You know what else died in Gaza?
The myth of Western humanity.
MOHAMAD SAFA (1990)
18 de noviembre de 2023, en X
«¿Van a matarlos a todos?».
Esa fue la pregunta que dio vueltas por las redes el 23 de enero del 2024. Era la urgente pregunta que el Alto Representante de la Unión Europea para Política Exterior levantaba, como un dedo acusatorio, al Primer Ministro israelí. Esa frase conminatoria se repitió unos días o acaso solo unas horas antes de hundirse bajo la sucesión de atrocidades que acaparan las noticias provenientes de Gaza, cada informe, cada cifra estremecida de violencia derrumbando a las anteriores.
«Las noticias de los ataques retumbaron en la radio». (...) «Los aviones de guerra resuenan en los cielos», escribió el poeta gazatí Mosab Abu Toha, en el 2022. «Qué fácil resulta reconocer qué tipo de avión es: un F-16, un helicóptero o un dron. Qué tipo de bala ha sido: de una pistola, de un barco, de un M-16 , de un tanque o de un Apache. Todo gira en torno al sonido».
Habían pasado tres terribles meses desde el inicio de esa guerra, que no es solo una guerra presente sino una guerra permanente en un tiempo, el palestino,
«que pasa y no pasa», escribió la poeta Manal Miqdad.
Porque esta guerra, la quinta o la sexta de las guerras gazatíes de los últimos veinte años, no es sino la intensificación de una violencia ya histórica, por más que en esas tierras
observó el poeta Mahmud Omar durante otro bombardeo desalmado, el del 2014, allí «ya nadie usa la palabra histórica».
Esta guerra pertenece a la trama del castigo colectivo que Israel ha aplicado contra los palestinos sin distinción, porque ellos, entorpeciendo el pronóstico del padre de la patria israelí, no han permitido que los viejos simplemente mueran y los jóvenes simplemente olviden quienes fueron y siguen siendo. El llamado «problema palestino», que es el problema de Israel, sigue en pie: los antiguos dueños de la tierra siguen resistiendo ante la ocupación y la desposesión y la demolición de sus hogares; ante la confiscación de sus tierras para la construcción de asentamientos. Ante la construcción de un muro que no solo los cerca sino que divide sus pueblos. Ante el desplazamiento forzado y reiterado sin derecho a retorno. Ante la expropiación de sus recursos. Ante el control del agua potable. Ante el control militar. Ante la permanente represión. Ante el eternizado secuestro político, a menudo sin causa ni juicio, a menudo de niños, en cárceles israelíes. Ante el control de su libertad de movimiento y de expresión. Ante la constante humillación. Y aunque la restitución de sus derechos civiles y humanos se vislumbra siempre improbable, los vivos no han cejado en una resistencia que Netanyahu y sus aliados prefieren reducir a terrorismo sin considerar la sistemática política de terror que se ejerce contra esa nación ocupada desde hace décadas.
(Por eso no sorprende que el 9 de octubre del 2023, poco después de la masacre hamasiana de Reim, poco antes de ser aplastada por el deliberado derrumbe de su edificio, la poeta Hiba Abu Nada se preguntara: «—Cada docena de cohetes, ¿de dónde los están lanzando?
—De nuestros corazones. Cada docena nace de la rabia de algún gazatí».)
El cruento asalto de Hamás (del que Netanhayu, según el New York Times, fue informado con un año de antelación), esa masacre y el sucesivo secuestro que pudo prevenirse, recibió en respuesta despiadados bombardeos diurnos e igualmente demoledores ataques aéreos y nocturnos sobre una gente desarmada y desamparada mientras los militantes de Hamás se escondían en su kilométrica red de túneles subterráneos.
(Eran los túneles por los que interrogaron al poeta Mosab Abu Toha cuando salió del enclave, en octubre del 2023. Dijo que él pasaba su «tiempo enseñando, leyendo, escribiendo y jugando al fútbol». Que «no sabía de esas cosas». Que «no estaba involucrado con Hamás»).
