Esta particular sacada de cuentas no puede sino asumir un talante regresivo: y es que, como se verifica en las obras completas de Rosenfeld, el momento originario, tristemente fundacional, es el Golpe: un golpe desproporcionado y traumático que una mañana de 1973 cae violentamente sobre Chile. La revisión del momento actual implica entonces, forzosamente, una vuelta atrás, una voltereta mental desde los tiempos presentes de la inacabada transición (paréntesis histórico todavía abierto e incierto) hacia los crueles tiempos de ese régimen que se propuso “quebrar” no sólo a los sujetos individuales sino también sus solidaridades colectivas mediante la instauración de un capitalismo autoritario.
Cuenta regresiva conjetura lúcidamente una “íntima solidaridad” entre el totalitarismo y la democracia. Esta sospecha, ya apuntada por Giorgio Agamben, vislumbra que la gramática y la aritmética del Poder es en todos los casos una misma: un mismo calco para todos los cálculos. La supuesta antinomia entre uno y otro régimen entonces sería sólo aparente, y debiera entenderse como un campo de tensiones polares sin solución de continuidad. Rosenfeld trabaja bajo el supuesto de la aterradora percepción de que ese periodo de violencias que quisimos imaginar para siempre concluido persiste tanto concreta como simbólicamente en el presente.
En este esquema la deuda moral propiciada por el régimen anterior no logra saldarse, sigue generando intereses. Y el oficialismo, sumido en un punzante conflicto ético, intenta pagarla utilizando una lógica económica impúdicamente heredada que se plantea, como solución y cierre, la compensación monetaria. Pero la estrategia elegida para cauterizar el trauma inscrito en los cuerpos de los sujetos más vulnerados (mediante la negación del pasado y la negociación del olvido) se revela impracticable. La memoria se resiste a ser cancelada: queda abierta, se reactiva a cada instante. Y no es sólo que la cuenta corriente de la memoria sea obstinada, repetitiva, improductiva; no se trata simplemente de que la memoria se haya quedado girando en banda como el voceo de las cifras en la Bolsa de Comercio, como los clientes que entran y salen y dan vueltas, incesantes, en la casa de empeño de la Tía Rica; es, más bien, que la memoria asiste al fracaso y le pasa su propia cuenta a la gesta democratizadora.
Quién puede estar tranquilo aquí
Desde su inicio el trabajo de Rosenfeld se ha comprometido a poner en evidencia las operaciones del poder desarticulando sus lineales procedimientos y desmontando sus oficializados protocolos. Con vocación incisiva y experimental, volviendo sobre los hitos de su propio recorrido, la artista desestabiliza aquí, ahora, provisionalmente, el espacio de la galería. Mediante la proyección simultánea de cuatro montajes diferentes del mismo mediometraje, basados en las tomas de distintas cámaras, la artista potencia los diversos ángulos de la escena a la vez que amplía y hasta radicaliza el acceso a acaso contradictorios puntos de vista, enseñando incluso la calidad ensayística del texto (los actores “leen” el guión) y el artificio de la filmación (los camarógrafos e ingenieros de sonido “ejecutan” su trabajo).
Esta puesta-en-galería socava toda fijeza: las gigantescas pantallas dobles se mueven mientras el programado girar de los proyectores quiebra la premeditación previa de la secuencia. Este perturbador efecto caleidoscópico altera la convención cinematográfica, la índole teatral del texto y hasta el pacto realista, distanciándose del imperativo de la verosimilitud al exponer el entramado (siempre subjetivo, siempre deliberado) de su arte. Hasta la narrativa de Cuenta Regresiva debe asumirse provisional, conjetural, condicionada a la arbitraria interpretación.
Como proyecto limítrofe, la instalación misma parece bordear la crisis; y quizá la verdadera maniobra de esta puesta consista precisamente en subrayar el estado altamente convulsionado y la trastornada circunstancia de esos sujetos (familiares de detenidos desaparecidos a la vez que actores o artistas) que protagonizan la imagen. La desasosegada proyección porta su propio desborde, se revela como perfecto correlato de esa paranoica pero certera pregunta que parece permear toda la obra: “¿Quién puede estar tranquilo aquí?”
