“Leo a García Márquez como si estuviera
muerto”
ENTREVISTA A ANDRÉS NEUMAN
Por LIlian Fernández Hall
Letralia.com
Andrés Neuman nació en Buenos Aires en enero de 1977, nueve meses
después del golpe militar en la Argentina. Creció en el barrio porteño
de San Telmo y allí realizó sus estudios primarios. A los 14 años,
su familia se traslada a España y allí se instalaría definitivamente.
Cursa estudios universitarios en la Universidad de Granada, donde
luego imparte clases de Literatura Hispanoamericana. En la actualidad
es columnista fijo en diarios como Sur, Ideal y El
Correo y colabora habitualmente en numerosos medios españoles
y latinoamericanos. Es además guionista de tiras cómicas para Ideal.
Ha escrito tres novelas: Bariloche
(1999), finalista del Premio Herralde de Novela, La vida en las
ventanas (2002), finalista del Premio Primavera de la Editorial
Espasa Calpe y Una vez Argentina (2003), también finalista
del Herralde de Novela. Es autor de varios libros de cuentos: El
que espera (2000), El último minuto (2001) y Alumbramiento
(2006) y de los poemarios Métodos de la noche (1998), El
jugador de billar (2000), El tobogán (2002), La canción
del antílope (2003 ) y Mística abajo (2008). Ha publicado
además el libro de aforismos y ensayos literarios El equilibrista
(2005) y dos colecciones de haikus: Alfileres de luz (1999)
y Gotas negras (2003). Andrés Neuman se ha interesado especialmente
por el relato breve y sus libros de cuentos incluyen apéndices teóricos
sobre el género. Es coordinador del proyecto Pequeñas resistencias,
una tetralogía sobre el cuento actual escrito en castellano en todo
el mundo, que está siendo publicado por la editorial española Páginas
de espuma.
En 2007, Andrés Neuman fue seleccionado
como uno de los escritores más representativos de la narrativa latinamericana
actual en el marco del evento Bogotá 39.
- Andrés, con
apenas cumplidos 31 años tienes ya publicada una obra considerable:
tres novelas, tres libros de cuentos, varios libros de poesía, crítica,
ensayo, aforismos... ¿Empezaste a escribir de muy joven? ¿Fuiste una
suerte de niño prodigio?
- No, yo siempre preferí evitar esa etiqueta que, en un principio,
me puso el editor Jorge Herralde cuando publiqué mi primera novela
en la editorial Anagrama. Yo le rogué que quitara ese rótulo de los
comunicados de prensa, porque pensé que los llamados «niños prodigio»
siempre tienen algo de monstruo, ¿no? Y no me gustaría que el resultado
de haber escrito tanto, por puro placer y pasión, fuese una especie
de lado monstruoso de mí mismo. Te confieso que yo mismo, a veces,
cuando veo la lista de libros que he publicado, pienso que son demasiados.
Y, si yo fuera otro, lo vería con desconfianza. Pensaría que los escribió
alguien con apuro. Y es muy curioso, porque tengo la certeza de haberlos
escrito con calma, con tiempo. Ahora bien, claro, empecé a escribir
desde niño y además trabajo mucho, todos los días, muchas horas. Y
no lo hago por ninguna conciencia proletaria de la escritura, sino
simplemente porque es lo que más me gusta hacer, lo que más necesito
hacer.
- Sí, has escrito
mucho, pero me extraña que no tengas un blog...
- ¿Un blog? No, no me alcanza el tiempo. No olvides que además escribo
artículos periodísticos. Así que sencillamente no puedo. Tampoco he
escrito un diario íntimo...
- Aunque tu
novela La vida en las ventanas es algo así como un diario íntimo,
pero electrónico.
- Exactamente: el diario electrónico que nunca he escrito. Eso es
lo más gracioso, porque el personaje de esa novela, que tiene veintitantos
años y estudia Letras, en realidad es lo más opuesto que puede existir
a mi propia persona, y eso que lo escribí cuando tenía veintitantos
años y estudiaba Letras. Sinceramente, me siento más cercano al basurero
de 40 años de Bariloche que al chico calavera de La vida
en las ventanas.
