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PERRO
Del libro “La lámpara de Kafka & otros cuentos”, Luis Herrera, Ed. Inubicalistas, 2013

Luis Herrera

 




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I
El día lunes, Leonel Bravo se dirigió, café en mano, a su trabajo de fotocopiador en la librería, para exigir el pago del mes. En el transcurso de 3 minutos, su jefe lo miró con incredulidad y reproche, para luego levantarlo a chuchadas y llamar a los pacos, recriminándolo por casi 4 semanas no trabajadas. Bravo corrió por la cuadra espetando insultos contra la explotación y la comunidad consumista. Ya en la Plaza de Armas, sacó su libreta y reflexionó sobre su vida.

Leonel Bravo tiene veintitrés años, tres carreras abandonadas y algunas amantes esporádicas que lo han llevado por los inciertos caminos de la juventud alegre y fiestera del siglo XXI. Para Bravo, entablar una relación amorosa siempre ha significado un sacrificio. De haber nuevamente amor en su vida, intentaría matar dos pájaros de un tiro: sobrevivir y amar. La mujer, manipuladora por antonomasia, se toparía con un espécimen que no necesita de la manipulación: su ser está manipulado en sí mismo.

De tal forma, un par de días después, mientras revisaba ciertos títulos franceses en la biblioteca regional, encontró a Marilyn, quien leía concentradamente la última novela de Zambra. Conocedor de la literatura chilena de los últimos veinte años, se atrevió a esgrimir algunos comentarios acerca del autor de La vida privada de los árboles. A Marilyn le cayó en gracia y 15 minutos después se tomaron un café en la galería de la calle seis oriente que, para sorpresa de la joven lectora, debió pagar ella.

Siguieron viéndose con regularidad, en la búsqueda de la entrañable interacción literaria, hasta que en una tarde de cervezas y poemas de Bertoni, hicieron el amor. Tras el éxtasis y sucesivas pequeñas muertes, Bravo coronó la tarde dedicándole la lectura del Canto II de Huidobro, probablemente el poema de amor más grande que se ha escrito, sentenció nuestro héroe.

Marilyn hacía clases de teatro en dos colegios de Talca. Su rutina diaria comenzaba a las 8 de la mañana cuando salía corriendo a tomar la micro. Por ello, al otro día de hacer el amor con Bravo, al cerrar la puerta de entrada de su casa, casi no reparó en la presencia de Leonel quien dormía plácidamente en su antejardín, bajo el limonero. Su sorpresa fue instantánea y emitió un grito de pájaro ahogado. Bravo abrió los ojos y caminó en cuatro patas hacia su novia, quien de un salto hacia atrás no supo si reír o llorar. ¡Qué demonios haces!, le gritó con terror. Él la miró desde el suelo con ojos de perro arrepentido, se acercó, la olfateó y comenzó a lamerle los tobillos. Marilyn, en estado de shock, se tapó el rostro y le recriminó. ¡Sale! ¡Sale!, dándole leves puntapiés en las costillas. Bravo agachó la cabeza y volvió a su rincón, como un boxeador derrotado, junto al medidor del agua.  Marilyn no pidió más explicaciones y corrió a la micro.

En el fondo soy un ser incapaz e ignorante, que si no se hubiera visto obligado, sin el menor mérito de su parte, y sin advertir casi la obligación,  a ir a la escuela, sólo podía agazaparse en una caseta de perro, y saltar hacia arriba cuando le ofrecieran de comer, y volver de un salto a su caseta inmediatamente después de tragarse la comida, escribió Franz Kafka en su diario un 18 de noviembre de 1913.  Tal vez en eso pensaba Bravo, seguidor acérrimo de Kafka, cuando decidió instalarse en el jardín de su novia. O tal vez pensaba en el final de El proceso: ¡Como un perro! -era cual si la vergüenza tuviese que sobrevivirle-. Sea una u otra la razón, es decir, exista una razón concreta, probablemente mediatizada por la lectura afiebrada de los clásicos; o sea una razón nueva, parida en insomnes 25 días de borrachera, en los cuales la lucidez se hizo patente. O sea, ninguna razón, sólo un acto instintivo de quién ya no actúa sino que vive en la transparencia y la bondad; la realidad sea indudable y ahí, junto al medidor de la luz, Bravo ha escogido su refugio y prueba irrefutable del amor más sincero, en pleno siglo XXI.

