De escrituras urbanas y
grafías corpóreas que en su agitado desplazamiento discurren su
manuscrito. La ciudad testifica estos recorridos en el apunte peatonal
que altera las rutas con la pulsión dionisiaca del desvío. La ciudad
redobla su imaginario civil en el culebreo alocado que hurga en los
rincones del deseo proscrito. La ciudad estática se duplica móvil en la
voltereta cola del rito paseante que al homosexual aventurero convoca.
La calle sudaca y sus relumbros arribistas de neón neoyorkino, se
hermana en la fiebre homoerótica que en su zigzagueo voluptuoso
replantea el destino de su continuo güeviar. La maricada gitanea la
vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña,
ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos,
marmoleados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus
presas. La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que
en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city
puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante
se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago
consume. Más bien lo plagia, y lo despide en el disparate coliza de ir
quebrando mundos, como huevos, en el plateado asfalto del entumido
anochecer.
Acaso tal despliegue de
energía no se place sólo en el amancebado culeo del pretérito encuentro.
La flama busquilla de la marica relampaguea siempre en presente y
equivoca su captura en el espejo cambiante de su sombra. La ciudad se lo
perdona, la ciudad se lo permite, la ciudad la resbala en el taconeo
suelto que pifia la identidad con la errancia de su crónica rosa. Una
escritura vivencial del cuerpo deseante, que en su oleaje temperado,
palpa, roza y esquiva los gestos sedentarios en los ríos de la urbe que
no van a ningún mar. Un carreteo violáceo del patinaje, la yirada, el
vitrineo o el cambiarse de local en cada vuelta de esquina, y este
despiste, esta mariguancia teatrera, es el viso tornasol que dificulta
su fichaje, su cosmética prófuga siempre dispuesta a traicionar el
empadronamiento oficial que pestañea al compas de los semáforos
dirigiendo el control ciudadano.
La vida en la city moderna,
traiciona el avatar sorpresivo del instante con las sendas
planificadasde su calendarizado tedio. Para la loca, el mañana es un
cuento demasiado literario que la sumerge en un bostezo aburrido. El
minuto futuro que hace correr al oficinista para ver el noticiario, es
un aguachento después que ella sabe, conoce su olor reiterado que la
detiene a pensar-se, a darse cuenta de lo que es, a sentar cabeza como
le decía su padre. Una depre que estanca su intensidad movediza y la
fija al territorio de la ideología sujetándola a la cínica civilidad,
como un insecto pegado a un papel matamoscas. Quizás, la ideología tenga
que ver con la búsqueda de la piedra filosofal, la joya auténtica, o ese
fulgor de lucidez por el que los hombres venden hasta su madre. Pero a
estas alturas del siglo, "los diamantes ya no son eternos", y el
príncipe no era tan valiente, era pura pantalla su lucha utópica con el
dragón de la injusticia, era puro bluf su cuento de la defensa del
débil, y al final terminó enredado en las sábanas neoliberales del
"gigante egoista". Al final, la princesa tuvo que apechugar con las
causas perdidas. Y de pérdida en pérdida, siguió machacando sola la
ruindad burguesa que enmugrece las calles. Huérfana de norte y sueños
sureños, la loca desprecia la brújula. Su destino engalana el deseo y lo
hierve acalorado en las púas del eriazo. La marica, allí, cree que lo
encuentra y lo mama, lo atraca y lo deja partir apenas archivado en su
abanico manoteado de abrazos.
El despiste arrebata su
huella del mapa vigilante, la desaparece el rápido volaje del "casi no
me acuerdo" que repite apurada. El mismo casi recién de esa escena
olvidada en el chupeteo glande llenándole la boca. Esa boca loca del
placer lenguado que sorbe pero no traga. Esa boca nómade que garabatea
las vocales de un sexo urbano con la baba de la beba sodomita. Así, de
falo en falo, la acrobacia de la loca salta de trapecio en trapecio.
Apenas cebado un hombre, lo suelta para repetirse incansable "no al
amor, sí al casi ni me acuerdo". La memoria maricola es tan frágil en el
cristal de su copa vacía, su vaga historia salpica la ciudad y se
evapora en la lujuria cancionera de su pentagrama transeúnte.