Nadie ni nada parece, en verdad, estar en calma. Desde que surge la convocatoria a la cena oficial, la sola mención de ese banquete produce ecos de terror, parece proyectar en la mente de estos sujetos la posibilidad de una nueva (o vieja) sesión de tortura, o de un tortuoso pacto de oficialización de la memoria. La eventual cita aviva los recuerdos a la vez que suscita toda suerte de tensiones entre ellos. Es particularmente álgido el aparente debate por el rescate de los muertos: en este punto se conjugan la índole culposa del olvido (y su alto precio), el ostentoso fracaso de “los trámites” que algunos han realizado, la pugna por las recompensas estatales, la competencia por el poder que se le otorga a algunos (nunca a todos los) muertos.
Esa plusvalía de ciertos desaparecidos célebres detona las rivalidades. “¿A quién mataron primero?” es una cuestión a la que nadie responde, porque nadie puede asegurar una fecha en tanto la empresa desaparecedora alteró toda cronología. Pero esa incertidumbre gatilla el neurótico hacer de la cuenta. Cuántos muertos tienes. Cuántos muertos te devolvieron. Cuantos muertos te sacaste de encima y cuánto te costaron.
Cuerpos somáticos, nombres silenciados
Puestos a competir por la materialidad simbólica y económica de cada desaparecido, por el deseo de negociar un estatuto político en el sistema actual, los personajes, atrapados en esta ineludible Cuenta Regresiva se interrogan a gritos, se calumnian, se gruñen, se mean de miedo y amenazan con ponerse a vomitar. Performan somáticamente el ritual de la violencia emplazada en la memoria del cuerpo.
La somatización del recuerdo es el síntoma: se reviven auditivamente los lacerantes ladridos de unos perros ausentes o se rememora olfativamente el hedor a mierda de la perrera dictatorial. En la libre asociación que estimula esta obra, el Régimen Militar evoca la imagen de una perrera que redujo a la ciudadanía a su estado más salvaje (¿el del capitalismo salvaje?) bajo el auspicio de un dictador que fue popularmente investido con el canino apelativo de perrochet. Pero no sólo sus agentes son recordados como quiltros rabiosos, los individuos que representando un incógnito poder se presentan para certificar la invitación a la comida oficial, ostentan la misma catadura y una gestualidad consonante. Hay algo quiltro en cada uno de los personajes, un abandono de cierta racionalidad supuestamente humana; se rigen por el instinto y las envidias feroces y entre todos se husmean para reconocerse o se rascan el cuerpo pulgoso.
La cena oficial es el momento del “bocado” de todos los perros. Y a recibir el jugoso mordisco del pago (o del palo) deben asistir, lo quieran o no. Porque de nada vale resistirse a la convocatoria una vez que reciben el protocolar instructivo con sus exigencias: llegar puntualmente, a las siete de la tarde, con las manos limpias, las vestimentas impecables, y sin hacer “el menor comentario”. Se trata de una recaída en normas arbitrariamente arbitradas por el nuevo régimen, con su modernizada metodología de higienización política y la renovación de otro pacto de silencio.
En la cena es obligatorio también proclamar el propio nombre. Esta exigencia desata, una vez más, resonancias angustiosas: produce un viejo pero auténtico pánico a ese procedimiento de abstracta identificación (ese que los familiares combatieron añadiendo al puro nombre, sin cuerpo, el registro fotográfico del rostro, reponiendo así la realidad física del desaparecido en las calles de la protesta).
La exigencia del nombre produce un inmediato estado de alerta: todo nombre puede ser puesto en una lista, sea la de la cena oficial o la de la es-cena de la tortura y la desaparición. El peligro siempre latente de la delación es evocada en ese insistente “¿diste nuestros nombres?” y en la respuesta, “por supuesto que di sus nombres, ¿qué más podía hacer?”, y también en la excusa para la entrega de algún vecino de antaño: “Como si yo tuviera la culpa de que los reconociera”.