- Respecto a
Bariloche, quería preguntarte acerca de la estrategia que eliges
cuando escribes Bariloche y Otra vez Argentina. No sé
si se podría llamar desdoblamiento, pero hay en tu novela un narrador
que narra utilizando el español de España y personajes que, si la
acción transcurre en Argentina, utilizan la variante argentina del
español. ¿Por qué trabajaste así? ¿Fue una elección tuya o una necesidad
intrínseca del texto?
- En principio pensé que era un experimento curioso. Y además están,
naturalmente, mis circunstancias biográficas. Mi familia emigró a
España siendo yo casi un niño. Empecé la escuela en Argentina, y la
terminé en España. Fíjate que no escribo en un español de España demasiado
marcado, no me gusta abusar de los coloquialismos españoles.
- Aunque para
un argentino que lee la novela en la Argentina y lee palabras como
el “balón” o el “portero” en vez de las corrientes en Argentina “pelota”
o “arquero” sí siente que el texto es netamente español. O cuando
dices “bañador” en vez de “malla” como se dice en la Argentina.
- Sí, claro, en España sonaría muy raro leer “malla” o “pelota”. Lo
interesante para mí sería reproducir la naturalidad con que uno pasa
de un dialecto al otro. En mi experiencia personal, es tan natural
decir “balón” como decir “pelota”, o emplear tanto palabras típicamente
españolas como típicamente latinoamericanas. Tampoco estoy muy de
acuerdo con reivindicar la pertenencia nacional de ciertas palabras.
En ese sentido el boom latinoamericano tuvo un gran mérito: creó una
suerte de conciencia panhispánica, no porque Latinoamérica fuera una
sola cosa, que no lo es, sino porque en esa época la circulación literaria
y léxica fue muy fluida en toda Latinoamérica. Los peruanos leían
a los chilenos, los chilenos leían a los colombianos, etcétera. Durante
un tiempo, las palabras que empleaba Borges valían para cualquier
latinoamericano e incluso para cualquier español. Bastante tiempo
después, por ejemplo, los peruanismos de Bryce Echenique fueron adoptados
con simpatía por muchos lectores españoles. O sea, hubo un momento
entre los ’60 y los ’80 donde el lector en lengua española fue muy
versátil en cuanto a los dialectos. Después hubo una etapa de cerrazón,
de crisis económica en la Argentina, las traducciones empezaron a
ser españolas (algunas buenas, otras muy malas) y ahí ocurrió, para
mí, algo empobrecedor, que fue que la gente se puso nacionalista.
Cuando la Argentina dejó de ser un gran centro exportador de traducciones
y empezó a leer libros traducidos desde España, empezó a sentirse
culturalmente ofendida o humillada, lo cual me parece comprensible
pero a la vez es un problema relativo, menor. Los españoles leyeron
en su momento a muchos clásicos traducidos por escritores argentinos,
y los leyeron con pasión. Lo hicieron porque estaban sufriendo una
dictadura y no les importaba el dialecto en que estuvieran escritos.
Quiero decir que, cuando leer es urgente, el dialecto no importa.
Y los problemas estructurales, tanto económicos como políticos, que
atravesó la Argentina en los últimos años, eran realmente urgentes.
- Pero volviendo
al desdoblamiento que hay en tus novelas...
- Sí, eso tiene que ver con lo que te contaba, con mi experiencia
de haber ido a la escuela en España. En realidad se trata de algo
bastante frecuente. En los últimos 10 o 15 años ha habido una enorme
inmigración latinoamericana en España –y eso sí que es un boom-, lo
que ha cambiado radicalmente el panorama demográfico del país. Esa
gente va a tener hijos en España, y cuando eso ocurra, algunos serán
escritores, y esos escritores tendrán una conciencia de la lengua
española muy interesante. Mi experimento con algunas novelas se parecía
a eso. Ver cómo escribiría alguien que no tuviera que elegir entre
dos dialectos, sino emplear ambos con la misma naturalidad y con la
misma extrañeza. Porque lo paradójico es que ambos dialectos te pertenecen,
pero ninguno te es propio. Los dos se convierten en dialectos aprendidos.