Cuando Marilyn volvió del trabajo, al atardecer, supuso que la experiencia matutina no habría sido más que una pesadilla de mal gusto. No obstante, al abrir la reja de su casa y entrar sigilosa al jardín, la escena no había cambiado en absoluto, salvo en que Bravo corrió a sus pies y le abrió la boca en señal de hambre feroz. Dubitativa entre correr a la casa o llamar a los pacos, la novia dejó caer una rosca que compró a la salida del colegio y entró a su hogar poniendo llave ipso facto y a punto de llorar. Por la ventana pudo distinguir cómo engullía el bocadillo y volvía a echarse, esta vez, sobre el limpia pies.

No ingresaremos en los recovecos de esa noche agitada y demencial de Marilyn, ni menos en la apacible noche del Bravo -de ahora en adelante el perro guardián-, sino que saltaremos a un par de semanas posteriores, en las cuáles todo ha tomado un rumbo, digamos, normal.


II
Por las mañanas, Marilyn acaricia la cabeza del perro guardián y le sirve agua en un pocillo, luego extrae de una bolsa galletitas Dog Show y se las entrega en el hocico. Él salta de júbilo y realiza simpáticas volteretas que le arrancan una sonrisa feliz a la novia, para luego correr a la micro no sin lamentarse por los quejidos acongojados de su perro que la extraña, apoyado entremedio de la reja. Con el tiempo, ella toma la decisión de dedicar un domingo al baño del animal, tarea de suyo compleja, por la naturaleza quiltra del espécimen. Amarrado a la llave de la ducha, el perro guardián intenta escabullirse de manera infructuosa, mientras Marilyn frota una escobilla por el lomo lampiño. Al momento de limpiar las partes íntimas del espécimen, se produce un momento, subrayemos, incómodo. El perro guardián sufre una erección que deja entrever la rosada cúspide de su sexo. En ese momento, imágenes en la memoria abren las puertas del apareamiento. Delicadamente, quita la hebilla de la correa y permite que el perro guardián le huela el trasero que ha desnudado rápidamente. Sin preámbulos ni caricias innecesarias, se abalanza sobre la encuclillada novia y la posee rabiosamente. El placer animal es tal, que los encuentros, desde aquel domingo de baños, se hacen recurrentes.

Por las tardes, lo saca a pasear. Las rodillas ensangrentadas del perro guardián son bien disimuladas por la alegría de correr libremente por el parque. Orina, como es debido, en árboles o postes de alumbrado público. Contrario a lo que podría pensarse, la comunidad ha aceptado positivamente la mascota de Marilyn, y constantemente la detienen para preguntarle por el nombre de su perro guardián o para felicitarla por tan bello y obediente animal. Si hasta parece humano, le dicen con picardía. El perro guardián se detiene de vez en cuando frente a un quiosco de diarios y parece recordar su vida de humano y la aptitud de la lectura. Observa los titulares con entusiasmo y concentración, mientras Marilyn se compra unos cigarrillos. Los observa, pero ya no le dicen nada: el titular del fin de semana anterior, para el perro guardián, es el mismo titular de hoy; y el de hoy, será el mismo de mañana, y así sucesivamente, hasta el día que la novia ya no lo saque más a pasear.

Para los padres de Marilyn, que viven a las afueras de Talca, la situación en un principio es vergonzosa y digna de pasarse una temporada en la casa de la risa. Intentan por todos los medios convencer a su hija que tener a un hombre viviendo en el antejardín no es una situación normal. Ante las negativas de la hija y los ladridos del perro guardián, deciden llamar -una tarde de sábado- a la fuerza pública. El diálogo entre los carabineros, los padres, por afuera, y Marilyn y el perro guardián, por el lado adentro de la reja, sólo sirve para fortalecer la libertad de elección de Bravo, la libertad de opción de la novia; la libertad del amor, después de todo. Luego de un tiempo, los padres no tienen más remedio que aceptar a su hija y su mascota. La visitan de vez en cuando, si hasta se dan tiempo de retirar las fecas del perro guardián del antejardín. Sin embargo, la madre siempre vuelve llorando a casa.

