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"Bazar imperio"
de Luis López-Aliaga
De la falta de conjunciones
Por Carlos Labbé
w w w . s o b r e l i b r o s . c l
Me figuro que algo parecido a la palabra imperio –una explosión
bilabial explosiva, avasalladora– debe haber resonado, como al publicista
de algún gobernante ambicioso, en la mente de alguna persona
que visitaba por primera vez Babilonia, Tebas o Atenas después
de pasarse una vida entre árboles, sembradíos y animales.
La palabra imperio, romana, totalizante, sociopolítica, imponiéndose
sobre las fugaces formas desiguales del dialecto perdido, como una
edificación con centenares de albañiles humedece, bajo
su sombra permanente, las habitaciones de esa casa construida palo
a palo y sin ningún plan por generaciones y generaciones. No
es que esta persona rural no sepa de expansiones, abusos ni monumentalidad;
el rascacielos ha estado desde siempre en nuestro espacio interior,
como el desierto, el avión, el sótano, el mar y el submarino.
Es la materialización del efecto que producen las aglomeraciones
de seres vivos lo que impacta de las metrópolis, es el rumor
de una muchedumbre escondida en cemento, vidrio y espejos lo que fascina,
asquea, atropella, dispersa y recompone la personalidad de quien las
habita: ya no se trata de vivir solamente, ahí hay que exponerse
a una vida múltiple. Con razón los narradores de los
dos cuentos que componen Bazar imperio, de Luis López-Aliaga,
me parecen antipáticos; sus voces inconfundiblemente chilenas
están a punto de diluirse en la colectividad neoyorquina, y
su dejadez, su prejuicio, su cliché y su genuflexión
son parte de la resistencia a ser asimiladas.
Aparentemente faltaría una conjunción en el título
del libro, a la luz del segundo cuento, “Tras los pasos de Jackie
Polino”, donde el narrador asegura que Nueva York es el bazar del
imperio. En una operación sintáctica bastante usual
en el mundo de siempre –donde, a propósito, nuestro idioma
es modelado por la sensibilidad del funcionalismo mercantil–, López-Aliaga
reúne en una sola frase estos dos sustantivos para enfrentarlos,
hacerlos discutir, provocar una frase compleja y paradójica
que sea una imagen de la metrópolis cosmopolita que refiere
el libro; y sin embargo, como el riesgo país, el Banco Estado
o el living comedor, tal construcción verbal lo único
que hace es oscurecer la comprensión. Detrás de la historia
de amor de Renato Parada y la Coca, o –con mayor prisa y menos interés–
en la biografía de Jackie Polino, existen en este libro dos
maneras de integrarse a esta colectividad de personas escondidas en
el cemento, dos visiones de mundo contrarias que el autor pretende
poner en diálogo y entendimiento, para así lograr una
síntesis que acaso sólo sería posible en Nueva
York: la gratuidad y el interés. La confianza y el dinero.
El barrio donde los vecinos se conocen, se ayudan, se aprecian; la
institución habitada por funcionarios que sólo se ponen
de acuerdo para expandirse hacia otras instituciones y consumirlas.
El bazar y el imperio, dos sustantivos opuestos que, inevitablemente,
subordinarán al otro hasta convertirlo en su adjetivo. Soslayando
el maniqueísmo de mi lectura, eludiendo la contradicción
terrible de que, mientras tenemos fe y amamos, debemos alimentarnos
de otros seres para seguir siendo, puedo expresar en esta simple paradoja
gramatical mi sensación de que los dos cuentos reunidos en
este volumen son fallidos. Como Horacio y la Roma implícita
en su Beatus ille, como Baudelaire –y, años después,
Benjamin– y aquel París de barriales violentamente “modernizados”
por la reforma urbana del siglo XIX, López-Aliaga fracasa en
componer una oda, un canto de amor a su Nueva York, porque Jackie
Polino o Renato Parada, por más que logren por un instante
admirar aquel bazar oriental donde se regatean cosas inútiles,
bonitas y exóticas en medio de Babilonia, Atenas o Tebas, inevitablemente
volverán a poner sus ojos sobre las imponentes monumentos del
poder, porque querrán estar ahí, sobre las torres del
imperio o debajo de ellas, y no entre árboles, sembradíos
y animales.