Aquellos bombardeos destinados a asesinar a los militantes eran (siguen siendo) realizados a plena luz del día así como en medio de la noche, en medio de apagones absolutos que obstaculizaban el trabajo informativo de arriesgados periodistas locales (tantos muertos ya, como tantos escritores). Se quedaban sin luz, sin internet, sin teléfono desde donde transmitir en vivo la violencia que recibían los cientos que luego serían los miles de civiles situados sobre la Franja.
(«Toqué los cables de luz cortados: no son más que horcas, testigos de la destrucción», escribió en X el dramaturgo Nur Al-Din Hayyay.)
* * *
Matarlos a todos.
En represalia por los muertos israelíes. Pero muy pronto lo que Israel vindicaba como legítima defensa, tan legítima que, de acuerdo a ellos mismos, «lo permite todo» contra una guerrilla oculta y dispersa, la de Hamás, que pese al bloqueo y para agravio de los israelíes, había construido «muchos de sus cohetes y armamento antitanque a partir de las miles de municiones que no detonaron» en ofensivas anteriores.
Acabar con ellos.
Para no tener que volver a matarlos.
Pero muy pronto, en cuestión de días, la legítima defensa israeli se fue revelando como ilegítimo abuso de fuerza de un estado ocupante sobre una nación ocupada a la que la ley internacional obliga a proteger. No a disparar a mansalva, no a saturar de humo o del intoxicante fósforo blanco que circuló por las calles gazatíes. No a bombardear sin discriminar. En pocas semanas de la asimétrica ofensiva eran miles los cuerpos destrozados y desaparecidos bajo los escombros o desplegados sobre la tierra ya baldía, eran miles los hombres exterminados (tantos padres de familia) y las mujeres asesinadas (dos madres al día) y niños y niñas (uno de cada tres muertos que no llegarán a ser ni padres ni madres ni tías o abuelos de otros pequeños palestinos).
(Sus sonrisas no fueron capaces de «cambiar la ruta de los cohetes antes de que se estrellaran», como rogaba la poeta-madre Hiba Abu Nada, víctima de esos misiles en octubre de 2023).
No había de qué sorprenderse: Israel lleva décadas enarbolando el discurso del descuido absoluto e implementando la disuasiva doctrina de Dahiya (o Al-Dahieh, por el suburbio beirutí controlado por Hezbolá, abatido en la guerra libanesa del 2007): la doctrina de la total destrucción, la política de tierra quemada. La estrategia aplicada a todas las ofensivas contra Gaza y sobre todo a la del 2014, que según un documento de las Naciones Unidas, había rendido cifras escandalosas: un 94% de víctimas palestinas contra un 6% israelí. La doctrina estaba destinada a castigar y aterrorizar a la gente que quedara viva, e incluso ponerla en contra de sus representantes por más que estaba comprobado que producía el efecto contrario, porque la doctrina mandaba a acabar no solo con el cuerpo de los palestinos, sino con los hospitales que pudieran (pero ya no pueden, no puede ni uno) atender a los miles de heridos, amputados, infectados y enfermos ni enterrar a sus miles de muertos. Porque, aunque la ley internacional prohíbe destruir los centros de salud, los escasos hospitales que quedan en pie están desprovistos de anestésicos y desinfectantes, de suero y medicinas, de oxígeno, de electricidad o combustible para los generadores. Están desprovistos incluso de comida. Entonces la destrucción total no va dirigida a la supervivencia biológica, únicamente, sino a cada una de las estructuras de la vivencia: casas y edificios, escuelas, universidades y templos, puentes, calles y carreteras, redes de distribución de agua potable y plantas de tratamiento de aguas servidas, centrales eléctricas. Todo derruido para producir un daño tan duradero que,
Mosab Abu Tolla anotó que su ciudad «ya no existe, salvo en los cráteres».
* * *
¿Exterminarlos?
El durísimo ataque de Hamás y la decisiva implementación de la destructiva doctrina se volvió, en 2023, una política de exterminio por parte de la potencia que, además de contar con el apoyo inquebrantable de los Estados Unidos, Alemania y gran parte de los países europeos, cuenta con un sofisticado aparato de inteligencia y una reserva casi ilimitada de fusiles y soldados, tanques, aviones, drones, bombas y cohetes con capacidad nuclear.
Acabar con todo, sin reparo.
