CELERIDAD Y CONFIGURACIONES DEL ABANDONO PORTEÑO LUIS CORREA-DÍAZ. Valparaíso, puerto principal.
Viña del Mar: Ediciones Altazor, 2024, 101 páginas. Segunda edición.
Por Alejandro Banda
Hay una lógica de la física que viene funcionando como anillo al dedo para superar la congestión vehicular de las aglomeraciones citadinas y que las masas puedan fluir hacia el abismo económico del que todos somos parte. Los ingenieros en transporte estrechan las calles para que el flujo del tránsito vehicular aumente y no nos estanquemos en esa enumeración caótica que muy condensada tiende a superarnos. Y pareciera ser que aquella estrechez de espacio y tiempo impuesto por una estructura tanto de poder como de explotación sea la que presiona a los sujetos imponiéndoles un vértigo ordenado, obligando incluso a la escritura a precipitarse, intensificando su concentración de la información en el fragmentado espectáculo de la escritura postmoderna.
Lo planteo desde este ángulo pensando en la ciudad y también en los elementos que podemos observar en el texto Valparaíso, puerto principal (2024) de Luis Correa-Díaz, donde los códigos grafican el desplazamiento del hablante desde la costa atlántica de Estados Unidos hasta el territorio chileno, donde el paseante criollo desde su hibridación cultural se descomprime en Valparaíso, entre aquellas estrechas y desordenadas calles que suben enmarañadas hasta los cerros ampliando la bahía y su urbanidad funcional, donde todo el casco histórico declarado patrimonial, en contexto de postpatrimonio yace ruinoso, pero a la vez inagotable en significaciones. Porque la celeridad implícita en estos versos del poemario de Correa-Díaz viene a enrostrarnos la insuficiencia de la modernidad y el desgaste que significa esta aventura de vivir intensamente el cotidiano descascarado de una ciudad-puerto que alguna vez fue ejemplo del auge económico en los albores del capitalismo, pero que ahora, en cambio, parece más bien un mal presagio de lo que viene para la economía mundial donde el habitar se lleva a efecto en condiciones desiguales. Por esto, el buscar contrastes en distintos lugares de Valparaíso y también de Chile parece darle desarrollo al discurso, ya que en estos poemas cifrar el desplazamiento, similar al ejercicio realizado por Elvira Hernández con Álbum de Valparaíso (2002), pero de manera más extensa, prosaica y extrovertida, necesariamente significa re-correr la ciudad para re-conocerla en aquellos contrastes y así dejarse inundar por las historias trágicas que pulsan desde diversos rincones a medida que avanzamos por el entramado del espacio representado.
En un momento inicial se infiere que el poeta está en el Aeropuerto Internacional de Santiago (que nunca llegó a llamarse Pablo Neruda), menciona Pudahuel, luego cae como dron o “gaviota de invierno” en Valparaíso, y en adelante podemos vislumbrar localidades más precisas como Caleta Portales, el Plan (de la ciudad), cerro Alegre, calle Urriola, Chacabuco, Uruguay, y el Muelle Prat, donde a modo de crónica se da eco a las manifestaciones y protestas de los pescadores artesanales sin caleta, desplazados a la fuerza. También están la playa Las Torpederas, la plaza Victoria y el ascensor Reina Victoria. Y es precisamente en el poema “Ascensor Reina Victoria” donde se revela la razón de la imagen seleccionada para la portada del texto, me refiero a la planta baja del ascensor y su escalera, donde por las noches estalla la bohemia, pero también el crimen. Esto viene a legitimar aquello que parecía un ampuloso título para el libro, ya que cuestiona con el rótulo de “puerto principal” su actual decadencia, sugiriendo que, si este desatendido lugar es el principal, ¿qué será de los otros puertos de Chile?
Esta crítica implícita adquiere sustento explicito más adelante en el poema “Cafés”, cuando parafraseando el “Arte poética” de Vicente Huidobro y Rodrigo Lira el hablante exige amablemente: “les dejo eso sí mis respetos / y una tarea urgente: no cantéis, / por favor, la bahía de vieja postal, / devolvedle su dignidad de puerto principal” (p. 76). Y le siguen el cerro Mariposas, Playa Ancha, Placeres, Barón, Cordillera, ampliando el mapa en perpetuo desarrollo (en esta segunda edición viene un mapa escondido a modo de anexo o colofón final) y siempre en diálogo con la canción “La Joya del Pacífico”. Aquel imaginario del territorio se extiende en el discurso desde la costa hacia el interior, ya que se lee Viña del Mar y Quilpué, para luego rebasar las imaginadas coordenadas del borde costero porteño al sumar los poemas “Lago Peñuelas” y “San Antonio”. Incluso hay un poema titulado “Pichidangui” (Región de Coquimbo), donde expresa “es nuestro on the road / space time para ponernos al día” (p. 68), cuando se desplaza acompañando a su hermano que bucea en busca del preciado molusco, mientras el paseante se reencuentra con la cultura local y religiosa vinculada al mar, es cuando el sujeto realiza su propia inmersión, o interacción simbólica, contemplando las prácticas colectivas y sus manifestaciones rituales y performativas de lo festivo. Es decir, en este poema, fuera de Valparaíso, pero donde se le menciona en el primer verso, mantiene esa pesquisa sostenida intentando asir aquella cosmovisión local como si se tratara de una recuperación de la memoria de sus raíces mediante la experiencia personal de quien visita algo que le es propio.
