayo del 2016 en Chile, a cargo de Storyboard Media. Tuvo su estreno internacional en el 32º Festival de Varsovia y el 61º Festival de Valladolid. Obtuvo una nominación en los Premios Caleuche por su actriz Javiera Díaz de Valdés como mejor actriz protagonista, y ganó en los Premios Pedro Sienna por mejor interpretación secundaria masculina de Alejandro Sieveking. En 2018 publicó la novela “El Vestigio del Silencio” y en 2019 el libro de cuentos “Espejos de una Ausencia”.



 

 

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“Espejos de una Ausencia”, de Jorge Yacoman.
Editorial Al Otro Lado, 2019.
Por Lila Calderón