Tumbas abiertas
Lina Meruane
El Mercurio, sábado
21 de agosto de 2004.
Convertir la muerte en una obra de arte es una empresa tan singular
como antigua, aunque muchos querrían detener este empeño
manifestando inquietudes éticas (o sociales) nada descartables.
Pero que nadie se engañe: una serie de fotógrafos norteamericanos
sigue trabajando la estética de la muerte con implacable instinto
estético.
Pienso en dos obras extremas: las pictóricas (y paródicas)
naturalezas muertas humanas de Joel- Peter Witkin, o el destemplado
realismo de Andrés Serrano que en ocasiones ahuyenta precisamente
la mirada que desea capturar. Pienso también en el trabajo
reciente de la fotógrafa Sally Mann, que mira la muerte desde
ángulos inéditos.
Dicen que Mann siempre tuvo "algo con la muerte". Ya hace
una docena de años la artista provocó polémica
por exhibir desnudos infantiles de sus tres hijos, donde exploraba
esa ambigua (y porosa) frontera entre lo sexual, lo accidental y lo
mortal.
Ahora Mann extiende y explícita su proyecto fúnebre.
"Lo que queda" reúne unas noventa imágenes
que constituyen su reflexión sobre el difícil arte de
la muerte. Lo que instaló definitivamente este tema en su currículo
fue el hallazgo de su perra congelada en el jardín. Tras el
primer impulso sentimental, Mann dio curso a una curiosidad de su
intelecto: ¿Qué iba a pasar con su perra? ¿En
qué se iba a transformar? Aconsejada por expertos, la enterró
en una jaula de metal para no perder ni un solo hueso cuando la exhumara.
La serie sobre ese desordenado esqueleto (que abre la muestra en la Corcoran
Gallery de Washington) es una suerte de abstracción
ósea, el trueque de la pérdida por una organizada acumulación
arqueológica.
Después realizaría las impactantes tomas en un laboratorio
de estudios forenses al aire libre, donde fotografió cuerpos
en descomposición mediante un antiguo artificio fotográfico
que deja, en la superficie de la foto, rasgaduras perturbadoramente
semejantes a las que se producen en la piel de los cadáveres.
Las siguientes dos series muestran solitarios paisajes en blanco y
negro: el de la granja de Mann, adonde un prófugo carcelario
vino a suicidarse, y el del desolado campo de Antietam, donde miles
murieron en la más cruenta batalla de la Guerra Civil. Aquí
no hay huesos ni carne, sólo tierra. Para Mann unos y otros
son materiales de la misma especie, preciadas obras del tiempo. "La
tierra es la acumulación de lo muerto, la tierra está
esculpida, casi, por la muerte", ha dicho Mann.
Estas panorámicas suyas son tan intensas como todo lo anterior:
hay que afinar el ojo para entender qué es lo que se ve, y
este esfuerzo es como el de la dolida memoria que recupera a sus muertos
en el lugar donde han dejado su sangre. Si Mann ha violado restos
mortales, parece haberlo hecho para comprobar que el cuerpo es el
ingrediente de otras vidas, y que documentar su devenir transformándolo
en arte es el gesto (siempre inútil) de los vivos.