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UTI POSSIDETIS
Por Lina Meruane
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La guerra no ha cesado, apenas se ha interrumpido: seguimos peleando territorios amputados a la patria en batallas centenarias. Continuamos sintiendo la extensión rebanada como un miembro ausente aun cuando acaso nunca fuera verdaderamente nuestro, ese pedazo. Nada más que límites dejados a medio trazar por europeos que, dueños del continente, por siglos, se rigieron por el conveniente principio de uti possidetis (quien está en un lugar, lo posee). Ese principio nos ha dejado poseídos, a nosotros, por la sal amarga de la disputa: nosotros la Bolivia encerrada, nosotros el Perú despojado, nosotros, Chile, que ganó norte mientras cedía un pedazo sureño que es hoy la Patagonia argentina. Y aunque se ha dicho que este problema divisorio es cosa de políticos, ha permeado también el imaginario de ciudadanos y de escritores que continúan regresando, al menos en Chile, al menos en años recientes, a los orígenes del conflicto y a la temida posibilidad de otro recorte. Movilizada por una vaga inquietud sobre el desierto, viajé yo, hace unas semanas a la ciudad que fue antaño el límite nortino del viejo Chile. Y me encontré, de manera inesperada, en la recóndita ciudad de Antofagasta, en uno de los escasos cafés de la céntrica calle Prat, a Hernán Rivera Letelier. El novelista que puso sobre el mapa literario los salares donde él trabajó, durante años, bajo el sol. El narrador que rescató el desierto del endurecido realismo social de relatos anteriores y le atorgó un renovado esplendor. Rivera Letelier parecía suspendido en su café, dándole conversación a una joven que quizás fuera francesa. Dos ancianos se le acercaron a pedirle una firma y fue al levantarse que me vio y me saludó, sonriente, afable, y me dijo: ¿qué haces aquí?, ¿vienes por algo literario? Ando paseando, respondí, dando un rodeo y cambiando de tema, y él regresó a su charla con la extranjera. Pero al ver que me levantaba para partir volvió para despedirse e inquirió de nuevo a qué había venido yo por esos lares. ¡Viniste a robarme el paisaje!, exclamo, exhibiendo otra sonrisa maliciosa. Y quizás no estuviera tan descolocada su frase: le han salido al camino otros escritores que cuentan, también, el descampado y sus rigores. Me quedé dándole vueltas a esa línea y pensé, después, que en efecto es posible expropiar un territorio pero no robarse el paisaje literario de otro. Un paisaje no es un objeto sino un modo de la imaginación a la que se da vida en la letra. Me pregunté, después, si la idea de que alguien pudiera saquear su paisaje no caía, inadvertidamente, en la posesiva lógica del uti possidetis. Pero todo esto lo pensé más tarde, porque entonces, asediada por la ladina sonrisa del pampino, contesté como ladrona confesa: Sí, Hernán, me pillaste, ¡vine a quitarte el paisaje!