Pasajes, túneles y pasillos:
Notas sobre el poemario «El reverso del agua», de Valentina Marchant
Por Loreto Contreras Godoy Publicado en Pliego Suelto, 18 de noviembre de 2022
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El segundo libro de la poeta Valentina Marchant (Santiago de Chile, 1988) es una excelente alquimia del dolor en la sala de operaciones, en la disección de las pasiones. El resultado es una criatura desfigurada y amorosa, como lo fuera en un principio el experimento del doctor Frankenstein. Ojalá que la sociedad no la corrompa.
Valentina Marchant
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1.El reverso del agua es un libro, como el primer poemario de Marchant (Tránsito Ciego), sobre el tránsito. Se reemplaza, eso sí, por el pasaje, a veces túnel, otras pasillo.
Hay que preguntarse por la cualidad que adquiere el tránsito al aparecer como pasaje. Podría ser que su movimiento sea el de una sustitución: la del uno por otro —el que vuelve extranjero el amor y extranjera a la que ama—. También la sustitución de los cuerpos, cuando el agua los desplaza forzosamente.
Así, lo sustituido es un lugar y los cuerpos dejan de serlo para convertirse en sus emplazamientos. También un pasaje de lo realizado a lo desrealizado, sobre todo en la construcción del espacio poético: de lo familiar que se abandona, pasando por el terror de lo desconocido y terminando en la serena incertidumbre del tránsito.
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2. Se repiten el túnel, el ojo, el pez. El agua en sus distintas formas, como río, mar y lluvia. Los túneles son lugares húmedos, como lo son el ojo y el pez. Esas variaciones o encarnaciones del agua arman un paisaje que no está en ningún lugar específico, a pesar de que en la primera parte —“Río abajo”— se nombran objetos cotidianos que construyen ese paisaje común.
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3. En la segunda parte —“El pez de oro”— se desfigura ese paisaje que parecía más o menos estable y, ahí, se instala una danza, entre macabra y erótica, con ribetes narrativos. Se sueltan los lazos con la fisonomía familiar del paisaje (ventanas, escaleras, maceteros, la casa compartida, el camión, etc.). La humedad se acalora en contraposición a la primera parte, en la que prima la sequedad de la separación (del amante, del país, de sí misma). La sequedad es también mutismo, palabras acumuladas que no salen de la garganta húmeda. ¿Son húmedas o secas las sombras?
La humedad en “Río abajo” la da el recuerdo, todo lo ido. El aquí y ahora es seco, las miradas (probablemente húmedas por la tristeza) no se cruzan. El río es vector, moja, y, especialmente, mueve, arrastra, es una fuerza que obliga. ¿Dónde está la sombra, en lo que arrastra o en el cuerpo arrastrado? A la sombra obtenemos las condiciones perfectas para mantener la humedad.
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4. Probablemente, el aburrimiento es seco. Una mano toca una espalda y no humedece, seca porque hastía. La humedad es erótica, y tal vez por eso también diabólica y santa. Diabólica en el devorarse (segunda parte); santa en la contemplación del cuadro completo (tercera parte).
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5. La sección “Río abajo” es la intemperie del mundo. Los puntos del viaje, el umbral y el pasaje. Túnel en la figura del reverso del agua, lugares húmedos porque ahí el sol no pasa más allá del umbral y en su centro la mirada se oscurece completamente: “Apoyar el pie en el cemento húmedo de los pasajes que recorro perdida”. Más allá de la luz del sol que pega directamente en los ojos, y nubla: “tras correr el velo de la cortina principal/ y que el sol me diera/ directamente en los ojos/ ciega como estaba/ en realidad me acordé”.
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6. El poema sobre “la partida” (de la primera parte del libro) está atravesado por algo que no termina de irse. “Partir. Qué palabra es ésa”. Al partir algo se separa (se parte) y se va. Los muertos pueden ser la figura que resume la partida porque quedan como fantasmas: “A los que ya no / los que se partieron” indica la dedicatoria del libro.
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7. “Río abajo” es nostalgia también. Pensar en lo que ya no está, saber que se va a un sol que paradójicamente humedece: el pez de oro.
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8. En la segunda parte del libro (“El pez de oro”) aparece el amado como un pez herido que hiede a alga de orilla, posiblemente podrida por el avance de la oxidación. “Jadeaba/ expelía el hedor propio del alga/ que lleva mucho tiempo varada en la orilla”.