Personalmente me siento más como un inmigrante de segunda generación
que como un argentino clásico que emigró a España. Otra de las razones
del experimento es la continua sensación de extrañeza que tengo: a
veces en España me contemplan como un argentino, y como un español
en Argentina. Entonces te conviertes en alguien doblemente extranjero.
- Pero cuando
trabajas como traductor ¿cómo enfrentas el trabajo de traducción?
¿A qué español traduces?
- A un español lo más global posible.
- ¿Se puede
escribir en un buen español –digamos- neutral?
- Por supuesto.
- Sin embargo,
en una charla reciente que diste, hablabas de un “español de Frankenstein”,
es decir, un idioma artificial, hecho de recortes...
- En este tema creo que es muy, muy importante hacer una distinción.
He participado en muchos debates donde la pregunta era: «¿queremos
un español estandarizado, neutro?, ¿o reivindicamos el derecho de
los dialectos a su propio léxico, sus propios giros, etcétera?» La
postura aparentemente progresista en esos debates era decir que cada
país tiene derecho a sus dialectos locales, que no hay que imponer
un español estándar. Pero yo creo que ahí hay un gran malentendido,
porque en realidad existen dos tipos de español estándar: uno es el
que procede de la literatura (mal) traducida al español o de los subtítulos
de las películas. Ese español no existe, no dialoga con la oralidad
real ni tampoco es estético. No es un buen español, es artificial
en el peor sentido, poco elegante, y traduce directamente giros del
inglés. A veces se le llama español estándar a eso, pero ese no es
el idioma global que yo reivindico, sino algo radicalmente distinto:
un español literario, que procede de la conciencia de las distintas
tonalidades de la lengua y que requiere que, al elegir una palabra,
uno sepa si esa palabra va a ser comprendida en el resto de los países
de habla hispana. Y que suene eufónica y elegante en distintos países.
Una prosa que renuncie a localismos innecesarios, a los giros más
folclóricos, y que sea producto de un encuentro de las distintas corrientes
del idioma español. Esto está muy lejos del engendro idiomático de
los subtítulos. Ahora bien, en mi caso, si yo escribo un relato que
transcurre en la Argentina, por una cuestión de realismo elemental
utilizaré la variante argentina del español. Pero si el relato transcurre
por ejemplo en una estación de trenes desconocida, donde parte un
tren hacia ninguna parte, entonces no utilizaré el español de Perú
o Chile, sino un español lo más neutral posible. Una especie de koiné.
-En una de tus
charlas recientes dijiste que no creías en la existencia de una literatura
latinoamericana, sino en la existencia de varias, puesto que por lo
extenso de nuestro continente, con tantas tendencias y distintos tipos
de literatura, sería imposible sintetizar lo latinoamericano en una
sola literatura. ¿Te entendí bien?
- Sí, es así, e incluso más radicalmente así, según mi forma de pensar.