Como su raza es única, suele atraer a las perras que deambulan por el barrio. Durante la semana, se acercan sin el riesgo que salga Marilyn de la casa para corretearlas con la escoba, y olfatean el cuerpo del perro guardián que se deja querer. Las perras más atrevidas, saltan la reja con ingenio, y se cruzan con el cuerpo blanco y sucio del infiel. A nada le hace asco y se monta con toda confianza y experticia en los pequeños cuerpos caninos, que si estuviera de pie, apenas le llegarían a las rodillas (en su tiempo de humano, cuando aún era Leonel Bravo, el perro guardián  sobrepasaba el metro ochenta de estatura). No obstante su actitud despreocupada, el perro guardián ha comprendido que la presencia de las perras, incomoda y enfurece a su dueña. Los fines de semana, apenas se aparece una por la esquina, se desgarra la garganta ladrando para demostrarle a Marilyn que él es, como perro, el mejor amigo de la mujer. El perro fiel.  Cuando no ha notado la presencia de las perras, por estar echado durmiendo la siesta, por ejemplo, es la misma Marilyn quien las expulsa a garabato limpio, escoba en mano, o con una fuente de agua hirviendo. Nunca desconfiaría de su perro guardián y en noches heladas lo invita a dormir dentro de la casa. Él, obediente, se acurruca a sus pies y juntos ven televisión. Sus programas preferidos son de animales o los dibujos animados. Ella reconoce que su perro aprueba un programa porque mueve el trasero de lado a lado. De vez en cuando ella le habla. No existiendo una recriminación por su actuar, le pregunta por su vida de perro, si es muy diferente a su vida de humano; le pregunta si piensa que si siguiese siendo Leonel Bravo su relación sería aún mejor; le pregunta si es feliz, si es un perro feliz. Él la observa con detención, con sus profundos ojos verdes. Su mirada, ya no es la misma de hace unas semanas, se ve cansada, no obstante satisfecha. La paz del hogar se refleja en su cuerpo tirado sobre la alfombra.

Cuando todo ha alcanzado cierta armonía y felicidad, una tarde que Marilyn regresa más temprano de lo habitual a su hogar, descubre que el perro guardián le es infiel con la perra de la vecina, una hermosa pastor alemán. Se detiene ante la reja, con la llave en la mano y presencia el acto carnal. Perpleja, se mantiene impávida observando desde otro ángulo el cuerpo que tantas veces le había dado placer, ese cuerpo que hasta dicho instante podría haber jurado que le era propio. Como se encuentran con el rabo hacia la reja, la pareja animal no se percata que es espiada y continúa su labor, rebosante de aullidos y jadeos de lengua afuera. Al finalizar, él con cierta dificultad logra separarse de la perra. Al voltear, su mirada perruna se encuentra con los ojos envueltos en lágrimas de Marilyn. La perra, a su vez, sólo agacha la cabeza como una rata culpable y se acerca a un charco de agua para beber. Cuando la novia atina a abrir la puerta de la reja, siempre triste, como hipnotizada en el dolor, adormecida en el espanto de la infidelidad, observa a la perra y musita fuera; a lo cual la pastor alemán obedece sin chistar. El perro guardián no es capaz de dirigirle la mirada, atorado en la vergüenza. Digna, Marilyn, abre la puerta de la casa y cierra cuidadosamente las cortinas, tratando que ni un rayo de luz pueda ingresar a esa casa, a ese funeral íntimo y solitario.

