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Poetizando con libertad
"Léxico de Fuego" de Lila Díaz. Ediciones del Temple 2001
El Mercurio, 29 de marzo de 2001
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Nieta, sobrina e hija de poetas, Lila Díaz trata de hacer un trabajo independiente pero sin jamás negar la importancia de su parentela literaria, que incluye las rotundas presencias de las poetas Teresa Calderón, Lila Calderón y, cómo no, de su abuelo. “Contrario a lo que muchos piensan, no siempre se tiene el camino pavimentado por pertenecer a una familia de escritores. Muchas veces hay que hacerse cargo de antipatías, prejuicios y agresiones que no tienen nada que ver con tu obra. Cuesta instalarse con una voz propia”, dice Lila.
Prolífica, a los 24 años publicó su primer libro, “Cacería” (RIL), donde desplegaba un imaginario vinculado a la experiencia femenina del erotismo. Este trabajo fue como su presentación en la sociedad literaria, por eso el lenguaje estaba rigurosamente vigilado. La actual obra, en cambio, corresponde a un periodo de relajación, de madurez y de mayor libertad en las formas: “En este libro, al fin me pude relajar, ya no me preocupa que dirá la gente acerca de lo que escribo, lo que es típico en el debutante. Ahora me siento con mayor libertad para decir y hacer”.
Parte de esa libertad poética es atribuible a sus desplazamientos interdisciplinarios. Diseñadora de profesión, Lila aprendió a hacer vitrales medievales, trabajo que ha desempeñado paralelamente al ejercicio poético desde hace años y que exhibió durante febrero en la Fundación Neruda.
“El trabajo de los vitrales esta íntimamente conectado con la poesía, porque son procesos creativos vinculados al desarrollo de las ideas. Al trabajar en un texto, las palabras gatillan una emoción, lo mismo sucede al armar el vitral. Cuando estoy cortando el vidrio y decidiendo con respecto a las formas, a los colores, a los volúmenes, siento lo mismo que cuando elijo las palabras o los silencios que van a ir en un poema. Muchas veces, a1 enfrentar un vitral estoy pensando en un verso”.
A la poesía llegó naturalmente, como se llega a una edad biológica. Lectora desde la infancia -“en mi casa hojeaba libros como quien hace zapping en la televisión”- comenzó escribiendo cuentos: "Me gustaba contar historias. Desde chica ese fue el pasatiempo de mi familia. Competíamos en quién contaba la historia más increíble, más macabra o mas absurda”.
Cuando salió del colegio, se acercó a los talleres de Teresa Calderón. Unas pocas sesiones bastaron para convencerla de que había llegado el momento de escribir poesía: “De pronto me di cuenta de que ése era el lenguaje que más me acomodaba para decir lo que tenía que decir. Conocí a los hoy llamados poetas jóvenes, y comenzó a resultar mucho mas fácil acercarse a la poesía”. Luego participó en otros talleres, en la Fundación Neruda y con Raúl Zurita en la Corporación Cultural de Las Condes. Este aprendizaje, más que para forjar identidades o consolidar influencias, le sirvió para madurar.
“Léxico de Fuego” (Ediciones del Temple) es -según su autora- un libro reflexivo, que si bien retoma en algunos pasajes el tópico de “Cacería”, se extiende sobre otras esferas, como el hacer poético propiamente tal.
“Creo que a estas alturas tengo más herramientas para la poesía. Frente a la tragedia de uno como creador, frente a otros creadores, estos versos logran hacer una reflexión más profunda acerca de la soledad, del abandono de sí mismo y de los artificios del lenguaje y de la poesía. Me interesó sobre todo este último tema, porque creo que es una cuestión muy macabra, en tanto presenta a los poetas como un producto casi de exportación. Hoy, los creadores jóvenes están como obligados a entrar a una carrera por el oficio, a una carrera atlética, muy agotadora. En este libro hay mucha reflexión sobre este asunto”.