En la historia de la literatura, se distinguen dos tipos de escritores: escritores clásicos, por una parte, y escritores románticos, por otra. Para algunos autores, esta distinción es total o parcialmente arbitraria.
Al primer grupo pertenecería Borges, cuya obra (se diría) es fruto de la erudición. Reconocemos en ella una arquitectura de líneas definidas y eficaces, donde cada expresión, cada relato o poema, parece el efecto de un plan muy consciente, guiado por un espíritu que aspira a la perfección y a la pureza de estilo.
En el otro extremo, hallamos a los escritores románticos, amantes de la espontaneidad y de la libertad expresiva. Sus obras asemejan en ocasiones verdaderos torrentes que fluyen derribando todo aquello que opone la tradición. En sus libros impera el sentimiento y la pasión por sobre los “mecanismos de relojería”. La literatura contemporánea, en general, se instala en esta tendencia. Pensemos, por ejemplo, en ciertas obras que indagan en la interioridad del hombre, para verificar aquellas fibras íntimas que determinan su conducta. Un caso relevante lo constituye la novela El mar, de John Banville.
Pero no nos engañemos. Cada persona, cada artista tiene algo de clásico y algo de romántico. Lo apolíneo y lo dionisiaco, en conjunto, constituyen la naturaleza humana. Lo que debe verificarse, en definitiva, es solo una tendencia. Hablaremos aquí de escritores predominantemente clásicos y escritores predominantemente románticos. Unos y otros nos han emocionado durante siglos.
La novela referencial Peonías Blancas. Soy afortunada por tenerte, de Daina O’Hara –el relato de un difícil y maravilloso proceso de adopción–, a mi entender, es un relato de equilibrios. Lo romántico está dado por el estallido de la fe y del amor, por su idealismo y por los efluvios de humanidad que nos sorprenden en cada página. Lo clásico se revela en una acertada construcción narrativa, en un excelente manejo de secuencias, en una sintaxis pulcra y convincente, en esa necesaria tensión o generación de expectativas que requiere un buen relato, y en el empleo oportuno de símbolos que, a ratos, deviene en lirismo. Admito que Peonías Blancas me emocionó, dada su nobleza, su carácter iluminador y la eficacia del lenguaje.
De modo inevitable, la lectura de Peonía Blancas me ha conducido a dos libros notables de afán igualmente moralizante. Me refiero a Cartas para Tomás y Páginas selectas del diario de Denisse. Se trata de obras testimoniales que hacen referencia a hechos reales. Sin embargo, la realidad se transfigura en las palabras, la belleza de la vida se hace belleza artística, adquiriendo, cada uno de ellos, estatus literario. Páginas Selectas, de José Petermann, fue calificada por un destacado crítico nacional como una obra edificante. Pues bien, dicho carácter edificante se observa también, y sin ningún lugar a dudas, en el relato de Daina O’Hara: “sirve de ejemplo para actuar bien e incita a la virtud”.
Hace unos días, publicamos en las redes el siguiente comentario: “La narradora de Peonías Blancas recrea el complejo camino que debió recorrer junto a su esposo para adoptar a Giselle, un ángel de tres años que se “reencuentra” con la familia que Dios eligió para ella. La narración es directa y poética. Pero, sobre todo, se trata de un relato emotivo y didáctico que enfatiza el carácter real de la maternidad y paternidad auténticas. Una lección de vida. Un jardín de lirios del valle, amarillos, azules y blancos. Un verdadero himno de amor. Un libro que todos debemos leer”.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com PRESENTACIÓN DE
PEONÍAS BLANCAS. SOY AFORTUNADA POR TENERTE, DE DAINA O’HARA
Café Chilensis, Providencia, 21 de abril de 2022
Por Luis Gutiérrez Infante
