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Lota, del fotógrafo Lorenzo Moscia

Prólogo

Armando Uribe Arce

 

Con el fotógrafo Lorenzo Moscia hemos formado una amistad compuesta de fotografías y conversaciones referentes a la poesía. Las fotos pueden tener poesía. Hay poesía en todas las artes verdaderas, no sólo en los poemas escritos. Puede haber poesía oral en las conversaciones, así como la hay en la belleza de mujeres y flores. La poesía muchas veces está en el detalle, así es que en vez de «flores» digo: los alhelíes junto al muro interior de la casa natal de esa joven mujer que amé el día sábado pasado, detallando la «belleza de las mujeres» de las que antes hablaba.

También lo terrible y monstruoso o singular que impresiona tiene belleza cuando en fotografías de Lorenzo Moscia se lo muestra lleno de vida o muerto y siempre bello, con poesía. La extensa y variada serie de sus fotografías sobre Lota, donde hay también melancolía, adustez, nostalgia y gozos transitorios, retratan el lapso aún pendiente del cierre de las minas de carbón y a los trabajadores hoy desocupados, las calles y las casas de una Lota real y detallada, abismal.

La gente de Lota es mestiza chilena. Significa que desciende linealmente de mapuches y de conquistadores extranjeros de España de cuatrocientos año ha, calculados a ojo de buen varón (acaso no es tan bueno tal individuo). Como sea no son estos latinos tan antiguos en su territorio, si bien su relación con el carbón los hace antiguos como el hombre es de antiguo una estirpe de milenios en el cavar la tierra y rocas milenarias y aún en este caso más antiquísimos aún (como peces, toros, mamíferos) que extraen el carbón submarino debajo de la arena y las rocas del piso del Océano Pacífico. Ahí conocí personalmente el frente del carbón subterráneo que estaba bajo el mar. En sus cuevas caían gotas líquidas que creí escurrimientos de agua marina. Sin decir nada recogí unas gotas en la mano y lamí –su sabor era dulce y provenía de las mapas de agua debajo de los suelos marítimos–. Faltaba el aire en el frente minero, desde la bocamina en la playa soplaban enormes fuelles como órganos músicos pero su ruido era inorgánico. Salí temblando, subido en una olla de fierro: el ascensor oscilaba, golpeando los muros circulares del hoyo y tuve por vez primera la experiencia de la muerte después de estar en el infierno.

Conozco Lota desde niño por razones y sin razones de la familia de mi padre: un tío era el gerente general, otro tío abogado de Lota Schwager, y un tercer tío el administrador de ese parque paradisíaco de Lota que no habitaban los obreros del carbón, sino yo cuando niño jugando entre los árboles a solas. Pasemos a la prosa y a las habitaciones de los mineros del carbón, oscuros, con la casa y las manos renegridas por el polvillo del carbón y ropas miserables de color desvaído, con grandes manchas negras y anchas barras negras también como barrotes. Más pequeños que grandes, muchos jóvenes muy avejentados por el trabajo bajo la tierra más abajo del mar sin divisar el cielo blanco que se vuelve dorado cuando en el mar se pone el sol. Volvamos a la prosa. Muy viejos llegan a las casas cuando tienen familia, regresan de noche si trabajan en el día, si trabajan de noche la madrugada casi los ciega; para la mayoría la casa es dormitorio colectivo en barracas yermas aunque pobladas por las camas calientes –es decir ocupadas día y noche por turnos de mineros nocturnos reemplazados sin tregua por mineros de día–. Esto durante un siglo más o menos.

