Sentado en la acera es un libro que teje “un nuevo paisaje [en el
entrecruce de lo humano y lo no humano] con su canto” y hace que
sus poemas, de poco más de tres décadas, se abran como panes de
alegría —imitando aquí uno de los símiles que el poeta deja
establecido desde el primero para sugerir los rumbos de su más que
lárica p/r/o/f/ética, la que se sintetiza con acierto en el título del
poemario. El que estos informes escribe es un antropólogo cultural
sin proponérselo, porque comprende que “somos [los hombres]
cantos de tierra, espigas meciéndonos, libres, al viento”, asimismo
sabe que “todas las calles conducen […] a una herida que se abre a
las sombras terrenales”, y que esa herida nos ha hecho elaborar
nuestros ritos funerarios como lo más poético (porque aquí también
funcionan como metáforas) del quehacer humano, los que quedan
en nuestro paso bajo el cielo estrellado como “cicatrices del
tiempo”. Sin embargo, pese a sus deberes mayores, la poesía de
Edgardo Alarcón Romero no olvida ni el quillay, ni a los niños
descalzos, ni respirar un bosque de araucarias, ni el “placer de las
uvas”, tampoco la política y los sueños del pueblo, ni nada de lo que
nos hace la vida una experiencia irrepetible e inigualable. No olvida
que su destino, el de la poesía dentro de un libro, no es la biblioteca,
por más que sea la catedral de nuestro conocer colectivo de especie,
sino más bien es el ondularse del fuego con el que desde y hasta
siempre esperamos cada amanecer.
Luis Correa-Díaz
University of Georgia, E.E.U.U.
Academia Chilena de la Lengua
Real Academia de Ciencia, Letras
y Artes
de Córdoba, España