Por una parte creo que, efectivamente, la literatura latinoamericana
no existe como objeto. O mejor dicho: el concepto de literatura latinoamericana
carece de un referente real. Existe una especialidad en literatura
latinoamericana, existen cátedras universitarias (yo mismo he dado
clases de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada),
pero creo que nuestro objeto no existe. Una de las razones más evidentes
es que América latina se compone de países muy diversos, de tradiciones,
paisajes, circunstancias políticas y socioeconómicas radicalmente
distintas, unidas tan sólo por un idioma. Pero para mí, en el fondo,
son las literaturas nacionales las que no existen. No entiendo por
qué la geografía tiene que ser el criterio fundamental para organizar
los estudios literarios. Ni por qué una literatura tiene que tener
un pasaporte nacional. Me parece asombroso, muy anticuado. Es anticuado
por su propio origen, es un concepto romántico, de los nacionalismos
en la Europa del XIX. Los antecedentes de esos nacionalismos europeos
están en el Romanticismo, pero lo curioso es que los románticos estaban
enormemente globalizados en sus conocimientos, así que hay una paradoja
de fondo en el origen mismo del concepto nacional. Esos autores eran
muy cosmopolitas. Pienso que nunca fue cierta la literatura nacional,
ni siquiera en la gran época de las literaturas nacionales. Así que
reivindicar eso ahora me parece una broma: navegamos por Internet,
viajamos, hemos estudiado varias lenguas, o al menos podemos leer
literaturas traducidas, así que me cuesta entender cómo podríamos
limitarnos a lo nacional. Cómo decidir, por ejemplo, si Paul Auster
es un escritor más norteamericano que europeo. Paul Auster habla francés,
estudió en Francia y allí leyó muchísima literatura europea. Auster
además ha leído mucho a Borges, de hecho es un autor bastante borgiano,
y tiene una serie de lecturas que lo distingue de la tradición norteamericana.
Pensar que es esencialmente norteamericano porque sus novelas transcurren
en Brooklyn sería una ingenuidad enorme. Entonces bastaría con que
yo escribiera una historia que se desarrolla en Shangai para convertirme
en chino, ¿no? Prefiero la idea de que nuestra formación es básicamente
híbrida y transnacional.
- ¿Cómo ves
a los escritores latinoamericanos contemporáneos desde este punto
de vista?
- Yo diría que nuestra conciencia en general es muy poco nacional.
Y en cuanto a mi generación, la generación actual latinoamericana,
creo que por suerte somos bastante poco nacionalistas. En el grupo
de Bogotá 39, una de las cosas que más me interesaron fue que una
parte, no todos, pero por lo menos un tercio de esos autores, llevábamos
viviendo mucho tiempo fuera de nuestros países de origen. E incluso,
como es mi caso, nos habíamos casi criado en otro país. Esto no hace
que neguemos en absoluto nuestros países de origen. Yo difícilmente
pueda negarlo, al contrario, de hecho he escrito dos novelas al respecto.
Sino que nuestra conciencia, nuestro presente cultural, tenía muy
poco que ver con la supuesta pureza de esas nacionalidades. En este
punto encontré muchas coincidencias con varios de los autores de Bogotá
39. Otro punto de contacto que me hizo muy feliz fue el interés por
la poesía. Creo que el evento de Bogotá 39 fue muy beneficioso para
los que fuimos elegidos y lo agradecemos, pero en cierta forma fue
injusto. Y no sólo porque toda selección es injusta, sino porque propuso
una metonimia que decía: literatura latinoamericana es igual a narrativa
latinoamericana. Así que en realidad no deberíamos hablar de la nueva
literatura latinoamericana, sino sólo de la nueva narrativa latinoamericana.
Porque la poesía es importantísima en América Latina. El fenómeno
Bolaño es un ejemplo de la necesidad que tienen los narradores de
nutrirse de la poesía. Y siete u ocho de los autores de Bogotá 39
somos poetas, y en las actividades en las que participamos en Bogotá
puntualizamos que en el grupo faltaba la poesía.
- Pero tengo
entendido que la idea de Bogotá 39 era la de elegir a los 39 narradores
más representativos de la nueva generación.
- Sí, por supuesto, así era, el jurado lo tenía claro. Pero después,
al promocionarse este grupo, la prensa hablaba continuamente de la
nueva literatura latinoamericana, pero ahí no había ningún poeta.
Entonces uno piensa: en el continente de Neruda, Huidobro, Vallejo,
Storni, Rojas, Pizarnik, Juarroz, Paz, Pacheco, Montejo y mil etcéteras,
de pronto “la” literatura latinoamericana se reduce a la narrativa.
Piensa en Chile, justamente la tierra de Bolaño. Y lo que nos confirmó
Bolaño es justamente que la poesía es el origen de la literatura.
