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Sobre la ausencia de Luis Marín

Por Cristian Rodríguez


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Luís Marín (escritor, periodista y amigo) ha muerto: éste ha sido el dato más difícil de asimilar durante estos últimos días. El mundo se encuentra sobrepoblado de fenómenos intercambiables según los enfoques o interpretaciones con que se miren. Pero no la muerte de Luís Marín. Eso no se puede cambiar. Ya no lo encontraré en los mismos lugares, ni voy a conversar con él cuando lo necesite. Cuesta saber qué hacer ante un dato tan contundente. Y quizás la realidad sea eso: una noticia que persiste en sí misma, sin importar cuánto se le resista mediante la imaginación, la voluntad o el sentimiento.

Luís era un escritor cultísimo e incorrecto, sociable e impredecible. Coleccionaba amigos y enemigos de manera premeditada. Cuando lo conocí, me advirtieron que tuviera cuidado con él, que uno nunca sabía lo qué era capaz de hacer. Era una verdad a medias. Sus enemigos eran, en su mayoría, poetas egocéntricos y burócratas detestables. Sus amigos, por el contrario, tendían a ser personas cultas y sencillas; varias de ellas con vidas bastante típicas, y entre quienes -sospecho- él buscaba una extensión de su propia familia. Su fidelidad con sus amigos era total. Ser amigo suyo era una especie de reconocimiento: como pertenecer a una cofradía secreta de la cual formábamos parte con cierto orgullo.

Eso sí, Luís cometía bromas que uno debían tolerar, e incluso apreciar, aunque pudieran alcanzar niveles temibles. Recuerdo cierta vez en que me llamó por teléfono, y me preguntó, sin muchas explicaciones, qué pensaba yo sobre el proceso de admisión a las universidades (área en la que yo trabajaba por aquel entonces). Era diciembre -fecha de las postulaciones- y le tocaba redactar un artículo para el diario. Me desahogué y le expliqué todas las pestes que pensaba sobre el proceso, así como mi odio personal a esas instituciones, sin guardarme nada. A la mañana siguiente, me encontré con que Luís había publicado esa conversación como una entrevista para el diario, con mi foto en la parte superior. Pocas veces he sentido tanto miedo en mi vida. Tuve que ir a la oficina de mi jefe y robarle su copia del diario para que no me despidieran.

Historias tan espectaculares, y divertidas, como esas existen por montones. Estoy seguro de que su imagen como escritor (y como personaje de sí mismo) no parará de crecer con el tiempo. Las reediciones de sus libros provocarán una atención nueva y merecida. El problema, para nosotros, será su ausencia: qué hacer con los espacios vacíos donde antes estaba él, cómo dejar de esperar sus visitas a media tarde; cómo rellenar, con el puro sonido de la tele, aquellas conversaciones que nos podían haber costado la cabeza, cómo olvidar sus gestos, sus manías y toda esa presencia amigable de lo inaudito.

Lo que ahora es real, es la ausencia de Luís Marín. Sin él, la literatura se vuelve un tema más blando y predecible. Sin él, las calles sólo tienen autos y peatones a distintas velocidades, pero no un escritor tomando notas, concentradísimo, desde la esquina. Sin él, ya no hay chistes terribles acerca de Céline o Mussolini, y sólo quedan caras familiares y preguntas sobre la semana y el trabajo. Sin él, la realidad es algo más normal, igual de parsimoniosa, pero más mezquina.

Hay una historia que ejemplifica fielmente su relación con la literatura: cierta vez le pedí a un amigo en común que me prestara una novela. Al hojearla, me encontré con que algunas páginas estaban manchadas de sangre. Ante mi sorpresa, le pregunté qué le había pasado al libro. Mi amigo me contestó, entre risas, que se lo había prestado a Luís. Esa imagen me quedó resonando durante días, haciéndome cuestionar mi verdadera relación con la literatura. ¿Qué estaba dispuesto, yo, a sacrificar? Marín lo tenía claro: para él, la literatura era una cuestión de vida o muerte, un enfrentamiento que terminó por traspasar los límites físicos de su existencia.



 

 

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