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HISTORIA PERSONAL DE LA LITERATURA, RETAZOS*

Por Luis Antonio Marín**



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Refiere Borges que en el octavo libro de La Odisea, Homero sostiene que “los dioses tejen las desdichas para que los hombres tengan algo que contar”. Tal aserto, que puede parecer fatalista, es comparable con aquel otro, que algunos achacan a José Donoso (que sabía de estos temas), de que “la felicidad se escribe con tinta blanca”.

Tales reflexiones no son, como pudiera creerse, parte de un determinismo fatalista de raigambre cristiana, pues ya en el siglo XVI, Fulke Greville, ateísta irreductible, escribe, en unas frases lacerantes que Aldous Huxley recrea en el epígrafe de Contrapunto, lo siguiente:

“¡Tediosa es la condición del ser humano! Naces bajo una ley y a otra te descubres ligado, vanamente te engendran pero tienes prohibido el ser vano, enfermo te han creado y veste compelido a estar sano. ¿Qué propósito tendrá Natura Madre en tan diversas leyes –la pasión, la razón– que de la propia división son la causa?”. Ni tampoco se relacionan de manera directa con aquellos versos dimanados del versículo vigésimo tercero del capítulo tercero del libro de Job, donde el santo se pregunta: “¿por qué se da vida al hombre que no sabe por dónde ha de ir y a quien Dios ha cerrado la salida?”.

Tales reflexiones, me temo, tienen que ver con la esencia misma de la génesis literaria. Porque la literatura, o así la veo ahora al menos, es ante todo la decantación de un discurso; la contención emocional; el paño de lágrimas del payaso redomado. La luz al final del túnel para entrar de nuevo al túnel. El saber esperar. El saber re-significar. El convertir la desesperación vital (cualesquiera que esta sea) en algo diferente. De muchacho (“quien se hace joven muy tarde permanece joven por demasiado tiempo”, nos asegura Nietzsche) me sorprendía cuando algunos autores prometían que sus libros estarían preñados de amargura o ruindad (la Mistral llegó hasta a pedir perdón  por Los sonetos de la muerte)… pero en sus páginas habitaba la felicidad. Un solo ejemplo, en el libro El amigo piedra, un inédito de Pablo de Rokha publicado por Naín Nómez en 1990, hay una introducción de su hija Lukó De Rokha llamada Retrato de mi padre, cuya dedicatoria dice: “a mi madre y a mi familia con quien compartimos un pan muchas veces amargo”.

Vaya, decía yo, con Dostoievski o Balzac y los horrores de mi falta de peculio, creo haber tenido suficiente. Pero resulta que al hundirme en las páginas de este Retrato de mi padre, no pude parar de reír a carcajadas con las altisonancias y el espíritu disparatado de este gigante, de este auténtico padre de la patria de la poesía chilena.

Puedo decir, a ciencia cierta, que nadie me ha hecho más feliz que Pablo De Rokha y sus cimas desesperadas, nadie me ha hecho más feliz que Roberto Bolaño con sus atmósferas de exilio y desamparo, nadie me ha hecho más feliz que Guy de Maupassant con sus infiernos de crueldad o debilidad humana, nadie me ha hecho más feliz que Bruno Vidal, verdadero cronista del museo de horrores de la represión en dictadura. Nadie me ha hecho más feliz que ellos, también algunas de ellas (últimamente Silvia Plath), “que escriben de cosas tan terribles que no tiene sentido leerlos, siendo el mundo en sí mismo tan terrible”. Yo no sé si el mundo –como aseveran los gnósticos– sea tan odiosamente atroz. Para mí lo ha sido en diferentes ocasiones, quizás ahora mismo lo esté siendo. Pero entiendo que todo ese malestar, toda esa colección de fracasos, todas esas ansias carniceras de la nada, se pueden y acaso se deben transubstancializar (convertir el pan y el agua en el cuerpo y la sangre de Cristo), para hacer algún tipo de literatura que a lo menos no nos deshonre ante el espejo.

La literatura es, entonces, a lo menos desde mi mirada, un fruto paradójico que entraña la contradicción. Una forma de enviar al Demonio al Infierno, y acaso mi consuelo final e irrevocable para esta ineluctable travesía del desierto.

¿Y acaso no iba a hablar de la Narrativa en particular en lugar de la Literatura en general? Pues sí, pero debo aclarar que, al menos para mí, es indispensable para todo buen narrador conocer la poesía y escribirla (como yo lo hice con cierta asiduidad a lo menos hasta los 30 años); así como es también importante para todo buen poeta poder visitar la narrativa, con la fruición de un adolescente besando los labios del abismo. La idea es cambiar el lente de la realidad prefijada, de cierta superstición de los géneros, pues, como alguna vez se dijo, hay cierto tipo de electricidades o fusiles apuntados sobre el día que no soportan otro formato que la poesía. “Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias”, nos dice Jorge Teillier.


¿Mi cocina literaria?

Tema arduo y no carente de inocencia, el asunto de la cocina literaria equivale en cierto modo a cuestiones policíacas relacionadas con la productividad, con el número de caracteres dados a la imprenta en un promedio de años, con cierta efectividad escritural, cual si el tiempo se pesara en balanzas romanas; o, lo que es lo mismo, con la dialéctica costo-beneficio o con la dialéctica vigilancia y castigo o con la actual afición hacia los manuales, de la índole que fueren.

