I. «No es lo mismo que Israel perpetre este genocidio con los pueblos en su contra que con los pueblos en silencio», apunta Rodrigo Karmy en este libro brillante. Su contundente aserción –no es lo mismo tener a los pueblos en contra que en silencio–, no es sorprendente: se hace eco de su larga reflexión sobre el poder de la palabra ante la opresión (colonial, capitalista) de los Estados. A lo largo de su escritura, este prolífico pensador político, acaso el más propositivo de la ensayística chilena actual, se detuvo en la potencialidad de la voz ciudadana y, en el intento de silenciarla, señaló, asimismo, que la sociedad civil es siempre capaz de desdecir y de contradecir y, por extensión, de destituir los discursos oficiales encubridores de una violencia siempre asimétrica. Y advirtió que la sociedad puede constituir otros decires y suscitar otros haceres por los que «vuelven a entrar en la escena histórica».
La capacidad así como la necesidad de contravenir el silencio para protagonizar el presente y transformarlo vuelve a constatarse en esta oscura encrucijada genocida. Los pueblos, señala Karmy, no están guardando silencio ante una masacre que por vez primera estamos viendo (y casi viviendo) en tiempo real. No están, no estamos, callados pese a los esfuerzos por ocultar incluso nuestra indignación. No nos ha aplacado el hecho de que Israel y sus aliados hayan justificado cada bombardeo (de casas, edificios, de escuelas y universidades y de mezquitas), cada ataque a infraestructura básica (de hospitales y centros médicos, de plantas de aguas potables o servidas), cada derrumbe (de refugios internacionales, de cocinerías, de camiones cargados de ayuda humanitaria) con el pretexto de que son «ataques estratégicos» contra «terroristas» en «legítima defensa» de la seguridad israelí.
En esta última operación militar sobre Gaza (última en una sucesión de operaciones cada vez más cruentas) han fracasado las justificaciones y acaso por eso los aliados de Israel han buscado silenciar el incesante fraseo de las calles a través de una violencia policial injustificable, y han querido contener los llamados antisionistas en los campus universitarios desarmando duramente sus campamentos y criminalizando a los estudiantes. Se ha interrogado, acusado y depuesto a rectores de universidades por ser «ambiguos» en la definición de antisemitismo y en la aplicación de castigos a los supuestos manifestantes antisemitas. En vez de cubrir (informar), los medios tradicionales han buscado encubrir (ocultar y censurar) la información recortando los hechos o siguiendo una línea editorial dictada por Israel. Aún más, la discusión en las redes sociales ha sido hábilmente reducida mediante apps que restringen la circulación de imágenes y testimonios. Todo esto mientras Israel impide el acceso a las zonas ocupadas y asesina y mutila y hiere a cientos de periodistas en terreno.
Aun con tanto en contra, nadie que quiera ver deja de ver, nadie que quiera saber está impedido de hacerse al menos una idea de lo que está sucediendo. No basta, sin embargo, con ver un genocidio desplegado en las pantallas para comprender qué lo antecede y qué lo acompaña, qué energía pulsional lo sostiene y a qué derroteros aspira el brutal asesinato de todo un pueblo. Es por eso que Karmy, filósofo de vocación interdisciplinaria, asume aquí el reto de recoger los hechos y contextualizarlos, de nombrar e interpretar con atrevimiento, sin dejarse amordazar por el invento de que toda crítica a Israel y a su ideología sionista es un acto (racista, criminal) de antisemitismo. Asumiendo que es tarea intelectual hacer justicia de los hechos a través de la palabra justa, Karmy denuncia la actual «purga del lenguaje» (la prohibición de nombrar) a la vez que desnuda el uso de palabras engañosas (la necesidad de renombrar).