-Bolaño es otro
que no creía en las literaturas nacionales...
- Bolaño no podía creer en las literaturas nacionales porque era un
chileno que se inició literariamente en México y escribió en España
en una región donde además se hablaba catalán. El vivía en Blanes,
un pueblo de la provincia de Girona. Desde allí mandaba columnas al
Diari de Girona, donde se las traducían al catalán. Lengua
que, yo creo, nunca llegó a dominar. Bolaño estaba más allá de los
nacionalismos y no sólo por cuestiones biográficas, sino temáticamente
hablando. Bolaño tenía un castellano híbrido: utiliza palabras típicamente
españolas junto con algunos latinoamericanismos, no siempre chilenismos.
Es decir, él tenía un léxico panlatinamericano, lo cual me parece
mucho más interesante que los autores que muestran un localismo radical
en su lenguaje. Y así fue como escribió la gran novela mexicana sin
haber pisado México en veinte años. Yo recuerdo que Roberto decía:
«no quiero volver a México, porque México para mí es como me lo imaginé
en Los detectives salvajes, y si vuelvo será un susto, una
terrible decepción».
- ¿Qué relación
tiene tu generación con los escritores del boom?
- Creo que mi generación ya no tiene la necesidad de reaccionar contra
el boom. Piensa que no somos los hijos del boom, sino los nietos del
boom. Y ya se sabe que los nietos no necesitan matar al padre, sino
cogerle tiernamente la mano a sus abuelos. Para mí, te lo digo en
el mejor de los sentidos, García Márquez es un autor póstumo. No porque
desee que el pobre Gabo se muera pronto, por mí que viva hasta los
145 años, sino porque yo lo leo como si estuviera muerto. Eso es muy
malo para él mismo y para su familia, pero es muy bueno para su literatura.
Para mí y para mi generación es una anécdota que los autores del boom
estén vivos. Algunos sobreviven, otros no, pero yo leo a Vargas Llosa
o a José Donoso como leo a Flannery O’Connor o a Dostoievsky, es decir,
no son un peso generacional para mí. No necesito imitarlos ni tampoco
oponerme a ellos, porque no veo la razón por la que deba hacer una
cosa u otra. Me preocupan por ejemplo más las imitaciones de Carver,
de las que ya estoy harto, se imita a Carver worldwide. Me
preocupa más el manierismo carveriano de mi generación que la imitación
de García Márquez. Y, paradójicamente, Carver está muerto hace más
de dos décadas y García Márquez sigue vivo.
- Fuiste elegido
como uno de los 39 de Bogotá, es decir, uno de los escritores jóvenes
latinoamericanos más destacados de América Latina. ¿Te sientes integrante
de una generación, de un grupo con el que compartes ciertos rasgos
en común, o eres un escritor que sigue su propio camino?
- Como te imaginarás, es imposible que 39 escritores nos sintamos
identificados y tengamos muchos rasgos en común. Somos escritores
con estilos muy diferentes, distintos gustos. Pero quizá me he sentido
más próximo a aquellos autores que contemplan con extrañeza sus orígenes.
Autores para los cuales sus orígenes son importantes, pero que a la
vez los observan con extranjería. Me siento más próximo a los autores
de Bogotá 39 a los que les parece raro ser peruanos, por ejemplo...
- Quizás como
la experiencia de Daniel Alarcón.
- Sí, a mí la experiencia de Alarcón me pareció paradigmática. Él
trabaja, claro, con otra lengua. Pero contempla su peruanidad con
la misma extrañeza con la que yo vivo mi argentinidad. Él escribe
en inglés. Él hizo un cambio de lengua, yo hice un cambio de dialecto.
- Volviendo
a tu obra, si no me equivoco tu último libro publicado fue Alumbramiento,
del 2006...