Y se abren paso los locales de Café para el pudiente y un amplio número de bares que no tendrían sentido si no fuera mencionada la muchedumbre —como la llamaría Benjamin respecto de Baudelaire—, y es aquí donde prevalece el sentido de pertenencia y arraigo, porque el hablante se reconoce hijo adoptivo de Valparaíso, este rinconcito marino y atribulado del Cono Sur. Por eso le otorga valor a su gente y cuando enuncia da cabida a los desamparados, narrando el devenir trágico como si se tratara del compendio no dicho o declarado tras la colorida postal de rigor. Es decir, bajo cada título donde evoca un lugar real de la ciudad, lo que el poeta canta a través de los versos de una fragmentada crónica poética es la representación del dolor tendido a los pies de la figura patrimonial, un dolor como el de un marginal que busca refugio a los pies de la estatua que lo proteja del viento, o del calor cuando el incendio lo deja sin sombra y sin agua. Es así como este poemario cifra el recorrido de un hablante dispuesto a dejarse permear por el territorio de la ciudad heterotópica, Valparaíso, siempre poética para quien esté dispuesto a leerla. Cito el poema “Pullman bus Costa central”:
me subo y me doy cuenta rápidamente
de que éste es un viaje especial, […]
busco el asiento y veo en un letrero
eléctrico que el chofer se llama Rubén
Darío Bauden, así me imagino en un 2x3
que es un signo auspicioso y me pongo
a mirar en tanto subimos por Santos Ossa
los cerros laterales donde se debaten
lo antiguo y lo nuevo en términos latos (p. 47).
El poemario así permite arribar o incluso abandonar un suelo, abandonarse a la densidad de una ciudad-puerto que por lo visto sigue desangrándose, como cuando el sujeto se halla en el Café del Poeta e ingresa una persona desagregada que nos lleva a pensar en tantos que, entregados a su poesía, terminaron muriendo en el desamparo. Por detalles como este y otros más, hay un acto de arrojo en este libro donde pareciera que entramos en una trampa grata, ya que por su portada no pareciera que fuera otra cosa que un mapa de turismo o manual para recorrer las zonas patrimoniales, pero no, el/la lector/a se encuentra con poemas, con versos que delatan los días del luto inconcluso necesarios para transitar hoy, aparentemente sin cadenas. Aunque la presión de los escaparates y las tiendas que cierran por la avalancha de los “insurrectos” menospreciados por el establishment, sea también una condena que apresa o que nos tapa la voz, como lo hizo la pandemia con la bella revuelta. ¿Sarcasmo? ¿O el acto del deseo de encarar a las autoridades por estos designios y la multiplicidad de falacias que utilizan para justificar un poder absoluto que intenta determinarnos, aunque no nos defina?
Por tanto, el hablante va y viene cumpliendo la tarea del tábano socrático, porque, aunque hay amor en sus expresiones, lo descrito es, en sustancia, la ciudad porteña que se mantiene viva pese al desahucio en contexto de postdictadura y postautonomía (Ludmer; Rivera Garza). Y ¿por qué mediarlo, por qué decirlo, por qué hacerse cargo a través de una voz poética a veces situada y otras extranjera? Porque la desazón ya no es producto del tedio existencial del sobreviviente, no lo es tampoco la contienda silenciosa y la relación injusta, y mucho menos las guerrillas literarias locales que siguen activas, aunque sean en definitiva lo menos importante frente a todo lo que está pasando (aunque duele que te dejen con la mano estirada cuando has tratado de hacer toda tu vida el bien y ser justo), mientras boquiabiertos seguimos pensando que no puede ser más destructivo el panorama global y la devastación pulsada. Por eso hay que expresarlo todo dando voz a los rincones, aunque se vuelva necesario escribir para no caer vencido.
Así la celeridad de estos poemas de Valparaíso, puerto principal de Correa-Díaz definen el rostro de un narrador carmínico que explica cómo se siente mientras pisa, reflexiona y recuerda, conduciendo a quienes leen por veloces callejones de sentido donde cada acto es un hito y su contexto una pesquisa del tiempo, en aquel lugar diferente, a un ritmo incierto, a través de una voz desmitificada y alerta, sobre todo alerta, porque a los puertos pese a todo se les respeta, como lo ha dejado patente Correa-Díaz en los últimos versos del ya citado poema “Cafés”. Algunos dirán que es el relato del sujeto solitario que lleva el mundo a cuestas, pero yo afirmo que se trata de todo lo contrario, se trata de un abrazo fraterno al “mundo” dejado atrás, en aquella aglomeración necesaria de nombres como Lucy Briceño, Juan Mouat, Juana Ross, Sara Vial, D’Halmar, Daniel de la Vega, Ennio Moltedo, Erick Pohlhammer, Patricio Manns, Ernesto Guajardo, el otro Correa (Eduardo), Gonzalo Ilabaca, Paul Valéry, incluso Juan de Saavedra, el texto lírico de Luis Correa-Díaz asume la densidad del capital simbólico de esta orilla del Pacífico presa de su historia y la condensa. Como en el poema final titulado “Val * po”, donde la dimensión transoceánica del Puerto se atomiza mediante el diálogo en fragmentos, dando continuidad a esa constante propuesta de hipertextualidad a lo largo del discurso, con siete poemas que terminan en códigos QR traspasando el soporte tradicional de la escritura por medio de lo digital, ampliándola en videos e imágenes en movimiento y voces para que los versos prevalezcan más allá del autor, como si fuese(mos) consciente(s) de los pasos del reloj, de un memento mori inexcusable, ineludible, asumible, en el que se describe un constante retorno a Valparaíso, el lugar elegido para anclar su poesía.
Este texto fue parte de la presentación del libro realizada el viernes 2 de agosto en la Sala Viña del Mar, donde junto al autor también comentaron la obra: Patricia Péndola, Inés Hortal, Claudio Guerrero, Enrique Cisternas y Patricio González.
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LUIS CORREA-DÍAZ. Valparaíso, puerto principal.
Viña del Mar: Ediciones Altazor, 2024, 101 páginas.
Segunda edición.
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