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"La voz y la memoria.  Antología de la poesía chilena en Canadá"
Santiago de Chile: RiL , 2009, 218 pp.  Luis A. Torres-Luciano Díaz (editores)

Por L. Fernando Veas Mercado*
fveasm@yahoo.ca


Esta Antología de Díaz y Torres trae diez autores, algunos desconocidos para mí, como Espinoza, Nef, Rodríguez, Torres, Serey; otra, conocida sólo parcialmente como Contreras y  en fin cuatro bien conocidos: Díaz, Martínez, Etcheverry y Durán sobre los cuales he escrito en alguna oportunidad.

Cada selección está precedida por un breve comentario de los antologadores; el  volumen se cierra con una breve nota bio-bibliográfica sobre cada autor.

Después de nuestra lectura pensamos que si en alguna parte hemos dicho que la poesía de exiliados tiende a girar sobre sí misma sin importar los años, en estos poemas muchos han salvado la dificultad.

Nuestro comentario trata de escapar a todo impresionismo y,  sin ánimo valorativo, señalar algunos tópicos que, nos parece, deben ser destacados.
 
 Los poemas de esta Antología me han hecho recordar uno  de Jules Supervielle: Oublieuse Mémoire que cito espigando

Memoria, hermana oscura que veo de frente
tanto como lo permite una imagen que pasa

 ¿Estoy aquí, estoy allá? Mis acostumbradas riberas
cambian de ambas partes dejándome errante

O seré más bien ¿sin siquiera  saberlo
Aquel que en la noche no tiene más recurso
que buscar el océano del lado de la fuente
porque lo mejor de la esperanza está detrás de él?

El olvido me rodea y me empuja
Con sus patas de terciopelo   (mi traducción)

En alguna parte, Juan Gelman dice que el primer exiliado fue Dios, porque salió de su creación (y para muchos, si no lo olvidó, se acuerda muy de época en época). Nuestros poetas son exiliados de su patria y de su lengua. Se cumplen en sus poemas los esfuerzos por   recuperar aquélla con ésta. Recuerdo que  en Chile la gente de edad decía “recordar” por despertar; “anoche recordé…estaba oscuro todavía”. Es antiguo: “ Recuerde el alma dormida” …. El poeta despierta a su pasado, lo convoca, lo encanta con la palabra. Y entonces, se produce lo irrepetible, porque ese momento que abre la palabra está cerrado en el tiempo a un presente, brutal a veces.

La palabra  convoca  la memoria, es una ruptura de la realidad y  convierte al poeta en un extranjero y en el demiurgo de sí mismo como en los poemas de Baudelaire El extranjero y en El Heautontimorouménos. Cesura, por su irrupción y apropiación de la lengua y la elaboración de una propia  en la que quedará marcado su yo que – a veces- se examina como si fuera otro; Je est un autre. (Que Etcheverry combate en un poema de su libro Tanger).  El poema preserva la identidad  del hablante que le parece lejana, pero que va a revalidar ante una situación que lo agrede, que es inhóspita, que lo aplasta, o que simplemente es banal o vacía

Nuestros poetas oscilan de la tristeza, melancolía y nostalgia, a la alegría a la ironía y  a una cierta quietud.  Eso nos hace pensar en el oficio, en la escritura y cómo cada uno de ellos la ha enfrentado a lo largo de décadas.  Algunos especialistas hablan de la tensión, propia a la poesía, de su agudo presente,  digo: de esa emoción que salta de la profundidad de la pasión. Las ninfas guardianas de esas aguas vivas en ese antro que figura ya en La Ilíada  y que está al origen del mito de Apolo y la poesía, persisten a lo largo de las épocas. El poeta se acerca a esas fuentes pero si osa aproximarse mucho, se verá sumergido en una especie de maëlstrom del que no podrá escapar. Poner por escrito ciertas vivencias reales o imaginadas, no es fácil y la palabra no siempre perdonará al intruso, al que osa manejarla. La diversa manera y fortuna con la cual estos poetas plasman su voz, con las salvedades que en esta nota no examinamos, los poetas logran arribar. Pero están muy conscientes de sus dificultades, de ese trabajo nunca terminado. Desconfianza de la palabra y de su destreza van parejas con el deseo de lograr un discurso legible y de seguir en esa senda.