Se opone al uso de muertos (cadáveres inexplicados e inadjudicables) reponiendo la palabra asesinato (acto intencionado y punible). Desecha la palabra guerra, que remite (falsamente en este caso) a un «conflicto entre dos fuerzas equivalentes», y sobre todo descarta la noción de guerra justa que Israel usa de coartada para su histórica gesta de limpieza étnica contra el pueblo palestino. Karmy llama genocidio, con todas sus letras, a la aceleración de crímenes (tan colectivos como selectivos) contra un pueblo desarmado dentro de un territorio estrangulado. Y explica que, para llevar a cabo esos asesinatos, esa limpieza étnica, este genocidio brutal, Israel opera, como ninguna otra nación, «en virtud de un estado de excepción hecho regla» que lo pone por sobre las leyes dictadas por potencias aliadas y «moralmente arruinadas» que se suponía evitarían la iteración de horrores como el del Holocausto judío.
En el doloroso recorrido de este libro que tan productivamente utiliza todas las herramientas disciplinarias a su alcance –la historia y la ciencia política, la filosofía y la teología, la teoría crítica y la crítica literaria y sicoanalítica–, la cuestión palestina no es objeto de un análisis distanciado, sino que constituye un imperativo ético urgente. Porque mientras este pensador chilestino escribe –a ratos dejando que su escritura se asiente, a ratos dejándonos sin aliento–, mientras escribe, insisto, los cuerpos, las vidas, las historias palestinas y sus pocas pertenencias se están haciendo desaparecer.
II. Sobre todo cuando se pretende imponer el 7 de octubre como fecha de inicio de la «guerra», y culpar al pueblo palestino de instigarla y merecerla, importa retroceder y repasar los hechos de la mano y de la letra luminosa de Rodrigo Karmy. Entre las muchas tareas de su libro está recordarnos que Palestina estuvo sometida a intereses coloniales de sucesivos ocupantes: solo en el siglo XX pasó del control otomano –imperio que empujó a miles de árabes hacia las Américas– al mandato británico –protectorado que desprotegió al pueblo palestino entregándole sus tierras al pueblo judío–, y, desde hace demasiadas décadas, a la opresión de la «máquina colonial sionista». Su lectura colonial (no hay nada post en esa práctica) aclara que no todos esos colonialismos operaron de la misma manera y que la ocupación israelí contrasta con el modelo clásico, incluyente de la población nativa, al volverse colonialismo de asentamiento o colonialismo de colonos que excluye a los colonizados del imaginario metropolitano. Este no es, sin embargo, un invento de Israel, aclara Karmy, sino uno que Israel racionalizó con argumentos que permitían legitimar sus actos.
Anoto, por introducir la operación racionalizadora descrita por este pensador, que, aun antes de la partición de 1947, fue necesario borrar lo palestino para justificar la toma de sus territorios: los israelíes produjeron el relato de que ocuparían una tierra vacía, prometida por Yahvé, a la que estaban retornando tras un largo exilio. Esa borradura propia del pensamiento «orientalista» se implementó de múltiples maneras: negando la existencia de un pueblo de historia milenaria, volviendo a ese pueblo políticamente organizado y asentado en una población bárbara y dispersa que se resistía a ser civilizada por los judíos israelíes paradójicamente identificados como europeos; esta idea impedía, a su vez, que Palestina pudiera establecerse como Estado.
Expulsar a los palestinos de sus tierras y prohibirles el retorno, imponerles los asentamientos de judíos ortodoxos, y, si se rehúsan a aceptar la permanente desposesión, exterminarlos, se vuelve así la operación más consecuente. Tan consecuente, acaso, como la de imponer sobre el territorio una definición étnico-racial purista para definir la identidad territorial como exclusivamente judía.
III. Situándose a contrapelo de la historia oficial israelí, en Palestina sitiada Karmy explica que la configuración de un Estado colonial que se propone como exclusivo para judíos aleja a Israel de la tradición prevalente en el Levante, donde convivieron siempre una multiplicidad de culturas, lenguas y religiones. Israel es entonces una anomalía y una interrupción a la convivencia milenaria de pueblos diversos, y esto importa porque implica que la convivencia intercultural era y es posible. Es la estrecha configuración imperialista actual, que se sostiene sobre la violencia asimétrica, se opone a la forma abierta de la nación palestina, diversa e híbrida además de diaspórica, escribe Karmy en un impresionante ensayo sobre la identidad de ese pueblo. Siguiendo al poeta Mahmoud Darwish y al ensayista Edward Said, los palestinos son aquellos que «pertenecen pero no se inscriben» en un territorio, están «siempre fuera de lugar respecto de la concepción decimonónica y moderna de nación sobre la que se sostiene el proyecto sionista».