- Sí. En realidad, el año pasado se publicó una reedición de un libro
de cuentos que se llama El último minuto. Cambió de editorial,
ahora está editado por Páginas de Espuma, una editorial hermosa que
publica sólo cuentos. Así que aproveché para hacer algunas correcciones,
e incluso para tirar saludablemente a la basura algunos de los cuentos.
Pero bueno, no es un libro totalmente nuevo. Lo que sí acabo de publicar
es un nuevo libro de poesía, en febrero de este año.
- ¿Sí? Cuéntanos
más de ese libro.
- Se titula Mística abajo. Los poemas intentan proponer una
lectura atea, contemporánea, digamos posmoderna, de la tradición de
la mística clásica. El libro lo publicó Acantilado, una editorial
que también me gusta muchísimo, hace unos libros preciosos y tiene
un catálogo estupendo de literaturas europeas. Pero de narrativa,
sí, el último fue Alumbramiento.
- En el cuento
Alumbramiento, que da nombre al volumen (y que me gustó mucho),
un hombre aparentemente da a luz a un niño. Mi pregunta, quizás obvia,
es si hay algún tipo de reivindicación de género en ese cuento.
- Totalmente. Y me encanta que hablemos de esto en Suecia. En serio,
porque creo sinceramente que el mundo hispánico está muy atrasado
en esto. Y ya no se trata sólo de los derechos de la mujer, sino de
algo más sutil. Los derechos de la mujer es un tema indiscutible y
evidente, allí donde falten hay que implantarlos y punto, para mí
ya es un tema que ni siquiera merece demasiada discusión, sino acción
y educación. Yo hablo ahora de las transformaciones en la conciencia
del hombre, con respecto a su propia hombría. No se trata de decir
«vamos a darle a las mujeres los derechos que no tienen, para que
dejen de molestar, y mientras tanto nosotros seguimos como antes».
La transformación de la mujer implica necesariamente la transformación
del hombre. Yo siempre he dicho que el patriarcado oprimió de manera
evidente a la mujer; y de manera sutil, al hombre. El hombre ha sido
también víctima del patriarcado. Víctima, si quieres, no legal. Pero
sí emocional, psicológica y hasta sexual. Creo que desde la virilidad
tradicional es muy difícil alcanzar una sexualidad plena, relajada,
consciente.
- ¿Y esto cómo
lo trabajas en “Alumbramiento”?
- En “Alumbramiento” me plantée lo siguiente: ¿cuál es el rol teóricamente
indiscutible de la mujer, el rol femenino que nunca podrá ser masculino?
La maternidad, tener un hijo. Entonces pensé: pues vamos a ver qué
sentiría un hombre que estuviera dando a luz, como un caso extremo
de militancia en el sentido de trastocar los roles. No me interesaban
tanto las posibilidades urológicas de que el hombre diera a luz, como
la metáfora de que incluso esa experiencia, supuestamente vedada a
la emoción masculina, pudiera llegar a tenerse. Aunque ahora hay una
transformación cultural, y la paternidad está mucho más cerca de la
maternidad de lo que hubiéramos imaginado (por todos lados vemos a
los papás con el carrito de los bebés, o cambiando los pañales), creo
que todavía ese es un proceso en marcha. Pero volviendo a “Alumbramiento”,
para darle más gracia al cuento, y para que esa metáfora tuviera más
carne y credibilidad, me interesaba describir sangrientamente el parto.
Se ha hablado mucho de que la resistencia de la mujer al dolor es
superior a la del hombre, y que tiene que ver con que la mujer puede
parir y el hombre no. Por eso quería que el hombre de mi cuento sufriera
el dolor en sus propios genitales y sintiera el desgarro que tiene
una mujer cuando está pariendo. Pero en el cuento no queda nunca claro
si el embarazo lo tuvo ella y él se identificó tanto que acabó sintiendo
que paría él también; o si ella lo inseminó a él; o si se inseminaron
mutuamente. En ese cuento, si te acuerdas, el hombre va recordando
la noche en que concibieron al hijo, y las descripciones son ambiguas
porque no se sabe quién penetra a quién, y hay un momento en que,
cuando terminan, quedan unidos por los hombros «como dos siameses»,
como dice el personaje. Para que no fuera solamente un discurso ideológico,
abstracto, me interesaba darle a las escenas físicas del cuento esa
especie de carácter bisexual. Y en ese mismo libro hay más casos que,
quizás de una manera menos obvia, tratan el mismo tema: la incomodidad
que muchos hombres sentimos con nuestro rol tradicional masculino.