Don Luis Cousiño, don Matías Cousiño, la señora, antes la conocida señorita Violeta Cousiño, la de muchos amores y amoríos. Grandes señores, grandes señoritas bellas y elegantes, vestidos a la moda de París, y ellos con hábitos de Londres; sus zapatos y zapatillas relucientes de charol, como si caminaran en el cielo. Su cielo estaba en las Europas, donde eran propietarios de mansiones, palacios que en París son llamados «Hotel particulier». La calle donde estaba el de París se llama Lota, por gestiones de Luis Cousiño ante el Hotel de Ville Municipal de esta ciudad llamada Luz. ¡Vida feliz (en apariencia al menos) de los Cousiño! Alimentada o recubierta por los mantos –de armiño para ellos– carboníferos, negros, tejidos en el frente del carbón por los obreros del frente de carbón, amenazados por el Gas Grisú. Creían ser aristocráticos estos Cousiño llegados al país austral de zona portuguesa o galaica de España, no a la conquista trabajosa y guerrera de la región de Araucanía, sino tardíamente «a hacer la América». Negociantes y mercaderes equivalentes a la gran burguesía de Europa o digamos a la gran burguesía semi-industrial, pero formando parte de Chile de una proto-burguesía media arcaica con nostalgias (falsificadas) de nobleza… En Chile desde su palacio Cousiño de Santiago usaban mayorales carbón y capataces de jauría para amansar mineros negros, pequeñitos (había también niños en el trabajo de la minería; niños que no jugaban en el parque de Lota).

La casa de huéspedes en Lota estaba reservada para los finos y elegantes amigos de los dueños, con grandes comedores y mozos de etiqueta, salones amplios amoblados a la inglesa y céspedes cuidados y manicurados por jardineros con tijeras; los dormitorios eran vastos, con cortinas de seda.

Ahí dormí una vez en cama muelle y ancha, como de matrimonio, y dormí como un ángel asexuado; era niño. Una mucama toda almidonada me llevó, en la bandeja de plaqué un desayuno refinado pero abundante, estilo que yo imaginaba inglés, con huevos fritos y tocino. Me sentí grande en un hotel de Europa (no conocía Europa sino por libros y conversaciones de los amigos de mis padres). En saloncito contiguo al dormitorio, sobre una mesa pequeña había una revista del papel satinado, en inglés, ejemplar de diciembre –estaba en vacaciones de enero en verano– con unas fotografías en colores sobre las Pascuas navideñas y los castillos medievales en los que niños rubios celebraban las Pascuas de Navidad rodeados de juguetes mecánicos brillantes (parecían de plata) y rubios osos de peluche suave junto a muñecas de trajes folklóricos de grandes ojos claros bien abiertos. Estuve hojeándola feliz, por un buen rato. Llegó mi padre que alojaba en otra habitación, vestido y afeitado. Yo estaba todavía con pijama. Me apresuré en vestirme, después de estar un largo rato en la sala de baño más suntuosa que había conocido.

Mineros del carbón desde mucho antes, las seis de la mañana, abandonaron sus casuchas y galpones, mientras llegaban los mineros del carbón de la noche a sus camas calientes, miserables.

En el parque de Lota y cercano a su entrada había un pequeña casa como las de juguete, pero en tamaño para adultos, en la cual se vendía a precio de fábrica loza de Lota. Nunca supe dónde estaba esa fábrica, supongo en Lota mismo, con operarias que serían las mujeres de los mineros del carbón. Lo imaginaba así porque eran cosas para la casa, unos servicios de té, platos para comida y postre, también los ceniceros que en su fondo decían: Lota, palabra que en toda la vajilla doméstica de loza se inscribía en el dorso para que la madera de la mesa pudiese leer esta marca de fábrica. Era un negocio semi-artesanal, entiendo, propio de la misma compañía. Pretendía, talvez, humanizar el trabajo violento de la industria terrible del carbón, con vajilla doméstica de loza, pobre pero pintada, no tan pobre, digamos de «clase media», sin afán artístico salvo uno más o menos mediocre, para comedor o saloncito que en su pared exhibe un cuadro inspirado en Pacheco Altamirano, «famoso» entonces en el medio de medio pelo… Había candelabros de loza, erguidos, pretenciosos, salomónicos.
Esa palabra Lota representaba algo final, definitivo, quizás fatal; también había podido ser el nombre de una Parca o de una prostituta en las leyendas del folklore o incluso una mujer malvada en un mito agresivo del inconciente colectivo.

Y la palabra loza me parecía su disfraz.

Eran miles de obreros cesantes del presente, junto a los muertos obreros del pasado que rondaban aún por túneles y bocaminas del manto carbonífero y las calles roídas y raídas del pueblo Lota, roto desde su nacimiento por el aire salino y la miseria popular.