 Leyendo estos poemas he recordado: a Hölderlin y lo que dice Heidegger sobre la poesía y sobre todo  a R. M. Rilke que, en la primera de sus Cartas a un joven poeta  dice:  “Entre en usted mismo, busque la necesidad que lo hace escribir: examine si él crece de lo más profundo de su corazón. Confiésese a usted mismo: ¿moriría si le prohibieran escribir? Pregúntese en la hora más silenciosa de la noche: “¿Estoy verdaderamente obligado a escribir? Cave en usted hacia la más profunda respuesta. Si esta respuesta es afirmativa (…): debo, entonces,  construya su vida de acuerdo a esta necesidad”.  No, Rilke no es suave ni complaciente.

Las comparaciones resultan odiosas y, por un prurito de rigor, muchas veces, injustas. Quiero referirme a ciertos aspectos en función del marco que me ofrece la antología,  y que, de alguna manera condiciona y enriela o pretende enrielar mi lectura, trataré de objetivar ciertos rasgos comunes y otros específicos.

En los poetas hay una preocupación por definir su quehacer poético y  su existencia a partir de su acción de escritura. Receta para la creatividad de Contreras y otros poemas ofrecen una visión aparentemente ligera de la tarea pero en el fondo muy aguda.  Blanca Espinoza glosa su poema Algo de mí y ofrece una reflexión sobre el tema y el pensamiento de tantos: la calidad filosófica de la poesía.  Recoge así, un elemento que ha configurado la poesía contemporánea y su crítica.

Los poemas de Durán y  Nef están plasmados en un lenguaje justo y depurado;  la fiel rememoración, aun de lo terrible, está suavemente indicada.  Esas nostalgias, cargadas de un pasado feliz  son recordadas con serenidad en Durán y con un dejo triste y hasta angustiado en Nef se refieren a intimidades y recuerdos familiares fundamentales para la identidad del hablante poético.

Etcheverry, Díaz, Torres, Martínez, Serey, Rodríguez, poseen un tono diferente al de  Nef y Durán,  pero, sin engolada solemnidad, casi al pasar, a veces dan su “opinión” sobre el tópico Arte poética que adquiere notas novedosas y,  no por coloquiales, menos verdaderas. Contreras  en Receta para la creatividad, ya citada, nos dice: “Amase/  una dosis  cualquiera de dolor,/ Mezcle/ con una cantidad/ ligeramente/ menor/ de placer.

Hay diferencias evidentes de escritura. Solamente un poeta, Serey, utiliza medios gráficos para dar fuerza a su expresión y relacionarla con otros modos de poesía, a modo de homenaje, con la de N. Parra.

