TONTOS GRAVES
Por Lina Meruane
Desde Nueva York.
El Mercurio, sábado 22 de mayo de 2004
En un gesto sorprendentemente prescriptivo, algunos escritores andan
proclamando el humor como ingrediente indispensable de la fórmula
literaria. Esta urgencia por imponer a la literatura (territorio preferente
de la libertad) el requerimiento obligatorio del humor me está
poniendo de mal humor.
Quizá sea una maniobra terapéutica la que me ha llevado
(durante meses) a tomar nota de las cualidades benéficas que
se le atribuyen al humor (y las desgracias que aparentemente sobrevienen
ante su carencia). En mi libreta (convertida en recetario) tengo:
la literatura sin humor padece de estreñimiento, el humor es
la ventana por la que entra el aire, un libro sin humor no es un libro
serio. El humor se presenta como ungüento sanador de una literatura
pretendidamente enferma (estreñida, asmática, idiota).
Tengo también el fragmento de una entrevista en que Vargas
Llosa, diagnosticado (por él mismo) como un alérgico
al humor en la literatura, cuenta cómo se mejoró de
esta afección escribiendo Pantaleón y las visitadoras.
El autor peruano (ahora español) dice en mi recorte que la
literatura no sólo debe estimular la inteligencia y la imaginación
de sus lectores, sino que debe, también, al mismo tiempo, divertirlos.
(Cuántos deberes.)
No creo que la literatura esté forzada a tener chiste. Ni DEBE
ser graciosa ni seria, ni convencional ni experimental. Cada escritor
construye la legitimidad de su proyecto de distinta manera. Enfrentado
a la página en blanco, todo autor busca (y a veces encuentra)
la estrategia que le dará forma a sus particulares preocupaciones.
La frecuencia con que en defensa del humor se pregona una literatura
que deje atrás las torturadas novelas de nuestro pasado reciente,
o los sesudos experimentos formales, o cierta gravedad literaria,
para posibilitar la producción de unos libros más sensuales,
ligeros, divertidos, que curen a la escritura chilena del mal histórico
de la seriedad, contradice la noción de la literatura como
acto de libertad creativa.
Que quede claro: el humor no está reñido con el pensamiento
crítico. Hay toda una tradición narrativa que hace de
la ironía y la parodia un ejemplo de cómo torcer el
sentido común, quebrar tópicos y desenmascarar las contradicciones
latentes en todo cuerpo social. Pero puede servir también para
lo contrario. Y lo que me inquieta (además de la imposición
del humor como único (y último) recurso literario) es
su posible uso como método de limpieza de todo lo que huela
a complicación y a disenso. Un humor que sirva como paliativo
de toda perturbación estética y social. Que contenga
en su levedad una claudicación frente a la complejidad, las
contradicciones, la palabra y sus torceduras. Habrá que preguntarse
al servicio de quién se pone la prescrita gracia, la exigida
ironía, la medicinal ligereza para evitar de esta forma que
el humor se convierta en dogma literario.
Me inquieta el uso del humor como método de limpieza de todo
lo que huela a complicación.