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Elvis y el estilo

Por Luis López-Aliaga*
La Tercera Cultura. Sábado 14 de abril de 2007

 

Los romanos le llamaban stilus a una especie de punzón de hueso o de bronce con el cual escribían sobre unas tablillas recubiertas de cera. Es desde ese pasado instrumental que la idea de estilo carga con la mochila de la exterioridad. Por eso, quizá, más tarde se le intentaría reconocer por el flanco académico, normativo o derechamente burocrático de las carreras de letras o periodismo y de algunos talleres literarios. Muchos proyectos de escritores imaginan así que les basta con sus cursos de "redacción y estilo".

Pero el estilo literario remite más bien a la particularidad del individuo, a sus cicatrices, a sus imperfecciones. Un fondo humano, demasiado humano, que debe buscar a tientas su forma. De lo contrario es sólo una cascara, un insecto disecado que se rompe con el roce de la yema de un dedo. Como la construcción de la personalidad, el estilo es también una lucha, un esfuerzo, una porfía. De lo interior a lo exterior, no a la inversa. Por eso aún creo -romántico- que el estilo de un escritor es también su forma de vivir. Una mirada que desborda, claro, la de los escritores entendidos como máquinas de producción literaria, como profesionales de un oficio aprendido en talleres o aulas universitarias.

Lo "novedoso", esa exigencia propia del mercado de la entretención, es una ansiedad que el mundo editorial le transmite al escritor y le impide, muchas veces, abocarse a esa batalla muda por encontrar su voz. Otra paradoja: lo novedoso suele ser una manera de estandarizar la oferta literaria y, de paso, anular la anomalía, el riesgo. Un autoritarismo que ni el cacareo supuestamente progresista en favor de la diferencia logra disfrazar del todo. Son modas que en los circuitos cultos se intentan vender como evoluciones, marcas generacionales u homenajes perpetuos al maestro. Y aquí viene bien recordar el sexto mandamiento onettiano: "No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo".

El proceso

El proceso funciona más o menos así: un autor logra imponer su mirada del mundo, a veces incluso a costa de su propia vida, y de inmediato se llena de satélites que orbitan a su alrededor en busca de un botín que no les pertenece. Sus obras se convierten así en hermosas y acogedoras casas con onda, no con estilo, armadas según los suplementos de vivienda y decoración. La única diferencia con los llamados bestsellers es su escasa capacidad expansiva y su permanente mala conciencia. De más está decir que los autores de bestsellers carecen de estilo. Y no les importa, claro.

Más que esos "seres en los que habita una profunda negación del mundo" -según Vila-Matas-, Bartleby representa la actitud de los que no están dispuestos a sucumbir ante la manzana de las fórmulas sacralizadas.

Incluso un ser opaco como el escribiente tiene la posibilidad de marcar con su impronta su paso por el mundo; y la aprovecha con los pocos recursos que le deja aquel universo de oficinistas neoyorquinos. Bartleby no es una enfermedad, no es el síndrome de quien no es capaz de actuar o de quien padece algún grado de afasia. Bartleby es la lucha del que busca hasta el final ser fiel a su estilo.

En el poema Style, Bukowski dice, según la traducción del joven escritor Pablo Toro, que ha "visto perros con más estilo que hombres. / Aunque no muchos perros tienen estilo. / Los gatos lo tienen en abundancia". Y a la luz de sus ejemplos, la conclusión parece ser la siguiente: si el estilo es una forma de vivir, es también -o sobre todo- una forma de morir. Hemingway volándose los sesos con una escopeta sería, según el viejo Hank, el corolario perfecto de un escritor con estilo. También puede ser Vallejo en un hospital de París, muriéndose peruanamente un día del cual tenía ya el recuerdo. O el pequeño Augusto Monterroso concluyendo una larga vida de 81 años en Ciudad de México; un longevo que amó siempre la brevedad y la paradoja.

Aunque quizás baste con una imagen, que ahora se encuentra fácil en Youtube: un Elvis Presley ya obseso, sudoroso, embutido en su traje blanco, con un sol azteca que se le abre en el pecho, cantando My Way en Indianápolis. La última canción, de su último concierto, dos meses antes de morir por sobredosis. Con los ojos en el piso o en la hoja con la letra que ya no recuerda, Elvis canta como si supiera que ese es el único desenlace posible: "For what is a man, what has he got? If not himself, then he has naught" (algo así como: "¿Pero qué es un hombre, qué ha logrado? Si no es fiel a sí mismo, entonces no tiene nada").

Eso es estilo. Morir con las botas puestas, con esas botas blancas y puntiagudas de Elvis.

*Escritor, autor de Fiesta de Disfraces.

 

 

 

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