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Admirar la paciencia de la luz
Playa de escombros, Lucas Costa, Editorial Alquimia, 2017, 62 páginas
Por María José Ferrada
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Ya en el primer poema de Playa de Escombros, Lucas Costa nos lleva a un escenario conocido: el terremoto. Y a la pregunta que nos dicta la costumbre ¿Qué estabas haciendo el día del terremoto, agrega otra: ¿Qué fue lo que el terremoto te dijo? Porque intuye que en cada movimiento de la tierra se oculta la posibilidad de una grafía, el trozo de un mensaje hecho con piedras, cuerpos y restos del muro de lo que un día fue una casa.
Nos lo advierte: será necesario generar un nuevo sistema de medidas, un sismógrafo que permita desplazar la mirada hacia un tiempo geológico. Porque para descifrar lo que nos dicta el movimiento del paisaje se necesitarán planos aéreos, giros de lenguaje. Para leer este poema —probablemente anterior a la palabra poema— se necesitará la ayuda de helicópteros y zorzales.
La tarea que Lucas Costa se impone en este libro se parece a la de los rescatistas que conocen mejor que nadie los residuos que deja la vida: muñecas arrastradas por la corriente, cuerpos que realizan movimientos involuntarios en el barro, refrigeradores depositados en el fondo marino. Sí, el eje de la tierra es un imán. Y después del terremoto viene el desplazamiento, el desenfoque de la forma.
Pero volvamos al refrigerador que continúa bajo el mar, veamos como en el poema pasa por él un banco de peces. ¿Podemos insistir, frente a esa visión, en la palabra que lo nombra? ¿Cuánto resiste una palabra? No olvidemos que también la palabra es estructura y que toda estructura –lo ha comprendido Lucas, mientras la tierra baila bajo sus pies– se agrieta y muta.
La posibilidad de los restos:
Si mezclas todos los fotogramas que pasan por tus ojos / mientras caminas por la calle / de seguro te conmueves dice el poeta.Y la siguiente acción que propone es la superposición de fragmentos. Porque si tomamos esos fotogramas –supongamos que son traslúcidos y podemos mirarlos a contraluz– nos encontramos con que el terremoto sucede al mismo tiempo en distintos puntos de la tierra (Valdivia, Fukushima, una loma cercana a Chañaral o el patio de la casa) y también con que el recuerdo de una caída a una piscina , el choque de una lancha en medio del mar y los hematomas en el cuerpo, son pistas anteriores, pruebas de que el movimiento no para ni ha parado nunca.
Y es ahí, entre los escombros, donde el autor de estos poemas encuentra, si no un sentido –no es eso lo que busca– sí una escala. Nos lo explica: el movimiento pasa de la tierra, al cuerpo y del cuerpo a la página. O a la inversa: Las placas tectónicas / de la piel se mueven / según sílabas y entonación.
Patrones en el mar:
Volvamos ahora a la marea y enfoquemos. El agua arrastra un televisor y el trozo de lo que fue una pared. El poema nos pide que imaginemos las formas que esos restos dibujan al entrar en contacto con el líquido: letras, trazos, que si se miran desde arriba coinciden perfectamente con el movimiento de la mano de una niña que en el otro lado de la tierra –o de la hoja– está cabeza agachada, fabricando una zapatilla.
Ella no lo sabe, pero el Lucas Costa (que sigue observando el efecto de la luz en su acumulación de fotogramas) ha logrado detectar un patrón que solo se ve desde la altura. Sí, el recorrido de esa mano pequeña es el mismo que hacen las plaquetas de una ballena que a esta misma hora se desangra en medio del océano. No lo saben, nadie lo había notado hasta ahora, pero niña y ballena, están dictando, a su vez, el recorrido de los autos que a punta de bocinazos se abren paso por las calles en las que se detiene esta escritura: Tokyo, DF, Nueva Delhi.
Podemos seguir. La huella de un pájaro sobre la playa, un relato anónimo del terremoto de Valdivia y los carteles que alumbran las capitales, van dictando. Y se necesita una nueva escala, un sismógrafo imposible, que permita tomar y elaborar el registro. Lucas Costa se impone la tarea de construir ese sismógrafo: un lenguaje poroso, capaz de incorporar el dictado los fotogramas. El resultado de esa determinación, esa paciencia, es esta playa de escombros que nos dice que el poema se observa más nítido que nunca en la claridad que sigue a la polvareda del derrumbe. Cerramos el libro, haciendo caso a sus últimos versos:
Admiramos la paciencia de la luz.