Los poemas de L. Torres evidencian un examen crítico del pasado como imposible reencuentro y del deseo de desligarse de un ayer que le pena. La escritura lo proyecta a ese pretérito que no acaba de terminarse en su memoria. En  un par de poemas que me recuerdan Maestranzas de noche de Neruda, ese temple se plasma como una pesadilla, más que sueño que aumenta ese estado de ánimo derrotado por la ruptura producida en el pasado evocado. Los poemas, las introversiones del hablante poético están condenadas al fracaso ya que no hay técnicas ni medios de olvidar. El poema no conjura, convoca ese pasado y esa paradoja, esa aporía fundamental es la del  hablante que no puede deshacerse de su pasado para vivir su presente-futuro en plenitud. Problema que no soluciona su ansia de integrarse a este norte y a esta tierra. Desligarse escribiendo, objetivando lo que es el recuerdo de ese sur y esos proyectos arrasados es la única posibilidad, si no, el resto es silencio: : “A veces el olvido se abría ante nosotros/ como una tentación (…) y nos dolía la memoria/ de aquellos tiempos pasado (…) era un dolor impensado/ que nos volteaba los rostros (…) Por eso mismo,/ porque esas memorias eran las mortajas/ que nos impedían/, por eso decidimos olvidar.”  Torres toca un punto al que otros de la antología se resisten: olvidar para no caer en el insomnio, para no castrarse por un exceso de memoria. El Funes de Borges  vive todo sin olvidar nada. Sí, no puede haber memoria sin olvido y esto lo sienten nuestros poetas porque no son Funes, quien no puede distinguir entre pasado presente y futuro. Sí, debemos dormir, pero “recordar” y volver ágiles a la vida. Hay en todos ellos una dialéctica olvido-memoria que nos hace repensar esos propósitos explícitos de Torres y los de los otros autores.

Como el poeta debe usar como mejor pueda la lengua, su recreación del pasado adquirirá volumen gracias al olvido: la memoria es el oscuro recipiente del olvido. Escogemos lo que nos conviene porque la realidad del pasado no debe precipitarse en el vacío. El olvido elimina lo que molesta, limpia la memoria y el poeta puede ser  libre en su escritura y establecer así su relación con la realidad. Todos van a esas fuentes del pasado que rememoran en diversas tonalidades y alturas renaciendo de su pasado. Y será en el proceso de escritura que el hablante poético descubrirá esa fase oculta de sí mismo  y rescatada por esa olvidadiza memoria que reinventa ese pretérito. En realidad, lo que podemos apreciar en los poemas son esos malfamados (en un poema de Etcheverry) estados de ánimo.  Esos estados anímicos anteriores frente al mundo que son reeditados o rechazados para vivir el presente con mayor plenitud. El pasado, a todos, les da ese soplo de vida y de escritura;  el hablante no logra vivir: allí donde habite el olvido. No, no hay olvido

En la mayoría, esa memoria se da como parte de una identidad no perdida; tal vez oscurecida, postergada, dolorosa,   que asoma a cada llamado de ese pasado que convoca la realidad evocada.  Esa fidelidad a ese pasado es la fidelidad al que fueron antes y que, de alguna manera continúan siendo aunque críticos, un poco golpeados pero, de ninguna manera, cínicos. Tanto en Torres como en Rodríguez, Díaz, Etcheverry o Martínez, ese surco profundo que ha abierto el exilio los mantiene vivos. Esa fidelidad  les permite asumir la tarea de todos los días y la escritura es así una conjuración o aceptación del presente en función, casi, del pasado perdido, de esa realidad lejana, irrepetible pero que no  deja de funcionar como una utopía, como un desideratum de vida posible, de verdadera vida por lo que encerraba y por lo que hay en ella de recuperable.  Diré, ahora con Borges que, para ellos: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”

En los poemas de Serey, el poeta es cifra contingente por su poca maestría para plasmar sueños, recuerdos y la realidad. Pero los hay; como Parra, que pueden lograrlo: “En poesía, el + renovador=Parra” (…) Parra saber dar en el clavo de los enigmas/ Que tratan de la vida y de la muerte”. (Nicanor tiene el mensaje).  Caracteriza una actualidad pobre y vulgar,  fundada en el dinero en contraste con: “un ayer/ tan pleno de calidad.  Por eso: “ Nuestra poesía de un estado de peligro,/ De sitio, de letargo está pasando/ @ una vía de desaparición”.

