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Palacios de memoria

Por Justo Navarro

Publicado en Mercurio N°163, septiembre de 2014



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¿Qué puedo hacer para ayudarme a no olvidar? Los nemotécnicos del siglo XVI recomendaban construir en la imaginación un palacio o una ciudad de la memoria, con sus habitaciones o sus calles, y situar en cada uno de sus lugares algo difícil de borrar de la mente: una belleza impresionante, la torre inclinada de Pisa o un hijo de Godzilla. Cuando las encontráramos en el comedor o en una plaza, esas cosas nos recordarían por asociación mental otras cosas, algún concepto difícil de retener, de la misma manera, por ejemplo, que cambiarnos el reloj de mano podría recordarnos que debemos llamar a nuestra madre por teléfono.

La disposición de las librerías me recuerda los palacios de la memoria, y no porque cada libro conserve como un dispositivo electrónico los miles y miles de palabras dispuestas en sus páginas según un orden preciso e inalterable. Digamos que, cuando entro en una librería, la distribución de los libros en distintas secciones me sugiere un plano del estado actual del mundo. Veo el espacio singular que la religión ha conquistado en las tiendas de libros, y recuerdo la sangrienta irrupción de la fe y sus fundamentalismos en la política internacional de los últimos años. Observo la aparición de una sección de actualidad económica y, aunque no me habría hecho falta ayuda, me sitúo en mi época, tiempos de poco dinero corriente y agobio general. Buscando en las secciones dedicadas al culto de uno mismo y de la familia, respiro la sociabilidad egocéntrica de los primeros años del siglo XXI, y sus manuales para quererse más a uno mismo, alimentarse bien espiritual y físicamente y perder peso, mantenerse en forma y criar a unos niños que a sus padres les sirvan de espejo favorecedor. Las librerías son enciclopedias ilustradas de ideas e imágenes vigentes.

La arquitectura de las librerías es flexible: he visto librerías montadas sobre viejas iglesias, fábricas hundidas, tostaderos de café abandonados, antiguos bares, palacios o teatros, naves industriales, un local comercial recién construido, una casa entera, un portal, la calle. Conozco librerías que inmediatamente le ofrecen al visitante derecho de asilo sin necesidad de que nadie le diga nada ni le pregunte qué quiere, como si lo invitaran a adentrarse en el local y dejarse llevar de un espacio a otro, encantado, atraído de libro en libro hacia el fondo del laberinto. Pero también he estado en librerías vigilantes que reciben al que entra como a un intruso y le niegan lo que para mí es el placer esencial de una tienda de libros: la libertad de pasear y divagar entre los anaqueles, por escasos que sean, por reducidas que sean las dimensiones del local, y aunque todos sus volúmenes quepan, amontonados, en una mesa.



Por mínimo que sea el espacio, y aunque solo nos permita pasear con los ojos, deambular por una librería me parece una forma de ensoñación. El paseante solitario divaga y fabula sobre mundos posibles, existentes y al alcance de la mano en los estantes, entre iluminaciones científicas y filosóficas, y visiones de la historia y de la imaginación pura. Andar por una librería es como callejear entre libros que, cerrados como puertas, alguna vez se ofrecen: cógeme, despiértame, ábreme, llévame contigo. El arte de la librera, o del librero, debe favorecer alianzas, tender hilos imprevistos entre unos libros con otros. Al lado del libro que buscábamos, encontramos otro del que ni suponíamos la existencia. El placer de una librería debe mucho a la casualidad y el descubrimiento.

Uno abre un libro y se asoma a su interior como quien va a mirarse a un espejo, y descubre que, como Alicia, ha traspasado el espejo y ha entrado en el mundo que hay al otro lado. En el fondo, aunque nunca lo diríamos en voz alta, en las librerías esperamos que se nos revele cierto secreto que nos servirá para vivir. Cuando Italo Calvino imaginaba la ciudad de Tamara, donde las mercancías que ofrecen los comercios no valen por sí mismas, sino como otra cosa (un traje no es un traje, sino un signo de elegancia), los volúmenes de Averroes son la sabiduría, más que los volúmenes de Averroes. Incluso en el propio orden de una librería he descubierto alguna vez alteraciones interesantes que sugerían cambios en los modos de percibir la realidad. He visto un libro de Roberto Bolaño, Historia de la literatura nazi en América,  en librerías de tres países, Italia, Inglaterra y España, colocado en la sección de Historia de la Literatura, a pesar de que se trata de un excelente ejemplo de ficción, inventario bibliográfico de escritores americanos filonazis más o menos vanguardistas, pero totalmente inventados. El error de clasificación convierte a los seres imaginarios en seres históricos, y a los seres reales de los manuales de historia en semejantes de los seres fabulosos de Bolaño. Desde esa perspectiva, cabría pensar que la historia es una rama de la ficción y que la organización de una librería participa en la creación de tendencias literarias. Tratar a personajes de ficción como seres reales y teñir de ficción a los seres reales constituía en ese momento una corriente literaria, de la que W.G. Sebald podría ser uno de los ejemplos más altos.