Un par de semanas después, semanas en las cuales la novia ha ignorado al infiel, Marilyn le tira bajo el limonero unos restos de pan que el hambriento perro guardián devora exaltado. Mientras traga su única comida en 14 días, ella sale de la casa cantando una cumbia del siglo pasado. Es sábado y es de noche. En su mente de perro se tejen pensamientos humanos de desconfianza e inseguridad. Después de todo, es un ser humano y a diferencia de los verdaderos perros, tiene sentimientos, los cuáles podrían ser destruidos fácilmente y en su condición de desnutrición, podrían hasta costarle la vida. En todo eso piensa durante la noche el perro guardián, hasta que, como es natural, se queda dormido bajo la luz de la luna.

Despierta sobresaltado con el ruido de un motor. Una camioneta estaciona afuera de la casa y observa cómo Marilyn, a tientas, busca las llaves en su bolso. Ebrio, tras ella, un hombre viene acariciándole las nalgas. Como buen perro guardián se pone a ladrar a punto de abalanzarse sobre el extraño. Un puntapié de la novia en sus costillas lo deja tirado, nuevamente, bajo el limonero. Ella le comenta algo al extraño en la oscuridad y parece apuntar hacia el perro. El extraño ríe borracho, mirando a ninguna parte. Entran a la casa y el perro guardián comprende lo que vendrá: la venganza, actitud propia del humano, en toda su plenitud.

El perro guardián apenas puede abrir las pestañas cuando el extraño se larga de la casa, a camisa abierta, por la mañana. Tiene heridas las costillas producto del zapatazo criminal de Marilyn y los rasguños de algunas ramas del limonero que se le metieron por el costado. Tras unos minutos, nota que la novia lo observa desde la ventana. Está llorando y parece sentir el peso de la culpabilidad, suavizada por el placer de la venganza, como diciendo: te lo buscaste perro inmundo. Como diciendo: te lo buscaste perro infiel. Como diciendo: yo también puedo ser una perra. El perro guardián agacha la cabeza e intenta pedir perdón, pero de su hocico sólo surge un lamento desgarrado por sus dolores tanto internos como externos. Luego de un rato, ella le lanza unas galletas para perro y no la ve en un par de días.

De ahí en adelante, el perro guardián sólo se limita a arrastrarse por el jardín, pues sus caderas parecen atrofiadas y obsoletas. Marilyn sigue en su rutina de trabajo diario y en su labor de dueña fría, pero responsable: cada mañana sirve un pocillo de agua y otro de alimento para su animal. Las perras ya no lo visitan por las tardes y a duras penas logra esgrimir un ladrido a los desconocidos que cruzan por la calle.

El perro guardián, en algunas ocasiones, intenta acercarse a la novia para aferrarse a sus tobillos, pero ella de un salto le hace el quite, y se escapa, una y otra vez. Él llora o intenta llorar. Ella se mantiene inmutable y perdida en su interior, hasta que un día la situación se desvanece, como todas las cosas en la vida.

El perro guardián, el animal que alguna vez fue Leonel Bravo, abre los ojos y observa el rostro compungido de su amada quien le acaricia el lomo y le dice unas palabras en español que el perro poco comprende. Es una mañana calurosa.  Junto a ella un hombre de blanco, quien le abre los párpados y lo observa con atención. Le pregunta a Marilyn la edad del animal. Ella responde que probablemente tenga veintitrés años. Él mueve la cabeza en señal de desaprobación e incredulidad. Los perros no viven tanto, explica, multiplique veinte tres por siete, y la edad será anormal para un ser vivo, a menos que sea una tortuga, señala con sabiduría. ¿Eso quiere decir que morirá?, pregunta la novia sin despegar sus manos de la cabeza del perro guardián. Todos moriremos, responde el especialista, la diferencia es cómo. Medio perdido en la conciencia, el animal enfermo percibe que ingresan a la casa. El veterinario, apoyando su mano sobre el hombro de Marilyn en señal de pésame, tal vez, cierra la puerta tras suyo. Al rato regresan, pero tras unos pasos la novia vuelve a la casa corriendo. El veterinario tararea una canción de Cachureos, y le acaricia el hocico al perro guardián, mientras vacía suavemente una jeringa en su lomo herido.

Lo entierran en el patio trasero.



 



 

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