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El látigo de Cioran

Luis López-Aliaga
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 8 de abril de 2005




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No sé si quería morirme, pero muchas ganas de vivir no tenía y si hojeaba libros en la estación de Sants, en Barcelona, era sólo para dejar que pasaran las horas, porque estaba empeñado en realizar el viaje durante la noche: si el insomnio me tenía a maltraer, sacaba cuentas, al menos que me permitiera ahorrar el dinero del hotel. Ni siquiera tenía claro hacia dónde partiría aquella noche, me daba igual, todo me daba igual en ese momento.

Entonces, en un pequeño galpón con paredes de vidrio, donde se vendían desde botellas de cava hasta videos porno, me topé con Conversaciones de E.M. Cioran, en una flamante edición de Tusquets. No sé precisar qué párrafo o qué frase de aquel conjunto de veinte entrevistas, concedidas para distintos medios entre 1970 y 1994, fue el que aquella tarde de abril de 1996 me empujó a leer durante más de media hora el ejemplar de la tienda, de pie frente al estante de las novedades, a pagar luego casi tres mil pesetas y a continuar la lectura más tarde, en el tren que me llevó, finalmente, a París.

Había escuchado hablar de Cioran en 1987, en un encuentro literario que organizamos, a través de la revista Claridad, en la facultad de medicina de la Universidad de Chile. Y fue Marco Antonio de la Parra, siempre tan informado y enfático, quien nos instó a leer al filósofo rumano. Era el año que Cioran llamaría del "éxito humillante", durante el cual su obra, Ese maldito yo, vendió treinta mil ejemplares; los Silogismos habían vendido quinientos ejemplares en veinte años. Como sea, aquella vez intenté, obediente, leer Contra la historia, en una edición de bolsillo que encontré frente a la facultad de arquitectura. Pero entonces, época de entusiasmos y compromisos políticos, Cioran no me dijo nada, no tenía nada que decirme.

En cambio, al encontrarme casi diez años después con Conversaciones, las cosas ya eran distintas. Cioran había muerto hacía un año en París, y yo ya no estaba en la universidad, ni perseguía causa política alguna. Vivía, a mi manera, aquello que los sociólogos de la transición denominarían genéricamente "desencanto".

Muchos libros han marcado mi vida, pero siento que ese en particular me salvó la vida, literal y literariamente hablando. Lo recuerdo por lo azaroso del encuentro y por lo paradójico que resulta que en el estado de desgano vital en el que me encontraba, experimentando algo así como el sinsentido de la existencia, fuera nada menos que Cioran el que viniera en mi ayuda. Creo que fue la forma dialogal del libro la que consiguió involucrarme de inmediato, llevándome a olvidar incluso el traqueteo de la estación de trenes a mi alrededor. Allí estábamos sólo yo y el libro, en una atmósfera de intimidad desde la cual dos soledades intentaban comunicarse. Una conversación de ida y vuelta sobre los temas que me carcomían el seso y la guata y que, para ser más preciso, me consumían entero en aquel momento. Cioran hablaba, me hablaba, sobre el suicidio como una idea que ayuda a vivir, sobre la indecencia de publicar libros, sobre el sentido irónico de la Historia, sobre el budismo tardío, sobre la dificultad de la renuncia, sobre la necesidad de aceptar nuestras contradicciones, sobre el insomnio, sobre la filosofía como fragmento, como explosión, sobre el hastío y el tedio de la existencia.

Por cierto, resulta extraño pensar en Cioran, el nihilista, el desgarrado, el oscuro de Cioran, como en una especie de salvador de almitas perdidas. Pero en el mismo libro se le pregunta por la curiosa alegría que provocan sus escritos, un gozo difícil de explicar pero que termina reconfortando, y hasta encendiendo una cierta llamita vivificadora. Eso mismo que llevó a Angelo Rinaldi a definirlo como "el más alegre de nuestros maestros de la desesperación". Es como si al abrir la ventana del abismo se colara por ella un ventarrón que despeina y reanima. Cuando Fernando Savater le pregunta por esta paradoja, Cioran confiesa que ha recibido muchos mensajes del tipo: "Yo me habría suicidado si no hubiera leído a Cioran". Y cree que la explicación está en el hecho de que sus libros no son depresivos ni deprimentes, del mismo modo que un látigo tampoco es deprimente. Y es cierto, porque bajo el rigor de ese látigo terminé de leer el libro antes de llegar a París y lo releí y subrayé con un lápiz verde a la noche siguiente, cuando tomé el tren de regreso a Barcelona. Ya me sentía mucho mejor.



 



 

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El látigo de Cioran.
Por Luis López-Aliaga.
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 8 de abril de 2005