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‘Los Araucanos’, la crónica de un yanqui en La Frontera
Ediciones Cagtén

Por Luis Marín Cruces
escritor y periodista



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Edmond Reuel Smith (New York, 1829), hijo de un comerciante, tenía 20 años cuando llegó a Chile como funcionario de la Expedición Astronómica Naval de los EE.UU, que se asentó en el Cerro Santa Lucía para observar el planeta Marte. Reuel, quien hizo ahí labores de investigación metereológica y magnética, tras concluir su contrato quiso visitar las provincias de lo que se conocía como Ultra Bío-Bío o Territorio Indio. Había vivido en Suiza y cursado en la Universidad de Yale estudios de mineralogía, zoología, botánica y español, y leído La Araucana de Ercilla y el Saggio Della Storia (1782) del abate Molina.

Apertrechado de tales experiencias, como también de una vasta cultura que le hace mentar sin impostura el latín y a autores como Shakespeare, Horacio o Jonathan Swift, parte desde Concepción “el 4 de enero de 1853, impulsado por el amor de aventuras […], para visitar aquel campo clásico de la historia chilena conocido como La Araucanía” (p. 19). Es el comienzo de un viaje fatigoso y condensado, “de jornadas que tienen el olor del caballo” (Borges), donde blandiendo más de alguna carta autorizada y una retahíla de solemnes baratijas y en compañía de su guía, visita a caciques como Chancay, Mañin-Huenu o Ayllal, desplazándose por La Araucanía, “que se divide en cuatro provincias paralelas [de Oeste a Este], que se conocen con los nombres de Lauquen-Mapu o Región del Mar, que incluye las zonas de Arauco, Tucapel, Illicura y Boroa; Lebun Mapu o Región de los Llanos, que abarca Encol (Angol), Purén, Repura, Maquehua y Marequina; Inapire-Mapu, la Región al Pie de la Cordillera, que incluye Malven, Colhue, Chacaico, Quechereguas y Guanague; y Pire-Mapu, los Valles de los Andes”. 

Ricardo Latcham, el traductor en 1914 de esta obra publicada originalmente en 1855, en inglés, y ahora reeditada por Cagtén Ediciones, asegura en el prólogo que las observaciones de Reuel “no están teñidas de los prejuicios que muchas veces hacen desmerecer las noticias y deducciones de los cronistas” (p. 13). Pero lo cierto es que este libro está determinado por una visión eurocentrista o blanquicentrista, por la dicotomía clásica entre civilización y barbarie, y pese a la admiración que al cronista le producen ciertas cualidades del pueblo originario –como su medicina, su gallardía, su afectuosidad, su simplicidad culinaria y su recatada institución del matrimonio con rapto simulado– prevalece un tono de distancia irónica, y hasta de un sarcasmo desusado y hasta impropio, pero atendible en una obra como ésta, que tiene mucho de literatura.

Y no sólo por las espléndidas maderas de su escritura, sino por el personalismo irreverente de la pluma de su autor: un diletante que no hizo de la crónica de viajes su oficio primordial, un apenas veinteañero a medio camino entre el enfant terrible y el señorito newyorquino obsesionado con la higiene (no pocas veces los mapuches lo confunden con mujer), quien escribió esta crónica a matacaballo (nunca estuvo mejor dicho) y la dio a la imprenta apenas un año después de su factura.

Los comentarios de Reuel se remiten mucho menos a criterios éticos que burdamente estéticos (“al lado del fuego, estaba sentada en cuclillas una anciana arrugada y legañosa, más parecida a un mono disecado o a una momia que a un ser humano”. p. 130), y cuando prefiere detenerse en aspectos morales, es mayormente para resaltar las cualidades del pueblo mapuche, como cuando alude a su capacidad para el diálogo: “Siempre se saludan al encontrarse, aunque sean completamente desconocidos. En la conversación nunca se interrumpen, jamás pasan por delante de una persona o entre dos que conversan sin pedir antes disculpas, y en muchos otros casos demuestran una buena crianza digna de naciones más civilizadas” (p. 127).

En los tres meses en que Reuel permaneció en La Araucanía y tomó notas para la vertiginosa factura de este libro, originalmente intitulado ‘Los Araucanos o notas sobre una gira efectuada entre las tribus indígenas de Chile Meridional’, conoció los usos y costumbres, los aspectos religiosos y las supersticiones, la medicina y los atuendos, la zoología y la botánica, y estudió ciertos aspectos históricos y político administrativos del pueblo originario, entre muchos otros de los trabajos y los días que acometió en su magnífico viaje. Y sin bien, como antes sostuvimos, el tono de su relato es suficiente y un tanto quejumbroso, intuimos en el mismo una buena cuota de felicidad, como por ejemplo cuando relata cómo el cacique Mañin –tras una jugarreta perpetrada por su guía– lo nombra su hijo y lo hace llamar Aguilucho del Mar: “El palacio real de Mañin, mi nuevo padre, está situado en un rincón pintoresco, respaldado por cerros coronados de bosques, al pie de los cuales corre un riachuelo cristalino que baila alegremente sobre su lecho de guijarros. Con sus verdes prados, aguas puras y elevados árboles, este me parecía uno de los lugares más apetecibles de Chile” (p. 173).

 

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Lea el primer capítulo de Los Araucanos
http://www.cagten.cl/single-post/2017/01/18/Los-Araucanos-por-Edmond-Reuel


 

 

 

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