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Luis López-Aliaga | Autores |

 









Breve estudio de las arañas

En Mundo salvaje, de Luis López-Aliaga


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La cuba, al fondo de un patio interior, botaba un vapor blanco que subía hasta convertirse en una nube autónoma que buscaba su propio rumbo entre los cerros. No tenían traje de baño, pero les prestaron unas batas blancas de toalla con las que salieron a la noche; eran así dos fantasmas de cómic que corrían descalzos por el pasto húmedo. El agua estaba muy caliente y ella soltó un gritito agudo cuando metió el pie para tantearla. De todos modos lograron acostumbrar sus cuerpos al calor y se metieron desnudos, ya muy tarde en la noche. Si había más gente en el hotel, estaría durmiendo. Desde la cuba se veían todas las habitaciones con las luces apagadas. No se escuchaban sino algunos ladridos lejanos.

¿Te acuerdas cuando hacíamos espiritismo allá en el sur?, quiso saber ella. A Batista le pareció una mala broma y prefirió seguir callado; sudaba ya por el agua caliente. Era divertido, siguió ella. Puros muertos mulas. Sin brillo.

Tenían solo las cabezas fuera del agua, como si flotaran sueltas, dos cráneos pegados a la madera de la cuba. Los cascarrabias eran lejos los mejores, dijo ella, no querían que nos fuéramos a acostar. Como si se sintieran solos.

Entonces Batista recordó y lo dijo: Había un cuaderno, ahí anotábamos todo lo que nos iba a pasar en el futuro. Se quedó callado unos segundos, miró hacia el final del patio, donde una puerta de madera se tambaleaba por el viento, y agregó: Ahora. Esto.

¿Qué habrá sido de ese cuaderno?, preguntó ella y sacudió los pies como si se diera impulso. Se formaron olas en la superficie, una tempestad en miniatura. Batista se levantó para sacar la mitad del cuerpo afuera, al aire frío; sentía que se estaba achicharrando.

A lo mejor está entre los cachureos de alguna tía, dijo. Y a lo mejor ahí está escrito esto. Esto: ella dijo “mejor salgamos”, si no vamos a ser cazuela. Y está escrito también que se secaron sobre la tarima de madera, se pusieron las batas blancas y cuando iban de regreso, a mitad del camino, ella se quedó inmó- vil y dio un grito que era un grito hacia adentro, un ahogo. Temblaba sin moverse.

Batista se preocupó, le preguntó qué le pasaba, pero ella no decía nada. Le tomó la mano y, aunque venían del agua caliente, estaba fría. Él siguió con la mirada la dirección de los ojos de ella, muy abiertos siempre, y allí, a sus pies, vio la araña. Al parecer el bicho también se había paralizado por el miedo. El pasto brillaba mojado por la llovizna y devolvía la luz de un farol que a pocos pasos brotaba del piso. Entre los pies descalzos de ella y la cerámica que antecedía a la puerta de vidrio, esa mancha café oscuro, con los pelos parados y las patas como centellas negras aferrándose al piso.

Flavia, le dijo él y la sacudió un poco del hombro. Pero ella no reaccionaba. Era la primera vez que mencionaba su nombre desde que se la encontró por casualidad en aquel restorán, enclavado por ahí cerca, en otro cerro. Aunque dudó de eso incluso, quizás sí la había nombrado antes, la había nombrado en su cabeza al menos, o es probable que lo dijera en voz alta para llamarla, para advertirle de algo o solo por gusto.

Flavia, repitió entonces, pero nada. Ella seguía ahí, con los ojos bien abiertos, sin reaccionar y sin respirar casi, ahogada en una inhalación que no terminaba nunca. Ya ni siquiera temblaba. Batista temió lo peor, pero esa sola idea lo tranquilizó un poco. ¿Qué era lo peor en este caso? Quizás incluso era la posibilidad de que ella, Flavia, se quedara.

Antes, cuando salieron del restorán, un ventarrón frío los golpeó en la cara. Las montañas estaban ahí mismo, encima, la nieve se veía, en la noche, como una especie de sombra luminosa. Recién ahora entiendo por qué se llama cajón, dijo ella. Estamos metidos en un cajón. Se refería a las montañas, las paredes negras que se dibujaban sobre un cielo azul oscuro.