- ¿En qué estás
trabajando actualmente? ¿Tienes algún nuevo proyecto en marcha?
- Estoy terminando una novela larga, que me ha llevado unos cinco
años. Y que no sucede en la Argentina, jajajá. No, en serio, lo siento
como un alivio, porque como dos de mis novelas anteriores (Bariloche
y Una vez Argentina) tienen tema argentino, todo el tiempo
tuve que estar respondiendo sobre si soy argentino o español o por
qué escribo de esta manera o de la otra. Pero ahora esta nueva novela
transcurre en una ciudad de Alemania inventada, que no existe. La
novela trata de un viajero que llega a un lugar indeterminado; un
viajero del que no sabemos nada (y se va revelando progresivamente),
pero es un tipo que extrañamente habla demasiadas lenguas y ha estado
en todos los países, o al menos eso dice. Y llega a un pueblito de
mierda, miserable, un lugar provinciano, en la frontera entre Sajonia
y Prusia. Una frontera que, en el siglo XIX, cambió de lugar varias
veces. El viajero llega entonces a un pueblo que ya no sabe si es
sajón o prusiano. Un lugar donde la gente apenas ha viajado, y que
se aferra a las tradiciones locales porque tienen una especie de crisis
de identidad. Pero resulta que ese viajero no puede irse de ese lugar.
Llega para quedarse una sola noche, pero por cuestiones del azar y
las circunstancias, siempre sucede algo que le impide marcharse, que
lo obliga a quedarse ahí.
- ¿Y por qué
Alemania?
- Porque los dos personajes principales de la novela están sacados
de un Lied de Schubert, del Winterreise (Viaje de Invierno).
El personaje del Viaje de Invierno es un viajero que sale de
su casa y va vagando por los distintos paisajes invernales que encuentra.
Es una especie de alma errante. Y en la última canción del Winterreise
se encuentra con un organillero, un viejito que toca el organillo
en mitad del frío invernal. La novela al principio iba a ser un relato
corto sobre el encuentro del viajero con el organillero en la plaza
de ese pueblo. Pero hubo un pequeño inconveniente: ¡resultó que el
relato breve terminó siendo una novela de quinientas páginas y con
más de veinte personajes...!
- ¿Te llevó
mucho tiempo escribirla?
- Bueno, para escribirla me documenté bastante y después viajé a Alemania.
Busqué un pueblo que estuviera cerca del lugar en el que podría transcurrir
el Winterreise y no muy lejos de Dessau, al sudoeste de Berlín,
o sea donde nació el poeta Wilhelm Müller, autor de los poemas. Estudié
el mapa de los pueblos vecinos, y todos tenían la plaza típica medieval,
con el Ayuntamiento, la fuente barroca, etcétera. Y me dije: sí, obviamente
el organillero tenía que tocar ahí, a la salida de la iglesia, donde
la gente se junta, viene y va. Y entonces apareció también el cura,
y el mesero de la posada donde pasa la noche el viajero, y toda la
familia el posadero, y la mujer de la que se enamora el protagonista,
y así un montón de personajes más. Y, como te decía, lo que iba a
ser un relato corto se me transformó en una novela de 500 páginas
que me llevó cinco años.
- ¿Ya está
terminada?
- Prácticamente terminada. Pero llegué a juntar una documentación
brutal, enorme, y todavía estoy puliéndola, revisándola.