Pero la historia mercantil de los libros es inseparable del poder de las librerías como adivinadoras y formadoras de realidad. Una librería es un lugar de paso, de cita, de reunión. Puede ser un centro de conversación política peligrosa. Quienes inventaron la quema de libros, perfeccionaron la idea ampliándola al ataque contra las librerías. Tener determinados libros se convierte a veces en un riesgo que comparten el librero y su cliente. En los años setenta del siglo pasado, cuando en España el franquismo evolucionaba hacia el posfranquismo, las librerías florecían y sufrían al mismo tiempo el asalto con cócteles Molotov, ráfagas de metralleta, explosivos y botellas de gasolina y de tinta. Los momentos críticos siempre han sido buenos y peligrosos para las librerías, desde el principio de su historia, durante la Reforma y la Contrarreforma, y en los años de la Ilustración, y en el momento de las vanguardias políticas y culturales del siglo XX. A través de las librerías puede seguirse el rastro de futuristas, dadaístas, surrealistas, beatniks y otras criaturas de todos los ismos. Una librería favorece amistades fortuitas y afinidades electivas, no solo entre sus clientes, sino entre el lector y el autor, el lector y ciertas palabras e ideas. Casi sin querer, una librería practica la agitación callada, la propaganda silenciosa. Ahora mismo, en el presente inestable, entre el libro impreso y las pantallas electrónicas, se produce uno de esos momentos en que las librerías establecen una no prevista relación con la realidad.

Existen guías de viaje por la geografía universal de las librerías. Los asiduos de mentalidades afines se recomiendan tiendas de libros en las que alguna vez se sintieron felices un momento. Incluso las librerías más aguerridas que he conocido, han limado el sectarismo, la intransigencia de las corrientes intelectuales, quizá porque en el mismo anaquel conviven las escuelas de pensamiento más incompatibles, y unos libros desmienten a otros o añaden matices, y todos hablan. Un recién llegado pide un libro desconocido que abrirá una puerta a nuevas conversaciones, y la librería nunca agota su caudal de palabras, habitada por miles de personajes históricos y fabulosos, sabios y monstruos, dioses de religiones consideradas de ficción (las creencias de los habitantes del planeta Zukra, por ejemplo) y religiones consideradas reales, aunque unas y otras sean producto de la visión de los seres humanos.

Estudiante de Filología Románica en los años setenta, trabajé durante un curso en una librería de Granada, la Paideia. Ya no existe. El local era transparente, con puertas y escaparates a dos calles. Si el cliente no encontraba lo que necesitaba, la librería se lo buscaba por prohibido que estuviera, y por teléfono y correo urgente si le corría prisa. El servicio de novedades funcionaba selectivamente. Internet lo ha cambiado todo. Nicole Krauss, en un artículo titulado como un presagio  The end of the bookstores (New Republic, 3 de marzo de 2011) comparaba al librero (la figura central en la Librería Paideia era una librera, Isabel) con el cuidador de una colección de arte: “Selecciona, ordena y presenta una colección que refleja sus gustos”, su sentido de la humanidad o de la comunidad que quiere reunir en su casa. Yo trabajé con una librera así. Sus gustos tendían a lo universal, pero era consciente de que no todo el mundo es universal de la misma manera. Aunque Krauss teme por las librerías, también las considera imprescindibles por ser muy distintas de la librería infinita de Internet con su catálogo infinito. Una librería ofrece otra cosa: selecciona excluyendo y, con una capacidad de búsqueda no menos infinita que Internet, responde al juicio comercial, ético y estético (lo ideal es que coincidan los tres términos) de libreras y libreros, aunque solo sea porque el espacio de que disponen es limitado, entre la tradición y la última novedad.

 



 

 

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