Los poemas  quieren salvar esos recuerdos, valores, dolores y angustias con una escritura sencilla, con un lenguaje de todos los días. Pero tal vez esa manera de escribir es tal vez, una modalidad que comienza a ser “literaria”.  Los que preferían  Neruda o de Rokha  a Huidobro, iban quedando arrinconados por expresiones que, como sucede en poesía, se consideraban usadas, gastadas, manoseadas. Aparecieron más poetas todos con sus estilos inconfundibles o semejantes hasta llegar a Parra pero… estamos asistiendo a la curva final de esa manera de escribir poesía. De Parra a Lihn, a Rojas, de Arteche a Martínez, a Maqueira, a Teillier, a Uribe a Tannenbaum,  a Millán, a tantos otros, la poesía chilena ha buscado y es eso lo que la ha mantenido viva y rica aunque para algunos estemos viviendo una declinación.   Esa reflexión sobre la poesía  está en otros poetas del volumen, a veces al pasar, sugerida o desarrollada, de acuerdo a la factura de cada poema pero está en Martínez, Etcheverry y Díaz que, a diferencia de Espìnoza expresan sus opiniones en el poema y no en glosas.

Sea lo que sea –y no es más que mi opinión- el lenguaje de estos poetas es contrario a todo rebuscamiento. Muchas veces los dolores y penas más agudos como las alegrías y recuerdos más íntimos o familiares, están expresados en frases depuradas de pose, en un decir sencillo, por eso, hondo, desgarrador a veces; Rodríguez no olvida:  “¿Qué fuegos volviste a encender esa última madrugada de agosto Nelson:/ ¡El bofetón de tu torturador/ la caricia de una amante/  (…) ¡Qué voy a hacer con tus zapatos/ ahora que te fuiste?    Esa nostalgia del ser querido es paralela a la del militante caído en una batalla por los ideales de ese pasado tan presente como en el poema a Nilton Santos de Etcheverry: “Volveremos a ver tu rostro/ en la primera concentración que hagamos en el centro”.

El recuerdo de cada poeta, es intransferible. La memoria en la cual se inserta, puede contradecirlos pero, no por eso, los eliminará. Si se originan en un momento histórico, no es menos cierto que muchas veces los rebasan o simplemente, quieren escaparse de él.  Está entre memoria y olvido y eso, ya San Agustín lo había dicho en el famoso  capítulo sobre la memoria de sus Confesiones.

Esos recuerdos, a pesar que provienen de una vivencia dolorosa, triste o trágica, se van embrumando y muchas veces  se desvanecen; caen en el olvido de donde serán recuperados..

Si el olvido es para algunos, contrariamente a otros, “una condición del estado poético”, para otros, es la memoria; decir es objetivar lo no existente que hace olvidar la visión inmediata de lo que la palabra evoca. En los poemas de Díaz, Martínez y Etcheverry, los elementos reales y los hechos son obstáculos de una vida plena; se ve otra cosa a través de ella: las gaviotas, que, como en la canción, están lejos del mar…esperando un milagro; los árboles, que se degeneran,  los automóviles, los seres son antimetáforas de otros que recuerdan un pasado agitado, pero rico o  ilusionado de plenitud  que hoy es una vida gris que hay que luchar y en la cual la única protección o asidero, como dice Díaz,  es: “la poesía y la literatura son nuestros paraguas”. Y el hablante recuerda esa mítica Nan Madol porque, a pesar de todo, o tal vez por eso, lleva en sí mismo: “Y Nan Madol estará en nosotros y nosotros en Nan Madol”. En varios poemas de Díaz, el hablante confronta el pasado con el presente de manera lúcida pero leal: “Queríamos ser libres…”  y finalmente: “La libertad devino en el poder de ser o no ser; Y es hora que vayamos saliendo/ de este tugurio mental/  La hora de la redención se acerca./ Permitámonos el lujo de soñar un poco/ digamos no al teléfono,…y hablemos cara a cara…reventemos las inhibiciones/ y hablemos de la luz”

