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Lina Meruane: Sangre en el ojo.
Random House Mondadori, Chile, 2012.

Por Nona Fernández
Publicado en Revista Inti Numéro 79-80 (Primavera-Otoño 2014)



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Sangre en el ojo, de Lina Meruane, transita en otro lugar, en el que se despliega el lado nocturno de la vida, en el escenario de la enfermedad. La heroína y voz de esta historia es una escritora chilena radicada en Nueva York, que desde pequeña ha aprendido a movilizarse en el mundo de los enfermos, porque ella es una enferma. La novela se inicia con una sentencia desconcertante. En medio de una fiesta, un cúmulo de sangre se apodera de su ojo. La sangre más estremecedoramente bella, dice. La más inaudita, dice. La más espantosa, dice. Sangre intensamente negra que desde ese momento la irá conduciendo a pasos agigantados al oscuro total, al inquietante universo de los ciegos.

En el antiguo Egipto, los curanderos o médicos o cómo se hayan llamado los encargados de sanar a los egipcios de entonces, ocupaban el ojo de sus pacientes para diagnosticar su salud. Según sus creencias los ojos eran las ventanas al alma de cada persona. El iris era el instrumento que a través de sus lesiones, líneas, decoloraciones, entregaba los datos necesarios para hacer un perfil emocional, psíquico y físico de cada paciente. Con el tiempo este sistema se fue perfeccionando y se transformó en una pseudo ciencia llamada iriología o iridiología. Diagnóstico a través del iris. El ojo entonces aparece como un mapa para estudiar la salud, el interior de los cuerpos y de las mentes. El ojo como una carta de navegación en la que se puede indagar en el mundo corporal, mental, emocional de cada persona. Una radiografía donde está todo resumido, incluso el alma, como pensaban los egipcios.

¿Pero qué pasa cuándo el ojo está velado por una tela de sangre negra? ¿Qué ventana es la que se cierra? ¿Qué conexión es la que se corta? ¿Qué alma es la que se oscurece?

Sangre en el ojo, de Lina Meruane, es la historia de una mujer que se resiste a perder su alma. La historia de una mujer que se resiste a perderse a sí misma. Lucina, bautizada así por sus padres, ha huido del hogar paterno y del país de nacimiento, para construirse a sí misma, para armarse como Lina Meruane, el nombre con el que ha decidido firmar sus propios libros, el nombre con el que se mueve por las calles de la ciudad que ha elegido para vivir, el nombre con el que la llama Ignacio, su pareja y lazarillo, el nombre que olvida su médico oftalmólogo cada vez que la atiende, como una premonición del posible desenfoque total. Lina Meruane es el alma que empieza a velarse con esa sangre oscura, la escritora que no sabe cuándo podrá volver a escribir, la mujer que hay que rescatar.

Tal como Perséfone baja al Hades y se pierde en la oscuridad de los muertos, tal como Orfeo desciende a buscar a Eurídice, la heroína de esta historia comienza su viaje mítico de rescate a tropezones por una ciudad en tinieblas que ahora sólo reconoce a través de olores y sonidos. Sus capacidades ya no son las mismas, se siente torpe, lisiada, comienza a habitar un hogar nuevo que sus sentidos desconocen, un departamento vacío que es el punto de partida para su unión con Ignacio, su pareja, pero éste es un hogar donde se golpea, donde anda a tientas, donde todo se vuelve peligroso.

La vida moderna y urbana no está hecha para los enfermos. El engranaje total exige el funcionamiento perfecto de las piezas. Es demasiado lo que está en juego, una maquinaria excesiva y tremenda donde cada pieza mueve a la otra en un compás dirigido que no permite destiempos. Uno dos, uno dos, uno dos, y si el ritmo llega a quebrarse, si alguna función no se cumple, si algún sistema se entorpece, si alguna pieza llega a fallar, todo puede irse a la mierda. La vida neo liberal y moderna y exitosa y luminosa, no tiene espacio para los enfermos. Mucho menos para los ciegos. Eso, Lucina lo sabe, y de manera ácida, corrosiva, sin autocompasión, narra sus andanzas como la pieza fallada en la que se ha convertido. Con un humor negro y feroz traduce la mirada de los otros sobre ella misma, la de su familia, la de sus amigos, la de los amigos de su pareja, miradas perplejas ante su enfermedad, miradas condescendientes, miradas torpes y ciegas ante su propia ceguera. Porque tratándose de ciegos los videntes estamos completamente a oscuras.