El nombre del vivo funciona en exacta oposición al cuerpo del muerto, pero ambos se desean y se defienden como únicas pertenencias. Tanto el cuerpo desaparecido (su valía simbólica, su recompensa económica) como el nombre de los vivos (su estatuto, su capacidad de riesgo) son disputadas, y uno sólo puede sospechar que por este motivo el guión los suprime. Cuenta regresiva neutraliza la referencialidad específica negándose a entregar a sus personajes, dejando como única huella de esa borradura la mención de “el nombre del nombre”. Y en ese nombrar del “nombre” se advierte un nuevo gesto de resistencia ante las potenciales operaciones de apropiación del poder.
El miedo, el meo
En su punto más dramático, más propiamente teatral, la video-instalación de Rosenfeld expone un espacio de encierro físico y psíquico que es también social y político. Aquí la artista le ha dado la espalda al escenario urbano de sus primeras cruzadas para grabar dentro de un desamparado recinto industrial. La operación final será montarla en el recinto (también) cerrado de la galería. El céntrico local de exposición es otra zona de confinamiento para la producción subjetiva, pero se vislumbra apenas como una ampliación de la escenografía (¿hogar, albergue, hospital, prisión, perrera oficial?) que a su vez es apenas una ampliación del espacio mental de una trastornada memoria. Cada espacio funciona como soporte para la proyección de desvaídas pero múltiples imágenes. En todos esos espacios (galería, escenografía, mente) se siguen ejecutando los ecos del pasado en diferentes formatos.
No se trata simplemente de exhibir el trauma en su disposición espacial, el deseo de esta obra es revelar el miedo como otra cárcel de la que no es fácil escapar. Aquí la palabra posibilita la fuga: ese miedo en su forma depurada, en su síntesis fonética y hasta semántica, se transforma en el liberador desahogo del meo. (Entre el miedo y el meo hay un precario balbuceo que remite a las perturbaciones lingüísticas ya presentes en otros trabajos, tanto de Rosenfeld como de Eltit.) En Cuenta Regresiva la incontinente mujer se mea de miedo, siempre de pie, como quiltro y sin cesar, sin pudor, sin pensar. Mea para expulsar simbólicamente a los muertos que se le han quedado “incrustados, cautivos, presos, clausurados” entre sus piernas (muertos incómodos como cálculos en el riñón). Pero los muertos son ese residuo calcificado que no se puede eliminar, y entonces, ¿por qué sigue meando? Por puro placer, tal vez como una gracia. En la imperante lógica económica, mear es un gasto objetable, un descontrolado derroche de mal gusto (y nada higiénico). Se trata de un insistente desborde activado por un instintivo y abyecto gesto de resistencia.
Y Rosenfeld recupera este gesto radical para resignificarlo en su propia obra, dándole a la orina y al acto de mear una última, irónica vuelta. El desencanto ante la utopía democrática de la que Rosenfeld formó heroica parte ha generado con el tiempo un ácido reproche hacia ese evidente descalce entre las expectativas políticas de la izquierda y el emprendimiento continuista del Poder. Acaso el gesto más cargado simbólicamente sea el del personaje que levanta la palangana llena de orina femenina y la lanza contra la pared en el preciso instante en que aparece proyectada la imagen más emblemática de Rosenfeld: la emblemática cruz del “No Más…”, esa que la artista trazó sobre el pavimento, delante del Palacio de la Moneda, en el año 1984. Si la artista había hecho de la cita de su propio trabajo una estrategia de la memoria, aquí desmonta su propia operación y la transforma en arma discrepante. La humedecida y hedionda cruz del desacato (ésa que se convirtió en símbolo de la cruzada contra la dictadura) nos refresca la memoria: nos dice que ese deseo colectivo se mantiene todavía como cuenta pendiente. Sobre esa cuenta abierta se cierne la mirada más crítica, el ensayo más urgente de esta obra.
El video-instalación Cuenta Regresiva estuvo en el Centro Cultural Matucana 100, en Santiago, Chile, en noviembre y diciembre de 2006. El mediometraje que le sirvió de soporte es una versión libre del guión literario “La invitación, el instructivo” de la escritora Diamela Eltit. https://www.youtube.com/
www.letras.s5.com:
Página chilena al servicio de la cultura dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Cuentas Pendientes
A propósito del video-instalación Cuenta regresiva de Lotty Rosenfeld y guión literario de Diamela Eltit
Por Lina Meruane
Revista armas y letras, N° 59. Universidad Autónoma de Nuevo León. México