El asco se troca en atracción, boicoteando una de las trampas que lo pútrido le pone a los sentidos: penetrarnos hasta la arcada, como diría Aurel Kolnai, nos penetra al punto que nuestro cuerpo se contrae para expulsarlo. Esta voz conjura lo podrido y es ella quien levanta su ley, suspende la resistencia, deja entrar ese olor podrido, se dejar seducir por él: “Me llamaba por mi nombre en plena calle/ a mí/ o eso quise creer”.
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9. Al principio de “El pez de oro” persisten las imágenes familiares, pero se desgranan del mundo viejo de “Río abajo”. La vejez retrocede su avance; se vuelve a los 17 años.
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10. Encontré dos versos que me parecieron una llave. Están en uno de los últimos poemas del libro: «pienso en el tiempo como un tren/ en la historia dividida en cuadros». La operación, el ejercicio, el artificio. La necesidad de comprender consiste en manipular y separar la historia en sus imágenes. Son el hilo y la aguja con que se sutura una herida que naturalmente nos desangraría.
El secreto revelado varias veces y con insistencia es que la aguja y el hilo –la historia dividida en cuadros, o cuadros como cada una de las puntadas– son la poesía: “Había que escribirlo/ alguien tenía que escribirlo/ porque el frío era mucho/ y la lápida dorada de calor/ que nos cayó encima/ era demasiado grande”.
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11. “En mitad de la nieve y las luces apareció” es, a mi gusto, el mejor poema. Pista: está en la segunda sección. Ahí empieza la danza macabra, la desrealización del paisaje y el hambre, que no la sed. El pez es el agua encarnada, es el deseo de entregarse al banquete como comensal y como plato.
Hay un libro de Anne Carson que se llama Tipos de agua (2018). Ella tiene hambre. Creo que ese libro y este se comunican, se secretean. La diferencia es que aquí el pez pide la compañía. En el de Carson, ella, hambrienta, lo persigue: quiere ver las suelas de sus zapatos levantarse y avanzar, quiere seguirlo. Aquí, en cambio, ella se deja guiar.
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12. ¿Son poemas de amor? Yo creo que son poemas sobre el acto de devorarse para luego abandonarse. Los peces se comen, las gallinas se comen. La primera sección es un comedor que se vacía, la rutina de la comida abandonada, el cuchillo olvidado que espera en la cocina. Después está la búsqueda que es hambre, el encuentro que es festín, la comensal que se vuelve plato de fondo, y en el reverso la presa que devora.
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13. De hombre a pez, de pez a hombre y, finalmente, de pez-hombre a palabra. Es una transmutación propia de las alquimias del agua. El agua puede ir desde la humildad de la gota a la grandeza del mar. Pero ni mar ni cielo. Orilla y fondo; poesía. Vuelta al morir, y al morir se regresa a la tierra. Creo que hay mucho del metabolismo de la digestión: masticar el grito, comernos, ser carne, ser diente-lengua-mandíbula.
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14. La tercera y última sección “La lluvia y el páramo”, por contraste, es más plácida. De la desrealización de lo familiar de la sección dos se llega a la serenidad de un cuerpo no siempre individualizado. Se atisba un nosotros más que un tú y un yo. El yo es “uno”, que cuenta por muchos. Y después de amar y desear a ese único, llega el descanso de la indeterminación en un sol que nos quema a todos: “cuando el sol nos cubre los cuerpos/ dorados de tanto intercambio fluvial/ y uno dice sí”.
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15. El poema sobre la muerte y la linterna, siendo, de hecho, un episodio de juventud, es particularmente el recuerdo de una muerte por venir: “pienso en la línea de mi mano derecha/ atravesada por un quiebre/ la noche en que tomé una linterna/ y apunté mi rostro desde abajo/ la historia de mi muerte/ traspasada a los amigos”.
¿Qué clase de recuerdo es este en el que el pasado se comunica con el futuro y desde el futuro se lo visita para recordar la inminencia de la muerte? Inminencia es un futuro que acecha al presente para usurpar su lugar.
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16. La tercera sección es contemplativa y, por lo tanto, la visión más amplia. Creo que en eso reposa su serenidad, el mundo es grande, abruma la brújula, pero es grande de nuevo y el acuario es tan solo uno más de sus objetos, ya no su totalidad.
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Por Loreto Contreras Godoy
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