Imposible leer esta historia y no recordar el Ensayo sobre la Ceguera de José Saramago. La imagen de un hombre parado frente a un semáforo en rojo que se queda ciego sorpresivamente. De un momento a otro todo se va a negro, como si un cúmulo de sangre le hubiese invadido los ojos. El primer caso de esa “ceguera blanca” que se expandirá rápidamente. Luego, internados en cuarentena o perdidos en una ciudad que ya no ven, lo mismo que Lucina, los ciegos se enfrentarán al ejercicio más primitivo del ser humano: sobrevivir. “Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, eso es lo que somos”, dice uno de los personajes del libro de Saramago con la lucidez que parece caracterizar a los que aprenden a ver en la oscuridad. El sabio Tiresias lo sabía mejor que nadie, el viejo ciego era capaz de predecir el futuro y de ver donde nadie más podía hacerlo. Predijo a Edipo su suerte y Edipo se termina sacando los ojos porque nunca le sirvieron, porque nunca supo ver.

Pero la ceguera de Lucina es real, nada de metafórica. Lo que ella quiere es recuperar la vista, no desarrollar una intuición premonitoria o extrasensorial que la vuelva más sabia. Ella quiere ver. La promesa de una operación mantiene a Lucina esperanzada y así su viaje continúa. Pero como es un viaje mítico el lugar de origen no puede estar fuera. Lucina regresa a un Chile brumoso y frío, tierra de ciegos por excelencia, y se encuentra con sus padres, con la familia que dejó atrás, con los amigos del pasado, con todo aquello que lleva tatuado en su iris. Lazos enfermos de tanta enfermedad, porque si hay algo que esta historia trae consigo, son relaciones enfermas y mucha sangre en el ojo. No de esa sangre negra que le nubla la vista, otra sangre, una cargada de cierto resentimiento. Pero Lucina, pese a su ceguera, es capaz de movilizarse en Santiago de Chile como si nunca se hubiera ido. En su ciudad de origen ella sirve de lazarillo al extranjero Ignacio. Es ella la que sabe interpretar los signos del entorno, la que reconoce calles, tonos de voz, historias, la que ve en las tinieblas como el viejo Tiresias.

Lina Meruane o Lucina, o Lucina y Lina al mismo tiempo, no tienen compasión. Esclarecerán la oscuridad, ese es el objetivo, la lucidez de su relato desde la primera línea nos habla de una mente aguda y punzante que nunca ha entrado y nunca entrará en las tinieblas. Cada frase de la historia está trazada de manera resuelta, con el filo necesario para ir despejando oscuridades, como un buen bisturí quirúrgico remueve la enfermedad. Con deseo obsceno nos transmite su apetito por los globos oculares de Ignacio, su pareja lazarillo, los ojos que han visto por y para ella, los ojos que la han guiado por caminos sin luz. Porque esta historia también podría ser leída como una historia de amor y generosidad, un lazarillo bondadoso dispuesto a todo por su novia cegatona. Y una novia cegatona conmovida por esta entrega y dispuesta a aprovecharla. Pero Lucina y Lina, que son bastante más que una novia cegatona, extreman el relato a lugares más inquietantes, perversos e incómodos. En clave autobiográfica, nos exponen un aparente desnudo total, una incisión a su propia alma, una exposición en primer plano a su iris para que despejemos, como en una operación oftalmológica, esa bella sangre negra y logremos ver en su interior. Para que examinemos, como un curandero del antiguo Egipto, el mapa en el que se despliega su intimidad, la radiografía de su verdadero espíritu.


 

 

 

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