 El hablante poético en Martínez quiere: “pronunciar la memoria”, que está en su cerebro como un cuchillo. En un poema, ese ángel  azul que lo mira en medio del tráfago de la realidad en la que su espíritu desarticulado vaga, es, para mí, como El Ángelus Novus, de esa pintura de la que nos habla W. Benjamin: el ángel de la historia), el ángel lo mira y desaparece  y termina: “Pensaba no obstante en el misterio de la luz/ y buscaría nuevamente el encuentro de esa  mirada silenciosa”, como quizás reescuchará: “una voz que canta, melancólica, tenue/ que quizás se haya apagado, que quizás ya no cante”  y como dice en otro poema: “ aunque el poeta mismo se desplaza, / ciego Como el viejo Edipo”.  La aparición  del ángel azul es la confirmación que ese pasado existió y termina: Estos poetas buscan y por eso, en varios poemas de Díaz y Etcheverry caminar y la imagen de las calles son recurrentes.
 
Si el hablante poético en Etcheverry añora a los rebeldes en el poema  El rebelde, imagen de un posible Cristo,  también evoca a los que, exiliados aún conservan el fuego sagrado y que estoicamente se proponen seguir su tarea evocadora  a pesar de todo: que siga tocando la banda/ aunque los músicos estén cansados/ aunque el público esté distraído/ aunque les importe un bledo/ …aunque haya cuatro pelagatos …que siga tocando la banda/ que siga tocando”.

 En el poema Exiliados  el hablante está en la perspectiva de lo que quedaron en el lugar añorado: “Nos dijeron que se iban/ que muy pronto volverían” / Alegrémonos por ellos, los que se van/ los que no verán sus alas cortadas/ ni sus ojos cegados”.   Decir no escuchado, sí imaginado por ese que partió y necesitaba eso al partir pero que tal vez luego no fue así. Sólo puedo ver este poema como el de un yo que cumplió su tarea, que hizo lo que había que hacer cuando había que hacerlo. Y digo esto pensando no en un sentimiento de culpa, como lo hay en la poesía de otros, de culpa por haberse salvado, por no haber sufrido lo que otros. No, no creo que es una autoabsolución sino  justamente lo contrario: la asunción de ese desgajarse, para siempre de un lugar y de su pasado.

Si en ese recuerdo el terrible drama chileno está muy presente aun en poemas que no lo mencionan ni de soslayo, la situación de escritura depende de ese hecho histórico. Cuando Adorno dijo que no era posible escribir poesía después de Auschwitz se comprendió lo que quiso decir. Rectificó eso después, ya que no sólo era posible, sino que aceptar esa afirmación era continuar con la tradición romántica del poeta y la poesía: la exaltación del poeta y su obra que culminará en la tentativa de Heidegger de disolver la responsabilidad histórica del horror del nazismo y no me refiero sólo a los judíos. Nuestros poetas también han escrito contra la muerte, su poesía, se abre paso en esa maraña testimonial; es una necesidad escribir para ellos, es un intento por testificar por el testigo que no puede hacerlo, por ese al que ya nadie puede pedir perdón. Nuestros poetas escriben en la misma lengua en la que se torturó, se burló y se sigue mintiendo.

Tratan de alejarse de un modo de poetizar, se insurgen contra los modelos arcaicos para ellos pero que están en su lengua, incluso contra los ejemplos prestigiosos. El problema es que, como en un poema de Celan: víctimas y verdugos se nutren de la misma lengua.

Pero no creamos que el poeta está ensimismado; el lenguaje implica la alteridad, nadie habla sólo para sí, aun en esos casos, hay un desdoblamiento y el hablante se siente como dos, habla a su Otro yo que lo comprenderá mejor que nadie. Pero habitualmente, hablamos, poetizamos para el otro: diálogo posible, imposible, tenso ya no neutro o frívolo. El poeta lanza un mensaje y se muestra podrá mostrarse en ese  corte del lenguaje habitual, no por esotérico o exquisito, sino porque un hablante libre desvía la lengua hacia su propio molino y, mientras más se aparte, más significará, mejor encontrará su realidad y la dominará.