IV. Este libro apunta a algunas paradojas que, siendo parte de un continuo histórico, se hacen más visibles en el presente del genocidio. Acaso la más extraordinaria, la más sostenida, la que hoy empieza a derrumbarse como artefacto discursivo, es la identificación israelí con la «víctima absoluta» siempre amenazada por un «victimario igualmente absoluto»: los rusos, los europeos, los nazis y hoy los palestinos que reciben el cruel e inescrupuloso castigo destinado por mandato bíblico a los amalecitas.
En uno de los sugerentes ensayos de este libro, Karmy afirma que descontextualizar es una estrategia para reducir los hechos al esquema de la víctima (judía) y del victimario (quien atenta contra su existencia). Así, quien niegue el monopolio de la víctima judía será considerado como antisemita. «No habrá otra interpretación ni otra forma de leer». Y esto permite que tanto los soldados como los colonos israelíes que atacan con armas a los palestinos desarmados y desprotegidos, se consideren (y se crean) víctimas del colonizado y exijan, aun sin ser agredidos, derecho a su defensa. Y aquí otra paradoja relevada por Karmy: a los palestinos nunca puede considerárselos víctimas porque no aceptan la violencia, es decir, se comportan como «malas víctimas» porque responden a la violencia, porque se sublevan. Si «el sionismo configura y ejerce su crueldad en nombre de la víctima absoluta, en nombre de su (anterior) debilidad, el palestino resulta insoportable: no puede ser reconocido como víctima, sino como mala víctima al oponerse al daño y visibilizarlo».
La «víctima absoluta y eterna», en tanto, no solo ha enarbolado su derecho a una defensa legítima y permanente, sino que ha creado una industria defensiva que exporta al resto del mundo. Karmy revela que Israel ha sido el más importante vendedor de armamento y de entrenamiento militar a las Fuerzas Armadas y de Orden chilenas durante la dictadura así como durante el régimen democrático posterior: «Los dispositivos que usa la policía y las diversas ramas de las Fuerzas Armadas son israelíes, es decir, se prueban en el laboratorio palestino de los territorios ocupados para luego usarse contra la población chilena y mapuche».
Y explica que estando en posesión de una sofisticada industria armamentística y securitaria pudo volverse, desde la caída de las Torres Gemelas, la aliada fundamental de los Estados Unidos; a este país le vende ciberseguridad para fines internos y fronterizos así como para contener el terrorismo externo. Israel es, desde hace más de dos décadas, el más importante socio comercial de los Estados Unidos en Medio Oriente, uno cuya influencia política ha aumentado de manera exponencial en estos meses.
V. Palestina no está sola, sin embargo. Es cierto que Israel sigue su empresa de exterminio, reconoce Karmy, pero también es cierto que ha dejado tan a la vista sus actos de violencia imperialista que ya no da lo mismo lo que haga. No da lo mismo porque ya no se trata solo de Palestina sino de la revelación del paradigma colonial del planeta.
Karmy advierte de manera persuasiva que «la catástrofe circunscrita al territorio de la Palestina histórica» se está expandiendo en el tiempo y la geografía y es hoy el modelo una catástrofe global a la que todos los pueblos están siendo arrojados a nivel planetario». Por eso importa hoy, hoy acaso más que nunca –hoy en que el deseo aniquilador se va volcando sobre tantos pueblos– preguntarnos qué podríamos hacer. Karmy nos responde desde el interior de estas páginas que todos podemos decir Palestina y hablar de Palestina, de lo que ahí sucede. Todos podemos y debemos situarla (no sitiarla) en nuestro mapa intelectual y en nuestro empeño emocional. Podemos y debemos ejercer una «solidaridad que tome el nombre de Palestina». Que la acoja y la potencie «frente al militarismo, que aplasta y asesina, que desgarra y extermina».
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Sobre "Palestina sitiada" de Rodrigo Karmy.
Lom, 2024, 234 páginas.
— PRÓLOGO —.
Por Lina Meruane