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Lucidez de la geología / temblor de la composición.
Sobre «Playa de escombros»,(2017) de Lucas Costa
Por Christian Anwandter
Publicado en https://www.vallejoandcompany.com/ 29 de agosto de 2017
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Leí Playa de escombros por primera vez el 2011. El 2016, leí una segunda versión y, hace un par de semanas, la publicada por Alquimia. Casi nada se mantiene igual. Sin embargo, no podría decir que se trata de un libro diferente.
El 2011, el conjunto estaba marcado por el terremoto del año anterior. Este encontraba eco en el verso, en un desajuste que era a la vez ensanche, lugar de reconstrucción. El libro se convertía en escenario de fuerzas elementales, pero no explicadas desde el pecado, a la manera de Pedro de Oña con el terremoto de Lima (1609), o desde el absurdo, como Voltaire con el que destruyó Lisboa (1755). Era una escritura sigilosa, atenta a desplazamientos masivos que cristalizaban la realidad de la metáfora en la naturaleza. Se trataba del ser humano, devastado por el terremoto y el tsunami, envuelto en metáforas de lo natural. La playa de escombros era el lugar en que los signos dispersos del caos podían convertirse en nuevo hogar, a condición de humanizar y deshumanizar, alternadamente, lo exterior y lo interior, lejos de cualquier mitología patriótica, nacionalista o heroísmo.
En Playa de escombros, el 2017, la presencia del terremoto no es evidente. Esta diferencia plantea una pregunta: ¿cómo pasa el tiempo en un poema? En los diálogos platónicos (cf. Ión), el poema, de inspiración divina, interrumpía el tiempo humano. Era un estar “encadenado” a la divinidad, capaz de arrebatar al individuo. Esa brecha de eternidad, este hacer sin límite de la poiesis, amenazaba, según Platón, la constitución moral y racional de la ciudad. Desde ese entonces, el tiempo del poema está en los márgenes.
Lo cierto es que el poema puede o no arrebatarnos nuestro presente. El arrebato interrumpe el paso del tiempo: temblor – o terremoto –en que la piel, las entrañas y las placas vibran, empujando ejes y coordenadas. El poema expulsado, y que eventualmente vuelve, es la promesa y la amenaza de esta interrupción (que puede no tener fin).
Pero hay poemas muertos. Llegan hasta nosotros, sorteando su abandono, pero acabados. Leemos en ellos falso exceso, como la fe de los predicadores callejeros. Vemos lo que no quieren que veamos. En los poemas muertos no hay temblor ni réplica. Como en un ataúd en que el cuerpo exánime es vestido para habitar la muerte eternamente, su apariencia solo acoge la certidumbre de la descomposición. Es la ley del epígrafe de William Carlos Williams en Encomienda: “¿La ley? La ley no nos da nada más / que un cadáver envuelto en un manto sucio”.
El poema, sin embargo, no es concebido para morir. Algunos aspiran a una inmovilidad eterna, de formas fijas y ritmos domesticados. O exageran su vitalidad, haciéndose pasar por sus embajadores, y negocian interpretaciones en el medio. Aceleran la escritura, la llevan al tope y la multiplican, viendo en ello confirmación de devenir. O la someten a un programa ejecutable, donde la obediencia destaca la materialización de una idea. A pesar de todo, el poema puede morir. De olvido, o en sí mismo.
El tiempo pasa lentamente en un poema. Y para un poema también. No es noticia. Sus cambios y efectos se parecen a los cambios geológicos. Son lentos, milimétricos, acumulativos, y provocan cambios a escalas descomunales, invisibles, ínfimas. Pueden ser el “hacha que rompe el mar helado dentro de nosotros”, como Kafka escribió en una carta a Oskar Pollak en 1904.
Todo este desvío era necesario para regresar a Playa de escombros, ya que uno de sus rasgos más notables es trazar una geología de la composición. Con esto, quiero resaltar que, a pesar de que el verso se mueve como un “ave migratoria veloz y de elegante vuelo” (p. 13), siempre escudriña la lentitud del transcurrir: del mundo como composición, por una parte, pero también de la escritura que se demora en detalles que desplazan estructuras completas, hasta producir quiebres que alteran el lugar de los sentidos. Cada versión que leí (2011, 2016, 2017) corresponde, en cierta medida, a una era geológica distinta, lo que revela cómo, durante el último año sobre todo, se desataron energías acumuladas en las versiones previas que lograron cristalizarse en este objeto concreto y líquido a la vez. Se trata de la geología de una composición que, atenta a lo que cruje, a las fallas, a los accidentes, a los desplazamientos, abre un proceso que no se cierra sino hasta que el poema contiene en sí mismo el conocimiento del ciclo entre quiebre y reparación: “tras la persistencia de la esperanza / aguarda un pronóstico de derrumbe” (p. 40).
Esto ocurre cuando el poema contiene en sí mismo el principio del cambio, y no cuando domina un estado específico de la palabra. No es algo dado, sino que se alcanza solo al sumergirse en la increíble “persistencia en los patrones del mar” (p.14), o, pensando en Montalbetti o Mario Luzi, al atravesar un desierto donde todo parece exactamente lo que es, y aun así encontrar un espacio de posibilidades y diferencias en que encausar una forma y un ritmo: Primicias del desierto, titula Luzi a uno de sus libros (1952). Este sumergirse en donde no se puede respirar, este caminar entre lo idéntico en que nada fluye, son pruebas en que el poema se ensaya. El tiempo entonces tiembla en el poema: esa es su promesa y amenaza.