Una gran cantidad de estos últimos mineros con el tiempo llegaron a amar la mina submarina. Para hacer un trabajo bien hecho hay que amar ese trabajo, y el amor se transfiere a la materia que se trabaja, carbón en este caso. En realidad esos amores, son naturales, casi tanto como el amor a su mujer, a los hijos y a los padres ancianos. Todo amor comienza por afecto a la vida que se tiene, a los miembros del propio cuerpo. Como a sí mismo, dice la Biblia, hay que amar a los prójimos. Amarse no es pecado ni rareza, es amor a la vida que uno tiene. El cuerpo con que se trabaja, por ejemplo, el carbón, tiene que amar esa materia para que sea bien hecha la obra que se hace.

Pues bien, o muy mal, llegó un minuto cuando aquellos que mandan y nunca habían trabajado ese carbón con sus cuerpos, aunque miraban desde sus oficinas los papeles, informes y cuadros estadísticos, decidieron que ya no había lucro (porque es su dios el lucro) en el trabajo del carbón, y por lo tanto (las estadísticas son las servidoras de su dios, y el raciocinio «lógico» e inhumano su sacerdote principal) cerraron para siempre en Lota la mina de carbón. La depresión económica y la terrible depresión psicológica se instalaron hasta hoy en Lota, deshaciendo el amor.

Catástrofe social, humana, familiar, del cierre de la mina. La cesantía, cuyas piedras golpeadas por el pie siguen siendo las mismas piedras inorgánicas. Los días con sus noches se alargan hacia el horizonte por las calles sin nombre, sin hogares, sin gente sino sombras tanto de día cuanto en la oscuridad que borra las siluetas. ¡Los problemas en casa, los sin casas en problemas de vida y muerte! Los aburrimientos cuyos lapsos contienen vacíos infinitos. El recuerdo y los sueños en el sueño, dormidos y despiertos con la mina, los túneles, los ascensores, el frente del carbón cerrado para siempre por el Grisú de cesantía perpetua, sin trabajo ni salario ni cuerpos de mineros laborando el carbón. De ser amado se volvió enemigo. Birlaron el amor de los mineros aquellos que materialistas mecanicistas pero abstractos, barajan números en escritorios de oficina, o, los obesos capitalistas que deciden en sobremesa de su cena, mientras sorben café y hacen humear habanos (reconozco que esta última imagen es un cliché, pero en la realidad hay unos políticos delgados y nerviosos que fuman puros y hay capitalistas gruesos y con barbas que fuman sus cigarros después de merendar con los primeros), el cierre de las minas de carbón.

Ofrecieron especializaciones alternativas a los cesantes del carbón. Fue trampa.

Y en Lota está la muchedumbre de los mineros despedidos por cierre de la mina, enfrente, no al frente del carbón, de la agonía y muerte negra. La preceden hoy las depresiones.

¿Qué fue, en definitiva, Lota para nosotros y para los mineros del carbón? ¿Lucha de clases, expresión maldita? Desde que reina en todo el mundo y Chile mismo la ideología totalizadora neo-capitalista neo-liberal, esa expresión, nos dicen, ya no se puede utilizar.

Contra lo que se cree, esa expresión no la inventaron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848. La tomaron de libros del liberal capitalista Quizot, historiador, Ministro varias veces, Primer Ministro, de gabinetes de gobierno en la Monarquía Constitucional de Luis Felipe de Orleans el rey de los franceses (observen, no de Francia solamente sino «de los franceses») entre 1830 y 1848. Quizot no era y no es un maldito para el capitalismo; muy por el contrario, reunió comerciantes e industriales y empresarios además de banqueros, y les dijo exhortándolos, una frase famosa en los anales del protestante Kapital: «¡Enriqueceos!» Pero asimismo compuso por vez primera otra frase famosa (no en los mismos anales, salvo en un son de crítica): hay lucha de clases.

Como sea (yo sé cómo es) la Odisea y la Ilíada, la gesta en Chile de la minería, y del carbón del cual hablamos, como en salitre y cobre, etcétera, etcétera, no pueden explicarse bien sino por el contraste del minero con los dueños, debido a cierta frase «mala», dicen quienes ignoran la historia de Francia y, agregaría, la del Capitalismo, la de Chile: lucha de clases. Y Lota es sitio suyo, y fue asaltado.

 

 

 

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