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Las joyas del golpe

Por Pedro Lemebel
Publicado en revista Punto Final - 2 de enero de 1998


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Ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera, con un balcón con vista al ancho mar. Un país dibujado como una hilacha en el mapa, como una aletargada culebra de sal, que despertó un día con una matraca en la frente, escuchando bandos gangosos que repetían: "Todos los ciudadanos deben guardarse temprano al toque de queda y no exponerse a la mansalva terrorista". Sucedió los primeros meses después del once, en los jolgorios victoriosos del aletazo golpista, cuando los vencidos andaban huyendo y ocultando gente y llevando gente y salvando gente. A una cabeza uniformada se le ocurrió organizar una campaña de donativos para ayudar al gobierno. La idea, seguramente, copiada de "Lo que el viento se llevó" o de algún panfleto fascista, convocaba al pueblo a recuperar las arcas fiscales colaborando con joyas para reconstruir el patrimonio nacional, arrasado por la "farra upelienta", decían las damas rubias en sus té-canastas, organizando rifas y kermeses para ayudar a Augusto, para sacarlo adelante en su heroica gestión. Para demostrarle al mundo entero que el golpe sólo había sido una palmada eléctrica en la nalga de un niño mañoso. El resto eran calumnias del marxismo internacional, que envidiaban a Augusto y a los miembros de la junta, porque supieron ponerse los pantalones y terminar de un guaracazo con esa orgía de rotos. Por eso, si usted apoyó el pronunciamiento militar, vaya pronunciándose con algo, vaya poniéndose con un anillito, con un collar, lo que sea. Vaya donando un prendedor o la alhaja de su abuela, decía la Mimí Barrenechea, la emperifollada esposa de un almirante, la promotora más entusiasta con la campaña de regalos en oro y platino que recibía en el Palacio de Bellas Artes, en la gala organizada por las damas de celeste, verde y rosa que corrían como gallinas cluecas recibiendo los obsequios. A cambio, el gobierno militar entregaba una piocha de lata, fabricada en la Casa de Moneda, por la histórica cooperación. Porque con el gasto de tropas y balas, para recuperar la libertad, el país se quedó en la ruina, agregaba la Mimí para convencer a las mujeres ricachas que entregaban sus argollas matrimoniales a cambio de un anillo de cobre, de Chuquicamata, que en poco tiempo les dejaba el dedo verde como un mohoso recuerdo de su patriota generosidad.

En aquella gala estaba toda la prensa, aunque sólo bastaba con "El Mercurio" y Televisión Nacional mostrando a los famosos que hacían cola para entregar el collar de brillantes que la familia guardó por generaciones como cáliz sagrado, le herencia patrimonial que la Mimí Barrenechea recibía emocionada, diciéndoles a sus amigas aristócratas: "Esto es hacer patria, chiquillas". Les gritaba eufórica a las mismas veterrugas de pelo ceniza que la habían acompañado a tocar cacerolas frente a los regimientos, las mismas que la ayudaban en los cócteles de la Escuela Militar, en el Club de la Unión o en la misma casa de la Mimí, juntando la millonaria limosna para el ejército. Por eso, por aquí Consuelo, por acá Pía Ignacia, repiqueteaba la señora Barrenechea llenando las canastillas timbradas con el escudo nacional, y a su paso simpático y paltón caían las zarandajas de oro, platino, rubíes y esmeraldas. Con su conocido humor encopetado pero dicharachero, imitaba a Eva Perón arrancando las joyas de los cuellos de aquellas amigas que no las querían soltar. Ay, Pochy, ¿no te gustó el pronunciamiento? ¿No aplaudías tomando champán el once? Entonces venga para acá ese anillito que a ti se te ve como una verruga en el dedo artrítico. Venga ese collar de perlas, querida, ese mismo que escondes bajo la blusa, Pelusa Larraín, entrégalo a la causa.

Entonces, la Pelusa Larraín picada, tocándose el desnudo cuello, que había perdido el collar finísimo que le gustaba tanto, le contestó a la Mimí: Y tú linda, ¿con qué te vas a poner? La Mimí la miró, descolocada viendo que todos los ojos estaban fijos en ella. Ay, Pelu, es que en el apuro por sacar adelante esta campaña, ¿me vas a creer que se me había olvidado? Entonces da el ejemplo con este valioso prendedor de zafiros, le dijo la Pelusa, arrancándoselo del escote. Recuerda que la caridad empieza por casa. Y la Mimí Barrenechea vio con horror chispear su enorme zafiro azul, regalo de su abuelita porque hacía juego con sus ojos. Lo vio caer en la canasta de donativos y hasta ahí le duró el ánimo de su voluntarioso nacionalismo. Cayó en depresión, viendo alejarse la cesta con las alhajas, preguntándose por primera vez, ¿qué harán con tantas joyas? ¿A nombre de quien está la cuenta en el banco? ¿Cuándo y dónde sería el remate para rescatar su zafiro? Pero ni siquiera su marido almirante pudo responderle. La miró con dureza, preguntándole si acaso tenía dudas del honor del ejército. El caso fue que la Mimí se quedó con sus dudas, porque nunca hubo cuenta ni cuánto se recaudó en aquella enjoyada colecta de la Reconstrucción Nacional.

Años más tarde, su marido la llevó a Washington por razones de trabajo y fueron invitados a la recepción en la embajada chilena por la recién nombrada embajadora del gobierno militar ante la OEA.

La Mimí, de traje largo y guantes, entró del brazo de su almirante al gran salón lleno de uniformes que relampagueaban con medallas y flecos dorados y condecoraciones tintineando como árboles de Pascua. Entre todo ese brillo de galardones y perchas de oro, lo único que vio fue un relámpago azul en el cogote de la embajadora. Y se quedó tiesa en la escalera de mármol, tironeada por su marido que le decía entre dientes, sonriendo, en voz baja, ¿qué te pasa, tonta? Camina que todos nos están mirando. Mi-za, mi-zafí, mi-zafifi, decía la Mimí tartamuda, mirando el cuello de la embajadora que se acercaba sonriendo a darles la bienvenida. Reacciona, estúpida, qué te pasa, le murmuraba su marido, pellizcándola para que saludara a esa mujer que se veía gloriosa vestida de raso azulino con la diadema temblándole al pescuezo. Mi-za, mi-zafí, mi-zafifi, repetía la Mimí a punto de desmayarse. ¿Qué cosa?, preguntó la embajadora sin entender el balbuceo angustiado de la Mimí, hipnotizada por el brillo de la joya. Es su prendedor, que a mi mujer la ha gustado mucho, le contestó el almirante sacando a la Mimí del apuro. Ah, sí, es precioso, es un obsequio del comandante en jefe que tiene tan buen gusto. Me lo regaló con el dolor de su alma porque es un recuerdo de familia, dijo emocionada la diplomática antes de seguir saludando a los invitados.

La Mimí Barrenechea nunca pudo reponerse de ese shock. Esa noche se lo tomó todo, hasta los conchos de las copas que recogían los mozos. Y su marido, avergonzado, se la tuvo que llevar a la rastra, porque para la Mimí era necesario embriagarse para resistir el dolor. Era urgente curarse como una rota para morderse la lengua y no decir ni una palabra, no hacer ningún comentario, mientras veía -nublados por el alcohol- los resplandores de su perdida joya multiplicando los fulgores del golpe.


 

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