UNA MESA EN LA ESPESURA DEL BOSQUE / Carlos López Degregori
Lima: PEISA, 2010
Por Luis Fernando Chueca
En “El molino”, cuarto poema de la primera sección de Una mesa en la espesura del bosque leemos: “Debo saltar como si me lanzara a un río interminable : / el cuerpo tarda en caer / y yo escucho ruidos y golpes del agua / en la boca del molino / que me aguarda entreabierta”. Luego añade: “Esas eran las reglas inexorables para entrar”. ¿”para entrar”? ¿Adónde? ¿Un hombre que se arroja inevitablemente a un abismo?, ¿un suicida dispuesto a ser reducido a polvo?, ¿alguien presto a entrar en una “pieza oscura” (para usar el título de Lihn)? El manejo de las imágenes, que permite superponer a la mención del molino varias otras capas de sentido, nos lleva a establecer un motivo que me interesa particularmente en tanto es posible proponerlo como eje de todo el libro o al menos como una de sus posibilidades de lectura: la entrada a “una habitación que guarda zonas desconocidas”, como dice luego el mismo poema. “Desconocidas / a pesar de haberla recorrido tantas veces”, añade. Se penetra así en un mundo conformado por palabras que, como estas, provocan un escalofrío o un deslumbramiento. “El cuerpo tarda en caer”, dice el poema. Suspendido en ese vacío, el hablante se mira, se percibe cayendo y percibiendo su caída en ese instante. El sujeto abismado y abismándose.
Varios otros poemas en el libro nos enfrentan a situaciones semejantes. En “Arrojo”, leemos: “salto / y mientras caigo me pregunto / quién tocará primero el suelo”. La pregunta remite al propio hablante del poema o a la piedra que “un día dejó su naturaleza / y por una razón inhumana se detuvo conmigo”. Otra vez somos conducidos al vacío, al abismarse, como el de los simblegadios de otro de los textos, o el aludido en “Los escondites”, en que se habla de “mi cuerpo desprendido en el aire ominoso”. En “Los ojos de agua”, el sujeto que aguarda “como el mejor cazador” dice: “Me oigo respirar, me oigo esperar”. No se trata aquí de una caída vertical como la figurada en los casos anteriores, pero sí del foco puesto por el hablante sobre sí mismo en un trance crucial.
Una mesa en la espesura del bosque representa esa confrontación con el límite y en el límite. A partir de ello, el hablante poético, en los diversos textos del conjunto, se sitúa más allá de la frontera en que ven suspendidas las sensaciones de lo cotidiano para asumir el reto de lo indecible, la confrontación con “lo que no se debe mirar”, como apunta otro de los poemas. La construcción de un espejo deformante que, paradójicamente, nos devuelve una imagen más honesta o verdadera. Desde esos “espacios”-y soy consciente de que utilizo un término convencional (“espacio”) que no hace justicia a aquello que debiera referirse con palabras exactas e inmodificables-, Carlos López Degregori emprende la recuperación del otro que inevitablemente nos habita. O mejor, de lo otro que representa ese lado más allá suspenso en el vacío. Así hace posible la emergencia de lo olvidado, de las obsesiones, del deseo impronunciable, del gesto proscrito: aquello que inexorablemente se confronta con la tranquilidad y la rutina. Y entre ello, lo animal que nos constituye y habita inscrito en la piel humana. Lo animal que, quizá por eso, dibuja los contornos de este libro que le consagra su primer y su último poema.
La dinámica a la que he intentado aproximarme supone irremediablemente el desdoblamiento, la duplicación, el hallazgo del doble: el reconocimiento de uno mismo, por ejemplo, en “los ojos atravesados de turbulencias” del “pequeño animal de alivio”; en el extraño ser de “garras marcadas con cicatrices” que acerca su rostro a la ventanilla donde el sujeto poético, a 30 000 pies de altura, intenta dormir; en el gesto repetido del pintor que pidió que le confeccionaran una muñeca, réplica y simulacro urgente de la mujer que lo ha abandonado, y a quien vemos, en “Espejo de mi paciencia”, peinándola inacabablemente como quien pretende organizar un lenguaje de “fulguraciones / en la penumbra”, el único posible en ese extremo. Y podríamos seguir enumerando motivos, miedos, temblores que desnudan las pieles debajo de piel y el oscuro asombro de atreverse a reconocerlas. La fascinante imaginería tejida en estas páginas es simultáneamente turbia y luminosa, cruel y enternecida, carnal y evanescente. Acompaña y hiere, estremece y perturba, ilumina y oscurece.
Recuerda Cirlot en su Diccionario de símbolos que, para Jung, “los terrores del bosque simbolizan el aspecto peligroso del inconsciente, es decir su naturaleza devoradora y ocultante (de la razón)”. Algo de esto podemos reconocer en Una mesa en la espesura del bosque. A través de sus cautivantes y estremecedores poemas, nos acerca a eso inaprehensible para intentar develarlo. Para ello la mesa en el bosque. La mesa, por supuesto, representa la escritura; es decir la voluntad de exhumación de lo oculto, de liberación de lo segado (con “s”), quizá de retorno de lo reprimido. Sin embargo, la misma mesa en que se pretende mostrar ese otro lado que, por su parte, tanto se esmeró Martín Adán en evitar al destruir los manuscritos de su Aloysius Acker (unos de cuyos versos -o restos- emblemáticamente Carlos López Degregori cita en la nota final del libro: “Solo tú me eres idéntico”)…; esa misma mesa que representaría el intento exhumador o evidenciador se ve enfrentada a la imposibilidad, pues siempre habrá más allá zonas indecibles, inexpugnables, inabordables al margen de las imágenes que aquí articulan un pensamiento otro. La poesía, pues, como asombrosa derrota del intento cognoscitivo, y por ello mismo, puerta abierta o, mejor, grieta hacia otras vías de comprensión. El sujeto poético de Una mesa en la espesura del bosque, representante textual del poeta, lo sabe, por supuesto, y por ello entrega estos incandescentes atisbos como evidencia de su recorrido, no como disquisiciones razonadas ni menos como respuestas. Estaciones del mirar-se en que la luz y lo neblinoso, unidos, nos acercan al reverso necesario. Quizá por eso, también, en el poema que da título al libro, la mesa no es mesa de escritura sino mesa de comer, pero de abyecta alimentación: “carne ingrávida” o “carne sonora” devorada insistentemente por “esos labios manchados y ansiosos comiendo todo el día”. En este mismo poema, de la duplicidad, del reconocimiento del otro lado de uno, se pasa al número 3 tan emblemático en la poesía de López Degregori. Tres, quizás, como las tres personas gramaticales o las tres dimensiones de sujeto freudiano o los tres registros de lo psíquico en Lacan; o como la esencia una y trina, o como la figuración del amante, lo amado y el amor…
Habría mucho más por anotar sobre este complejo y bello poemario; pero quiero cerrar esta insuficiente aproximación con el reconocimiento de otra dimensión que me parece fundamental: Una mesa en la espesura del bosque no pretende una indagación cerrada y solipsista; las finas intertextualidades propuestas e incluso declaradas por el libro se ofrecen, en este sentido, como piezas de un diálogo al que el poeta nos invita a sumarnos. Los poemas de este libro son, entonces, trozos de un espejo en el que también, si asumimos los riesgos y los costos, podríamos mirarnos.