Pero si es preciso jugar, juguemos. En cuanto a mi cocina, debo decir que la estoy reordenando: he mutado el llanto altisonante (“El hábito miserable del llanto”, en palabras de Borges) por la simple y calculada bendición del sufrimiento. He optado por ver el vaso medio lleno en lugar del vaso medio vacío. Es evidente –como ahora se entiende al menos– que no padezco las alegrías del último libertino de la tele, pero ¿no soy acaso afortunado si me comparo con los héroes torturados de Guy de Maupassant? La carcajada ha sido mi Dios e inclusive la risa sin sonrisa, mas espero que nunca des-iluminada, o no al menos del todo.

Mis lecturas, que son constantes, anárquicas, reiterativas (esto es muy importante) y hasta obligatorias (para escribir mi tercera novela Far West, he debido visitar una decena de textos sobre el conflicto mapuche-chileno), son sin duda más importantes que mi escritura. En cierto modo, soy un lector que escribe. Y sobre este tema, y como alguna vez se dijo, “las profecías me asquean y no puedo decir más”.


¿Y La Araucanía?

En La Araucanía ha habido grandes escritores. Acá vivió Neruda entre los dos y los casi 17 años, acá residió la Mistral. Acá Juan Emar escribió una parte considerable de su monumental Umbral, acá se escribió una parte de La Araucana y nació Pedro de Oña, considerado el primer poeta chileno. Acá Daniel Belmar publicó esa maravilla de novela que es Roble Huacho y el traiguenino Luis Durand escribió esa novela emblemática innominada Frontera.

Acá, en La Araucanía, los hermanos Jorge e Iván Teillier (conocidos en Carahue como ‘los Tellefe’) publicaron poemas y novelas que a despecho de su simpleza entrañan un dulce y extraviado misterio, acá Guido Eytel hizo el esfuerzo de narrar la historia de la fundación de Temuco en Casas en el agua, acá se formaron literariamente los poetas Jaime Huenún (valdiviano), Elicura Chihuailaf y Leonel Lienlaf. Acá Ricardo Herrera sigue urdiendo sus deleitables terrores y Rodolfo Hlousek sigue intimidando con su estridentismo. Y hay mujeres que no pueden ser desatendidas, como Claudia Jara, Dafne Meezs, Consuelo Martínez y la puconina Gloria Dunkler, entre otras. Esta última, por cierto, es la que ha hecho –la expresión me abruma– lo más parecido a una carrera literaria.

En fin. Este tipo de preguntas comúnmente se hace para establecer nuestro sistema de simpatías y diferencias, tan caro a los actuales tiempos. Y responderla es un acto temerario. Pero lo tomo como un juego. ¿Más narradores?: Freddy Fuentes, Pablo Ayenao, Christian Rodríguez, Hiblot Cid y el inmenso cubano avecindado en Temuco Carlos Lloró. Y muchos más, también aquellos que subsisten de generaciones anteriores y aquellos que están escribiendo con un corvo en la boca y el deseo furioso de volarle la cabeza al neoliberalismo. No he mencionado a escritores regionales que ahora residen, y quizá si para siempre, en otros lugares, por ejemplo Santiago. Y esto me sirve para dejar abierta una interrogante que sin duda merece ser mejor dilucidada: ¿Qué es ser un escritor regional?

Tras la mutación del paradigma desde lo cognitivo hacia lo audiovisual, la lectura (y por ende la literatura) no goza de buena salud. Yace entrampada en círculos exiguos, muchas veces de señores que se leen entre ellos, o enclaustrada en la Academia, o como objeto de consumo que acompaña al bronceador factor 18 y a la lancha a motor que insulta nuestras sagradas aguas. Por eso es preciso asumir a la literatura como una suerte de estrategia, donde la menos sagaz sería preocuparse de una escritura estrictamente personal. Y la más inteligente, quizá la más humana, sea acaso difundir el amor por la lectura. Porque leer humaniza y, al ser todos hijos del lenguaje, todos amamos la literatura, solo que muchos no lo saben. Leer y escribir son las dos caras de un mismo talismán, y el escritor (o escritora) que a estas alturas del vértigo no lo ha comprendido, que ponga las barbas (o las sedosas mejillas) en remojo y salga a caminar.



 

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*Texto leído el 13 de diciembre de 2018, en el contexto de una charla organizada por la Biblioteca Central de la Universidad de La Frontera, Temuco, tras el compromiso con la lectura, las artes y el patrimonio. Tercer invitado, luego de recibir la visita del poeta Alexis Figueroa (Concepción) y de Roxana Miranda Rupailaf (Osorno). Esta vez, Marín Cruces respondió a tres ejes de preguntas: contexto del autor; proceso escritural (la cocina literaria) y perspectiva de la literatura de La Araucanía.

La actividad se realizó en la Pinacoteca de la Universidad de La Frontera, y fue presentada y moderada por el Dr. en Literatura, José Manuel Rodríguez Angulo y, por el poeta Rodolfo Hlousek Astudillo, doctorando en Comunicación.  

 

** RESEÑA: Luis Marín Cruces (Lota, 1972). Periodista y Licenciado en Comunicación Social en la ex Universidad de Temuco. Diplomado en Escritura Audiovisual en la Pontificia Universidad Católica de Chile; Magíster en Literatura (inconcluso) en el Campus Gómez Millas de la Universidad de Chile. Ha publicado las novelas “Palacio Larraín” (2006) y “Ciudad Sur” (2012). Asimismo, en febrero de 2015 publicó en co-autoría el ensayo “Nostalgia del futuro, biografía del poeta Jorge Teillier”. Columnista de opinión y crítico literario, de manera sistemática, en diversos medios escritos regionales y nacionales, tanto en formato escrito como web. Entre ellos destacan el periódico Tiempo 21 y el diario El Austral de Temuco. Ejecutor de talleres literarios juveniles, universitarios y en el Centro de Cumplimiento Penitenciario de Temuco (proyecto Fondart, segundo semestre de 2010).



 

 

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