Ante las quejas por la falta de precisión en los ataques contra Hamás, el ejército israelí comunicó a través de su portavoz oficial, Daniel Hagari, que no era que las armas no fueran suficientemente precisas, era que «el foco está en la destrucción, no en la precisión».
Dejarles caer encima una bomba atómica por prescripción genocida.
«¡Misil Jericó!» exclamó, a fines de enero del 2024, la parlamentaria Tall Goltiv haciendo referencia a un proyectil de nombre cisjordano capaz de portar una cabeza nuclear.
«¡Armas de destrucción masiva!», agregó por si no había quedado claro.
Ante esa idea se produjo un silencio.
«Que Gaza sea aplastada y arrasada sin piedad».
No era una voz solitaria, se sumaba a las peticiones atómicas del ministro Amihai Eliyahu, quien, ante la condena internacional (que duró horas o acaso minutos), matizó en su cuenta de X que se trataba de una «afirmación metafórica» aunque «definitivamente necesitamos una respuesta (...) desproporcionada al terrorismo».
Esos llamados inescrupulosos e impunes emitidos por los descendientes de un exterminio estaba sacando chispas entre quienes sabían
hacer las necesarias distinciones y salían a las calles, masivamente, a protestar. A protestar aun cuando la protesta fuera calificada de antisemita, impedida e ilegalizada en muchas ciudades europeas y estadounidenses; aun cuando hubiera castigos personales, renuncias forzadas y alarmantes despidos contra personas que se pronunciaban imperiosamente contra el genocidio. Y acaso por sumarse a esas voces valerosas y disidentes o acaso por su propio espanto fuera que, con su distintiva franqueza, Borrell exhortó a Netanyahu no a la paz, sino a algo menos arduo y más urgente: el cese definitivo del fuego.
Para impedir más muertes.
Para evitar que todos mueran.
Porque iba a ser imposible que dieran muerte a los militantes sin antes matar a todos los gazatíes y a todos los demás palestinos. El Alto Representante de las Naciones Unidas le advirtió al Primer Ministro que podía hacer arder todo Medio Oriente, pero que jamás acabaría con Hamás (milicia que, dicho sea por el New York Times, su propio gobierno había financiado por décadas para debilitar a la Autoridad Palestina). Menos acabaría con la resistencia civil, que solo se había fortalecido ante el abandono de las potencias occidentales mientras observaba, si sobrevivía, la destrucción indiscriminada de absolutamente todo.
* * *
Aparte de matarlos a todos, «¿qué otras soluciones tiene usted en mente?». Israel no declaraba un plan de salida y entonces Borrel le pidió a Netanyahu que, junto a sus ministros sionistas, junto a sus fuerzas de defensa, junto a su ciudadanía militarmente entrenada y adoctrinada por años, se comprometiera a reconstruir la demolida franja y a fortalecer la desmejorada Autoridad Palestina de los territorios cisjordanos y a retomar la solución de los dos estados que se les prometió (que todavía se les debe) a los palestinos en la arbitraria partición de 1947, los tratados de 1948 y 1967, los malogrados acuerdos gradualistas de Madrid (1991) y de Oslo (1993), esa solución que, como bien sabía Borrell, el propio Primer Ministro se encargó de obstaculizar: desde 1996 había apuntalado la multiplicación de los asentamientos ilegales en el territorio legalmente palestino.
* * *
¡Matarlos!
Antes de llegar a esa parte de la pregunta Borrell había mencionado una alternativa no menos problemática: «obligar a todos los palestinos a partir». Una vez más obligarlos a dejar para siempre sus casas, sus tierras, sus historias, sus vidas. Como si esa no fuera una forma de la muerte que los palestinos tantas veces asumieron como una catástrofe, como una desgracia,
como «un momento de ruptura total entre la vida en Palestina y la vida en el exilio», comentó la inglesa Rosemary Sayigh en su historia de las mujeres en la Nakba.
Esa ruptura de sus vidas había ocurrido tantas veces desde 1948.
Muchos de los palestinos que estaban huyendo, que continúan huyendo, eran descendientes de refugiados de la Nakba o de los refugiados de la guerra de 1967 o...