Varios poemas de esta antología implican esa búsqueda de un lenguaje propio que, actualizando el pasado o recreándolo imaginativamente o haciendo intervenir la fantasía, quiere devolver al poeta su equilibrio perdido por la carencia que quiere recuperar lingüísticamente su memoria.

A raíz de la segunda guerra mundial, mucho se ha escrito sobre el trabajo de memoria y del olvido. El Leteo es ese mítico río del olvido. La palabra Aletheia significaba verdad para los griegos; así, la verdad deriva de lo que no se olvida o de lo que no debe olvidarse. La filosofía ha buscado la verdad en la memoria y el recuerdo, en el no olvido pero luego ha sospechado que una parte de la verdad está en el olvido. Éste se plasmó en metáforas o comparaciones con el viento, el desierto; la escritura en la arena o en el agua: las palabras vuelan, lo escrito queda.  El que se duerme, olvida, como hemos dicho antes: el poeta es el que despierta porque el que no duerme, es el insomne que no puede olvidar. Y se piensa que ya no olvidaremos y confiamos eso a una máquina que con una tecla puede borrar todo; recuérdense también los  incendios, desde la biblioteca de Alejandría hasta los autos da fe; quemazones de libros. Pausanias cuenta cómo en ciertos misterios, se bebía el agua del Leteo y luego la de otro río para comenzar otra vida.. El olvido está en el libro once de La Odisea y en un episodio de La Eneida, en el libro VI. Anquises, padre de Eneas,  le dice cómo las sombras: “beben en la tranquila corriente del Leteo el completo olvido de lo pasado”   “las aguas quietas y largos olvidos”.

Los poetas, más que los historiadores, velan por la memoria; no sólo por su identidad como personas, sino por la de la …patria… ¿o, mejor, realidad? Podríamos hacer una memoria del olvido oficializado en expresiones, actos y textos que tratan de reacomodar la historia pasada a la realidad: racionalización se llama eso. Guardando las proporciones, nuestra hora 0, es también una especie de hora 25: aquella que marca un fin o lo excesivo, la salida de la historia o un comienzo, por ahora, difícil aún. A pesar de todo, nuestros poetas no vinieron: “para morder olvido”, hay en ellos ese apretón del corazón por un país desaparecido que no logran olvidar. Los causantes de la tragedia, ellos olvidan rápidamente.

Sí, no todos procesan su recuerdos de la misma manera pero el puro hecho de evocar les hace ser fieles a una identidad y  persistir en su hablar: la voz que no existe sin memoria ni ésta sin aquélla es la imagen misma del poeta que lo es por la palabra, porque no debe, porque no puede no decir su palabra; porque, como dice S. Quasimodo:  “el poeta no olvida”.


* * *



* L. Fernando Veas Mercado, Profesor de Estado por la Universidad de Chile,  Ph. D., Université Laval, Québec.  Ha ejercido la docencia  en  la Universidad de Chile,  Valparaíso, desde 1966 a 1973;  en la Universidad Laval entre 1974 y 1981 ; en  la Universidad de Ottawa entre 1982 y 1987 y en la  Universidad de Carleton entre 1981 y 2000. Ha publicado artículos en Revistas de Chile, USA, Canadá , México y  Perú sobre teoría, poesía , teatro poesía y novela hispanoamericanas. En Eseca Unam ha dado cursos sobre cuento hispanoamericano, escritura creativa, sobre el cuento hispanoamericano,  la poesía de Pablo Neruda, Don Quijote y La narrativa de G. García Márquez. Ha dado numerosas charlas y conferencias  sobre autores hispanoamericanos y ha presentado varios libros y autores en Ottawa y Gatineau.

 


 

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"La voz y la memoria. Antología de la poesía chilena en Canadá".
Santiago de Chile: RiL , 2009, 218 pp. Luis A. Torres-Luciano Díaz (editores).
Por L. Fernando Veas Mercado