¿Por qué no te puedes quedar?, le preguntó Batista.

Ay, qué pesado, le dijo ella. Estoy muerta.

Era una obviedad. Pero la pregunta era otra, y si no volvió a formularla fue porque se distrajo con una sombra negra que planeaba en el cielo, entre una montaña y otra.

Un cóndor, dijo en voz alta, para tranquilizarse. Flavia no levantó la vista para mirar, pero asintió.

No me puedo quedar, dijo. Pero esta noche sí, si quieres.

El hotel estaba algunos kilómetros más abajo, tenía las escaleras torcidas y unas figuras desproporcionadas en las cornisas, todo hecho de madera. Parecía el refugio de un cuento infantil, la casita donde duerme la princesa o donde los niños se esconden del ogro malo. Hotel Peumayén, leyó Batista en un folleto promocional que tomó de la recepción. Significa “lugar soñado”, le dijo después a Flavia, cuando ya estaban en la pieza, preparándose para meterse a la cuba.

Qué chulo, dijo ella, y los dos se rieron apenas. Ya se habían colocado las batas blancas.

La araña movió primero una pata hacia delante, lento, como si tanteara, y después dio un giro hacia el costado y corrió a toda velocidad hasta desaparecer detrás de la piscina.

Pensó que entonces, por fin, Flavia reaccionaría, pero siguió igual, apenas dejaba escapar un hilito de aire por la boca, una exhalación insignificante que él sintió diluirse cuando llevó la palma de la mano a pocos centímetros de sus labios. Aprovecharse, quedarse con ella, con esa versión disminuida de ella. Un pensamiento mezquino, lo sabía y no le importaba.

Entonces se dio cuenta de que también él estaba allí pegado hace rato, apenas movía un brazo para sentir la respiración de Flavia, apenas abría la boca para pronunciar su nombre. Iba a comenzar la fuga, subiría a Flavia sobre sus hombros, tiesa, pagaría la cuenta, la escondería en la maletera del auto. Pero entonces ella pestañeó con fuerza, varias veces, y luego sacudió los hombros, un movimiento que se expandió como una corriente hasta la punta de sus pies, el dedo chico que era curvo, un ganchito que la acomplejaba.

Me dio la garrotera, dijo, y sonrió.

Fue heavy, le explicó Batista. No sabía qué hacer.

Ponle color, le dijo Flavia y se apretó la cinta de la bata en la cintura. Vamos a la pieza, mejor. Y lo tomó de la mano y lo condujo hacia el interior del hotel.

En la habitación se sacaron las batas y quedaron desnudos. Ya estaban secos y sus cuerpos se habían puesto blancos y arrugados. Blancos con grandes manchones rojizos, como mapas que se extendían por detrás de un hombro o entre las piernas. En Flavia la mancha roja se desplegaba por la cadera izquierda y aterrizaba en punta, casi tocándole los pelitos de la concha.

Batista le tomó las manos. Notó que estaban especialmente blancas y arrugadas.

Igual mala onda pasar por esto de nuevo, le dijo.

Ya, lo interrumpió ella. No seai llorón.

A Batista ya se le había parado. Cuando dio un paso hacia ella, sintió que la punta del pico se le doblaba hacia dentro, presionado contra la panza apenas curvada de Flavia, una pequeña porción de piel que no se había enrojecido con el agua caliente. Le cruzó los brazos por la espalda y con la mano derecha palpó el huesito donde terminaba la espalda. Se quedó ahí, reconociéndolo. Llevó entonces la otra mano hacia delante y metió el índice en su concha. Estaba mojada, tibia por dentro. Se arrodilló en la alfombra áspera y comenzó a lamerla, afirmándose con fuerza de las nalgas, los dedos casi garras sobre esa sustancia maleable. Mantuvo su lengua ahí, entre esos pliegues, moviéndola de arriba abajo, hacia los lados, tensando los músculos para llegar más lejos; después comenzó a sorber, los labios estirados como un tubo, succionaba, tragaba, el sabor de ella iba ganándolo todo, se ahogaba a veces, se mareaba, pero persistía, los gemidos de Flavia los escuchaba cada vez más cerca, tan cerca que en un momento le pareció que salían de él, era él el que gemía, solo en esa pieza, sin dejar en ningún momento de sorber.




 

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