Habían sido forzados a desplazarse a la reducida franja de tierra durante ofensivas anteriores en la zona cisjordana. Ahora iban de norte a sur por el interior de esa zona cercada de un largo cercano al de Manhattan; buscaban escapar de la muerte por esa delgada cárcel a cielo abierto. Pero habían dejado o estaban dejando sus hogares en circunstancias completamente inciertas: no había rutas seguras por donde circular porque por los caminos caían bombas, ni había lugar seguro adonde llegar porque hasta los refugios internacionales estaban siendo bombardeados y por todas partes se sumaban
«montañas de cadáveres llevados en un carro hacia el único y último lugar seguro sobre la tierra», la tumba, observó Nur Al-Din Hayyay un 29 de octubre, poco antes de ser asesinado.
Se marcharon con miedo y regresaron por angustia, y otra vez se fueron de Beit Lahia, donde los bombardearon; a Jabaliya, donde los bombardearon; a la ciudad de Gaza, donde los bombardearon; a Jan Yunis, donde los bombardearon. Y ya solo iba quedando Rafah en el horizonte, Rafah como la última frontera donde los iban a acorralar como si fueran, como decían algunos políticos israelíes, «animales humanos» hacinados en Rafah, que
como anotó el poeta rafahtí Uthman Hussein en su cuenta de Facebook, ya en octubre empezaba a «abrazar» a los desplazados como una madre, «sus brazos no dejan de extenderse».
Nadie preguntó qué pasaría cuando Rafah estuviera, como ahora está, con los brazos y las manos y los dedos ensangrentados de palestinos que además no tienen muros, techo, camas ni paz para dormir, ropa para enfrentar el invierno ni más fuego que el de los árboles que han ido talando, ni más comida que la carne de los animales a los que se han tenido que comer y luego la comida de los animales y las hojas crudas de los cactus antes reservadas para el ganado.
(«Dentro de una semana ya no habrá cactus y viviremos de nada. Moriremos. (...) No hay comida. Todo ha desaparecido. No queda nada», declaró a Reuters Marwan al-Awadeya a fines de febrero.)
No hizo falta preguntar por el destino de los hacinados en Rafah ni por los gazatíes todavía dispersos que iban quedándose sin comida debido a los obstáculos puestos por Israel tanto a la entrada de camiones y como a la distribución de la ayuda humanitaria. No fue necesario: ya dos abogados israelíes habían aportado al Times of Israel una propuesta popularizada por algunos sionistas de que «repartirlos entre los países europeos» sería la «única solución humanitaria». Pero ese no tan disimulado llamado a la deportación, esa tergiversación de lo «humanitario», no solo molestó a los países vecinos (Egipto y Jordania, ya llenos de palestinos) sino que provocó que los aliados de Israel se opusieran terminantemente: llamados a hacerse cargo de miles de migrantes musulmanes expresaron inmediata indignación y aseguraron que no tolerarían semejante estrategia de destierro definitivo destinado a la «reconquista» de una Gaza ya sin gazatíes.
(«A Israel le interesa la geografía, no la demografía palestina», aclaró una rimada línea anónima en las redes.)
* * *
¿Cuántos muertos son demasiados?
¿Cuántas muertes hacen un genocidio?
¿Serían esas las preguntas ocultas en la intervención de Borrell? ¿Que su pregunta se disparaba contra la hipocresía de tanto líder occidental que prefirió privilegiar sus intereses políticos y geopolíticos contra los acuerdos que sus antecesores habían firmado después del holocausto para impedir futuros genocidios? ¿Que Borrell estaba dejando por dicho y por escrito que esas naciones estaban ignorando de manera voluntaria un genocidio que debían impedir, un genocidio (palabra compuesta por un judío) que, a diferencia del holocausto, estaba siendo grabado y reproducido por las víctimas y hasta por sus victimarios?
Esas ya no eran palabras de Borrell, sino un desborde de desesperadas palabras que iban siendo retransmitidas por las redes.
¿Por qué se estaba permitiendo que un solo país, los Estados Unidos, vetara las resoluciones internacionales que exigían el desesperado y definitivo cese al fuego? ¿Que esa misma potencia siguiera entregándole armas a Israel aun en contra de su propio congreso?
