Despelucada por la historia, la leyenda del
toqui pareciera confundirse en el ramaje difuso de una Biblia patria, de
una bitácora testimonial donde impuso su verdad el puño del alfabeto
castizo. Entonces, relatar un nombre o desterrar a un personaje
autenticado a medias, relatado a la distancia por la crónica oportunista
del lego español, supone articular esa distancia y relativizar las
versiones que han hecho de su existencia un mito, una fugaz presencia
entre el humo, los alaridos y la espesa vegetación donde se dió la
Guerra de Arauco. Supone quizás, dudar de las estampas literarias que
sólo lo autentican por su valentía y arrojo "cabalgando de capa roja en
el potro blanco de Pedro de Valdivia, con la ropa interior del
conquistador en la punta de la lanza, aseguraba que él le había dado
muerte" al centauro de lata y por eso las prendas íntimas de Peyuco eran
su botín con olor a pata, peo, poto y verijas del extranjero; relata
Encina, sugiriendo algo más que la relación de conquistador a
conquistado. Tal vez, reiterando el cuento de dioses blancos vestidos de
sedas, cueros y metales que deslumbraron al rotoso pueblo
araucano.
Es difícil hacer una crónica de este
personaje sin contaminarse de la imprecisa narrativa que corre sobre
Caupolicán, la suma de supuestos, imposibles de verificar, o la vocería
popular del chisme donde se reconstruyen cientos de caupolicanes que
orillan la caricatura, el drama o el chiste. Y en último caso, el
sospechosos argumento que cuenta Ercilla, el autor de "La Araucana", el
Poema de Chile, que metaforiza empalagosamente la bravura y el ingenio
viril del pueblo mapuche. Pero el lírico Alonso solo estuvo de paso por
estos peladeros, tiempo insuficiente para bordar su admirado tapíz épico
en que se fundamentaban casi todas las versiones oficiales que
historizan la derrota de un pueblo arrasado por la conquista. Y
pareciera que esta poética reconstrucción de la masacre fuera el mejor
argumento europeo para mirar literariamente la historia. Pareciera que
la historia que se enseña en los colegios acentuara el hilado estético
que suaviza los hechos y ponderara como en un cómic didáctico, "la
gallardía, y la masculinidad tan recia y reacia del alma araucana"
(Ercilla).
Actualmente, es difícil imaginar al toqui
guerrero sin estropear su nublado perfil con las alabanzas de los
cronistas de la Conquista que redoblan su propio narciso al ponderar
mariconamente la hombría mapuche. Según Encina: "La sicología reciamente
varonil, movió al araucano a admirar a los soldados españoles que
sobresalían por su intrepidez y empuje". Con estas citas se podrá
escribir una versión gay de la Historia de Chile, digo gay porque me
refiero a esa homosexualidad que se da entre machos: el gallito, ese
juego tan popular que traviste en ejrcicio de fuerza la excusa para
cogerse las manos (E. Muñoz). Pero este baile del guapo a guapo,
tangueando la conquista y que nos enseñaron en el colegio, escribe
solamente un tratado hombruno de la historia, un espejo de machos
obcecados rivalizando un territorio, peleando la administración del mapa
americano. Un territorio como una cancha de fútbol o chueca donde la
mujer mapuche sólo aparece mencionada en saqueos y violaciones o en la
cruza mestiza del urgimiento boludo del fauno español.
Quizás resulta complejo adentrarse
documentadamente en el triste relato de Caupolicán, alabado por los
laureles maruchos de Ercilla, y por lo mismo, castigado por la
caricatura del empalamiento que lo atraviesa enculado por la pica del
coño en la violencia del tormento que todos conocemos. Tal vez, es
irónico pensar que por este castigo los vientos orales lo recuperan y lo
transforman en una versión de San Sebastián chileno sodomizado por
terquedad. "Están tan emperrados con este mal indio de Caupolicán, que
otro día envió a decirme que, aunque fuese con tres indios, me había de
matar; y aun desafiándome en forma como si fuera hombre de gran punto".
(Carta al rey por García Hurtado de Mendoza). Tal vez, cualquier
suplicio, común en esos días, no hubiera bastado para trasladar la
epopeya del toqui hasta nuestro tiempo. Y tuvo que ser el empalamiento,
el cuento morboso que lo traslada humillado en lo más íntimo. En lo más
resguardado del macho, la gruta anal donde sintió hondo la pica
rajándole el orto, la entraña y la intestina. Sin exclamar ni un ay, sin
decir agua va, sin mover un músculo, el valiente indio soportó el
suplicio. Se dice, se cree. Y pareciera que de este calvario sin llanto,
se valen los cronistas y frailes copuchentos, para ensalzar la caradura
del indio... o mejor dicho, su rajadura.
Puede ser peligroso componer una estampa del
héroe de Millarahue, el generalísimo Caupolicán, luego de tanta leyenda
sobre una minoría étnica que no le dio entrevistas a la historia. Y que
con respecto al gran toqui, su popular y conocido retrato, la escultura
que está en el cerro Santa Lucia, fue una copia de un souvenir vendido
en París y que en ese entonces representaba al último mohicano. Así, si
no existe una versión mapuche de su propia historia, y solo la oralidad
de su lengua lo guarda y encapulla con el celo de su atávico secreto,
¿desde dónde extraer su autoría? ¿Desde qué memoria se podría reafirmar
o desmitificar la cárcel extrema sobre la virilidad semental que acuña
el escrito castellano? ¿Desde qué retazo, mestizado por cierto, habría
que nombrarlo hoy? Quizás para esto, deba acudir a mi propia biografía
colihue o colipán y actualizar la memoria desde mis juegos eróticos con
hijos de panaderos en la lejana adolescencia de mi india población. Es
posible que desde esas relaciones íntimas y secretas que tuve con mi
pueblo y que permanecieron calladas y clausuradas en su mutismo
ancestral. Pero ese es otro capítulo privado, tal vez necesario para
ahondar un poco más sobre la actual masculinidad de nuevos caupolicanes,
más altos, más claros, con jeans y personal stereo que se llaman Boris,
Walter, Gonzalo o Matías y que bajan la voz cuando dicen su apellido
mapuche, escondiendo timidamente las cenizas castigadas de su brava
estirpe.
(Fragmento del libro
NEFANDO Crónicas de un pecado)