Pero volvamos, otra vez, a Playa de escombros (aunque no hemos salido de ahí, en realidad). Sus poemas se caracterizan por un realismo abigarrado (adjetivo utilizado también por Elvira Hernández en la contratapa), realismo, me gustaría decir, doble, si por realismo se suele entender, de manera reduccionista, el ocultamiento de la mirada sobre lo real y de su registro. En Playa de escombros, en cambio, lo real integra la observación aguda de lo exterior y la escritura entendida como registro gradual y residual, acoplando en esta danza la experiencia subjetiva interna.
Esto es posible mediante el despliegue de una conciencia múltiple, por la presentación simultánea de distintos niveles de experiencia adheridos a una subjetividad que oscila entre la fragilidad y el optimismo. Lo subjetivo no subordina a la escritura o viceversa (de ahí una voz discreta más cercana a un Mario Luzi que a los “chanchullos” de la antipoesía), sino que ambas coexisten hasta casi confundir los planos, haciendo del poema un espacio que, por su lucidez extrema, se vuelve casi onírico, o que camina en ese borde:
La pesadilla tiene ese blanco escarcha, demasiado pulcro
más si mientras encandila, quema el pómulo o tajea el rostro
que intentamos traer a esta superficie también alba, pero no del todo:
un rumor tirado en no sé qué lugar del cerro cubriéndose de nieve
repleto de erratas y cortes de renglones u hormigas que hacen la labor
del signo, pero acá, dentro de la cabeza. (p.15)
La lucidez es la forma de “identificar nuestra lejanía” (p. 2). Es, también, la marca que las lecturas sucesivas van imprimiendo a la escritura. Y es la tarea a la que, como lectores, nos invitan. Verse como lo lejano es, de paso, tomar distancia con lo propio: oscilación donde el temblor nos “hace notar la amnesia venidera” (p.6). Porque lo más fácil es permanecer en lo propio, identificarse con nuestra cercanía: sedimentos de la identidad, dique de contención parchado a la menor fisura. Para identificarnos en lo lejano, se activa otra memoria capaz de conectar puntos distantes: “pensarse /en otro lado: pensar estas secuencias” (p. 14).
Playa de escombros es la línea que une y divide elementos disímiles en interacción. En ella la herida del temblor aparece y desaparece, pues coexisten la ruina y el presente. Es la imagen del verso en su situación (no situado, imposible de situar): lugar de memoria, entre el registro y la medida, entre el ritmo y el hallazgo, afuera y adentro. En este espacio límite, la resistencia, la dificultad y el dolor abren paso al goce. Como el “naufragar que me es dulce” –al decir de Leopardi en un poema que, justamente, se llama “El infinito”–, adentrarse en el paso del tiempo y sus fallas revela “destellos como escamas que paciente / la mujer quita del róbalo” (p. 12).
Por eso, “husmear en los desechos” (p.33), es acercarse a “una alegría subterránea y fuera de foco” (p.33). Rechazando el “dar cuenta” (p.34) de la catástrofe, Lucas Costa hace del poema un ejercicio práctico de “cortafuegos que la dicción siquiera aguanta” (p. 34). El poema no describe, no refleja ni circunscribe: atraviesa en otro sentido. Por eso, el poema “no es simetría”, ni “enciclopedia de vidas cruzadas” (p.37): es escritura enterrada en lo que emerge.
Ver la superficie como lo inacabado en que otras fuerzas actúan, vuelve necesario “tomar conciencia de la tiranía/ de la imagen” (p. 20), es decir, no ver solamente lo que vemos sino también, como dice Didi- Huberman, “lo que nos mira”. Tal vez de esta perspectiva liberadora provenga el optimismo de Playa de escombros. Reconocer el doblez de la imagen es “milagro” o “don” (p. 15) que intenta dar con “otra vida más allá de estas fuerzas” (p. 17). De tanto desestabilizar lo inmóvil – de temblar – el “caleidoscopio en los patrones de la mente” (p. 20) acaba abriendo “lugares sensibles” (p. 23). Es la forma en que se resuelve la tensión entre el apremio del tiempo y el intento de “registrarlo todo” (p.21).
Estos registros se acompañan de una precisión léxica al servicio de los sentidos que vuelve al verso táctil, pero no por la nominación, sino por la composición de una sintaxis en que nosotros también nos vemos enfrentados a la tarea de identificarnos en su lejanía. Si hay otra vida, entonces, tenemos que poder tocarla. De ahí “la emoción del manoseo/ en la belleza del sedimento” (p.23). Esa otra vida puede ser la vida del poema, pero no puede alcanzarse sin el “braceo” que cruza recuerdos, explora paisajes, entabla conversaciones, multiplicando las formas de registro: notas, tomas, filtros, diálogos, etc. El poema entabla un diálogo que se abre al otro, a modo de una “encomienda” para el que está en el encierro de lo inmóvil o de un salvavidas para quien está ahogándose “en los patrones del mar” (p.14).
Así, hay “hojas de brillo que no declinan y espinas que no se cansan” (p.38). Los escombros, por su lado, “hablan / aunque no haya nadie” (p.40). Pero oírlos es un trabajo, una exigencia: “la lengua materna no brota de inmediato /uno se hace hijo de esa madre y de ahí se forja” (p.50). El temblor de la escritura – o el “pulso de la letra” – es una ética incrustada en la escucha de lo frágil: “La levedad de las distancias dispone / que pendamos de un hilo” (p. 50). Podría seguir…Solo me queda invitar a leer lo que se delinea en Playa de escombros. Hay más de lo que pueda decirse aquí, lejanías en que cada uno sabrá reconocerse si se presta atención al temblor del tiempo en el poema.
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Lucas Costa (Santiago de Chile 1988). Becario de la Fundación Neruda (2010). Ganador del Premio Roberto Bolaño 2012. Ha publicado Encomienda (2013) y Playa de escombros (2017).