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Criticar al Crítico

Por Lina Meruane
La Panera, N° 48 - Febrero 2014


 



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Nos absorbe la opinión ácida o entusiasta, coherente o disonante del crítico, ese o esa que celebra el hallazgo de una obra y certifica o sentencia el fracaso de todas las demás. Hay entonces desesperación cuando el crítico destroza un libro, desasosiego cuando no lo menciona, levantada de hombros si el insigne lector de los medios no va más allá de una descripción argumental. Y jolgorio, por supuesto, si cae el halago.

¿Por qué le asignamos tanta importancia a lo que opina el crítico sobre una obra, o dos? La idea más reiterada -la de su impacto en las ventas- es acaso la menos cierta. La prensa cultural no logra incitar lecturas masivas o limitarlas. Los números lo confirman en el caso (extremo) de la escritura comercial. Todo crítico que se precie de literario destroza siempre o ignora a menudo, a esos autores que no hacen sino arrasar en las librerías. Porque arrasan (numéricamente) diga lo que diga el crítico. Pero aun en las escrituras literarias, ese crítico no tiene tal incidencia. El recorrido de los libros, sus vidas eternas o efímeras, sus rescates, sus desapariciones definitivas, nunca son resultado de una opinión de un crítico único. No es él (o ella) más que uno entre una creciente tropa de lectores (una tropa criticona, militante, vehemente) que se siente igual de capacitada para emitir un juicio. Y lo emiten sin precisar un salario, echando a correr opiniones en el contagioso boca a boca. Ante la disolución del poder absoluto del crítico tradicional se requiere volver a la pregunta por su relevancia. El por qué nos importa y el por qué hay que exigirle más de lo que lleva haciendo. Sugiero, para empezar, que dejemos de levantar al crítico que ejerce su oficio dejándose llevar por sus transparentes inclinaciones hacia singulares tendencias estéticas. Que dejemos de poner el ojo en sus limítaciones y en sus ocasionales lecturas luminosas. Que le restemos importancia a su persona y extendamos la mirada o la pregunta hacia las operaciones que toda la crítica realiza sobre el campo de la literatura. Y digo más: hay que examinar las operaciones conjuntas realizadas por la multitud de críticos y reseñistas chilenos cuando hablan de nuestra literatura: la pasada y la que está en curso. El cómo piensan o pensamos el hacer literario más allá de la lectura de un libro, o de todos. Ese modus operandi es el que explica el precario discurrir de la literatura chilena actual. Viene a cuento, para entender esta operación, mirar qué hace la crítica en otros contextos. A cuento viene, acaso por cercanía, observar cómo piensan su rol los críticos argentinos. Allá, ellos son muchos más pero son también más los escritores y los lectores. Éstos y los otros han sido educados en lo literario de una manera sistemática. No es que todos hayan pasado por escuelas de literatura, lo que digo es que allá la conversación literaria se ha sostenido en el tiempo. Y todos los libros, por más extravagantes, han llegado a incorporarse al canon argentino. Ser capaces de atender a toda una tradición le permite a esos lectores, críticos o no, privilegiar más estéticas que sólo una, más autores que uno solo, y encontrarle a cada libro su filiación. Ese verdadero ejército, esa máquina de lectura argentina, logra pensar cada obra, aun cuando se la vea deficitaria, como un aporte a las letras. Yo imagino a esos críticos reflexionando, antes de lanzarse sobre la pantalla, qué lugar ocupa tal texto en la gran tradición literaria que ellos mismos, a punta de martillazos sobre la página y luego el teclado, y a lo largo de las décadas, han construido. Se trata sin duda de un canon tutelado por Borges pero en él conviven Arlt y Perlongher, Storni y Pizarnik, Echeverría y Ocampo y Bioy, y, por supuesto, Cortázar y Barón Biza y Molloy; se suman a ellos los Pauls y los Caparrós y las Sánchez y las Morenos junto a otros cronistas y dramaturgos y ensayistas. Los que escriben "bien" y los que arañan la página con la irreverencia populachera de un Cucurto o una Cabezón Cámara, y las exploraciones provincianas, humedecidas por la tinta de Ronsino o Falco y de Selva Almada. Pero no es cosa de lanzar nombres sino de señalar una política de lectura que opera sumando autores a la tradición en vez de irlos restando, que imagina una multitud en vez de erigir figuras únicas. En Chile se ha levantado siempre a uno. Un Blest Gana. Un Neruda y después un Parra. Un Bolaño. Y entre las escritoras, una novelista, Eltit; una poeta, la Mistral. Y ahora hay un Zambra. Ese gesto de resta invalida el trabajo verdadero de las letras nacionales. Se requiere, pienso, una crítica capaz de entender esa construcción simultánea y conjunta de nuestra literatura. Leer más allá de un libro, o dos. Buscar y comprender los modos en que cada uno sintoniza pero también fisura y, por lo tanto, amplía los bordes de lo escrito. Se requiere no un crítico sino toda una crítica capaz de leer cada obra como parte de un todo que es o será nuestra tradición literaria del presente.



 



 

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