¿Por qué se le estaba confiriendo un trato excepcional a Israel mientras que estaba siendo acusado del imprescriptible crimen de genocidio en la Corte Internacional de Justicia?
¿Y cómo era posible que se dieran por ciertas las acusaciones indocumentadas de Israel de que la masacre de Reim había contado con 12 de un total de 13 mil trabajadores de la UNRWA? ¿Que eso permitiera impedir el temerario trabajo de la única agencia internacional que auxilia a los palestinos desde 1949 con abierta oposición de Israel? ¿Y precisamente cuando más se la necesita?
¿No era sospechoso que Israel incriminara a la UNRWA el mismo día en que la Corte Internacional de Justicia le ordenaba prevenir un genocidio?
¿No era raro que los Estados Unidos le suspendiera de inmediato sus aportes e impulsara a otros dieciséis países a hacer lo mismo? ¿Que de ese modo se obstaculizara el valioso trabajo de la UNRWA y se dejara a los gazatíes aún más desprotegidos?
* * *
¿Puede llamarse genocidio «planificado» el de las muertes masivas a las que ahora se les suman las muertes por inanición? ¿O es solo «intención» genocida el obstaculizar la entrada de los camiones apostados ante el cruce de Rafah? ¿Camiones que a inicios de octubre eran 500 al día, que en enero promediaban 150 diarios pero que en febrero habían disminuido a 90, aun después de que la Corte Internacional de Justicia ordenara a Israel garantizar el ingreso de ayuda humanitaria? ¿Es genocidio dispararles a cientos de hombres hambrientos por pedir un kilo de harina para sus familias? ¿El que haya 6o mil mujeres embarazadas que no tienen qué comer? ¿El de dejar que a las madres se les seque la leche que pudo amamantar a sus hijos? ¿El de permitir que uno de cada seis menores de dos años sufra de extrema desnutrición? ¿Califica como genocidio posibilitar la inanición de tantos menores? ¿Su daño cognitivo? ¿Su lenta agonía de hambre? ¿Y la fotografía de esquelético Yazan Kafarneh, que tan ampliamente circula por las redes en estos días de marzo del 2023, no nos recuerdan las estremecedoras fotografías del genocidio judío, sus miles de cuerpos sufrientes secándose en los campos de exterminio? No hace falta preguntarle esto a Netanhayu ni a sus ministros ni a sus militares ni a aquellos líderes cómplices que consienten este horror. No hace falta consultar con aquellos jueces en sus cortes bien intencionadas pero tristemente inoperantes. Basta con pedirle un verso a cualquier poeta, una frase a cualquier palestino, una respuesta a cualquiera que cuente con un mínimo de humanidad.
No prestaré mi alma
y mis huesos
a su tambor de guerra.
SUHEIR HAMMAD
La información utilizada para este escrito proviene fundamentalmente de los diarios The Guardian, The New York Times, Democracy Now y la revista New Yorker, y las actualizaciones de cifras de la Comunidad Palestina de Chile. Las citas literarias, salvo por las de Mosab Abu Toha , tomadas de su libro Things youfind hidden in my ear, provienen de las redes: gran parte de ellas fueron recogidas, seleccionadas y traducidas del árabe por Shadi Rohana en el libro Contra el apagón: Voces de Gaza durante la guerra en curso, editado en Puerto Rico a inicios del 2024.
_________________________________ Lina Meruane (chilena) es escritora y doctora en Literatura. Su obra de ficción y no ficción ha sido premiada internacionalmente: premios Iberoamericano de Letras José Donoso (Chile), Metrópolis Azul (Canadá), Cálamo (España), Sor Juana Inés de la Cruz (México), Anna Seghers (Alemania). Ha escrito sobre la cuestión palestina en libros como el ensayo lírico Palestina por ejemplo y el ensayo personal Palestina en pedazos (versión ampliada de su anterior Volverse Palestina).
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Matarlo todo.
Por Lina Meruane.
En "PALESTINA. Anatomía de un genocidio". Faride Zerán, Rodrigo Karmy, Paulo Slachevsky (Editores).
LOM, mayo de 2024