- A propósito:
¿está siempre el producto literario en relación con el tiempo de documentación
o trabajo previo? Es decir, esta es una novela que te llevó cinco
años y terminó siendo de 500 páginas, la relación está clara. Pero
¿es siempre así? ¿te puede llevar también mucho tiempo acabar, por
ejemplo, un microrelato? ¿Puede ser que también las formas breves
exijan documentación, tiempo de reflexión, el trabajo de concentrar
en pocas líneas una idea compleja y exigente?
- Esa pregunta me recuerda una leyenda china que cuenta Italo Calvino
en Seis lecciones para el próximo milenio. Allí se cuento la
historia de Chuang-Tzu, a quien el Emperador le encarga dibujar el
cangrejo más hermoso del mundo (siempre me pregunté por qué tenía
que ser un cangrejo, y no una mariposa, u otra cosa, en fin, Chuang-Tzu
no lo explica, ni Calvino tampoco). El caso es que le encargan dibujar
un cangrejo. Chuang-Tzu pide cinco años, un palacio y cinco sirvientes.
Al cabo de cinco años, el Emperador lo convoca al palacio para ver
si ha pintado el cangrejo, y Chuang-Tzu le dice que necesita otros
cinco años y cinco sirvientes más. Le son concedidos. Y al cabo de
diez años, diez sirvientes y un palacio, el Emperador, cansado de
esperar, lo amenaza con decapitarlo si no le trae el cangrejo. Chuang-Tzu
llega al palacio con las manos vacías y cuando el Emperador, colérico,
está a punto de matarlo, Chuang-Tzu pide un papel, saca un pequeño
pincel y en un solo trazo dibuja el cangrejo más hermoso del mundo.
La pregunta es: ¿cuánto tardó Chuang-Tzu en pintar el cangrejo? ¿Diez
segundos o diez años? ¿Fueron esos diez años anteriores necesarios
para preparar ese gesto fugaz? Con las formas breves pasa lo mismo,
el acto de escritura de un poema o un microcuento es un ratito. Sería
políticamente correcto decirte que tardo meses en escribir un microcuento,
pero es falso. Tardo minutos en escribirlo. Pero el cruce de energías
que se concentran en ese momento pueden ser el resultado de años de
aprendizaje.
- Un poema,
por ejemplo, quizás se escribe rápido, pero luego viene un largo proceso
de corrección, que puede tomar mucho tiempo hasta que el autor esté
satisfecho con el resultado. ¿Cómo trabajas el microrrelato? ¿Corriges
también mucho?
- ¡Muchísimo! Un microcuento ya escrito se puede corregir, se puede
recortar, se puede reescribir. Yo, en general, soy de corregir y revisar
mucho.
- Tú eres afecto
a las formas breves. ¿Qué diferencia hay entre un microrrelato, un
aforismo y un haiku, por ejemplo? En todos hay concentración, entonces
¿qué es lo que los diferencia? ¿La forma?
- Todas las formas breves, más allá de las diferencias técnicas entre
el verso y la prosa -que las hay-, entre los recursos narrativos y
los recursos líricos, tienen algo que las une, y es la renuncia. Todas
las formas breves parten de una decisión radical que es todo aquello
que tienes que suprimir, recortar, callar.
- ¿Es por eso
que tú dices que «escribir un cuento es guardar un secreto»?
- Sí, es decir, tanto el que escribe un microrrelato como el que escribe
un poema, un haiku o un aforismo sabe que el texto final es sólo un
mínimo ejemplo de todo lo que podría haber dicho. Pero a la vez tiene
que sugerir todo eso que no dijo. El novelista, en cambio, piensa
en términos aditivos, es decir, va añadiendo información, ampliando,
desarrollando. El proceso de creación de un texto breve es el contrario.
A mí me ha resultado muy útil haberme ejercitado tantos años en los
géneros breves (he escrito aforismos, libros de cuentos, libros de
poemas) antes de escribir una novela tan larga. Porque en el fondo
sigo pensando en qué debo callar. En fin, debe haber salido una novela
rarísisma...
- Esperamos
leerla pronto. Gracias, Andrés, por tus respuestas.