Alguna vez le temimos a los críticos, esos señores del patriarcado que venían a imponernos la buena escritura (escritura sin baches ni sobresaltos) cosida al rigor de las buenas costumbres. Eran muchos esos críticos pero eran siempre el mismo: nuestras antecesoras los habían sufrido, antes o después habían recibido su veredicto normativo y autoritario. No pretendo biologizar el ejercicio de la reseña pero los críticos eran todos hombres y dictaban cátedra en los asuntos de la letra (y del cuerpo) de las mujeres escritoras. Estábamos plenamente advertidas de aquello, nosotras, las que alguna vez fuimos jóvenes y arrojadas. Sabíamos que esos señores serían implacables con nosotras. Que podrían decir (y decían) que nuestros temas no tenían interés o que nuestra escritura no tenía talla literaria, que nuestras novelas no se entendían. Podrían citar (y citaban) la frasesita acaso ridícula o patética que se nos había escapado. Podrían corregirnos la palabra mal puesta para ejemplificar nuestra insuficiencia mientras ignoraban lo más propositivo y alocado de nuestros textos, y nos sugerían con peculiar insistencia sinónimos acaso más exactos pero sobre todo favorecidos por el crítico en cuestión. Y nunca, nunca, olvidaban reprocharnos algún error factual más o menos significativo, producto de nuestro apuro o de nuestro despiste, como si ignoraran que la memoria es frágil, que se escribe con apuro mientras se sobrevive, que nuestro escribir se realizaba desasistido de lectores profesionales y que con frecuencia nadie editaba nuestros manuscritos y se iban llenos de erratas a la imprenta. Erratas que ellos nos enrostraban como fracasos morales.
Esos críticos de antaño no se abstenían de subrayar y amplificar la falta insignificante para desalentarnos o destruirnos. Si no era por una cosa era por otra, porque si escribíamos sobre el amor éramos romanticonas, si escribíamos sobre el cuerpo éramos ombligüistas, si escribíamos diferente éramos experimentales (y experimentar era en una escritora un signo de inadmisible presunción). Y cómo se nos ocurría escribir sobre cuestiones políticas o filosóficas, ponernos inteligentes. A una de mis contemporáneas se la acusó de “escribir para los críticos” simplemente porque en su novela hacía un seguimiento de los vulnerados de la historia de Chile, vinculando esas víctimas del pasado a los desaparecidos de la dictadura militar. Era el brillante escrito de una autora que, sin pasar por la academia, se adelantó a narrar eso que ahora llamamos la interseccionalidad de la violencia.
Era así: a esos críticos no había cómo darles en el gusto y ni siquiera lo pretendíamos porque el gusto literario no era, como se ha dicho tanto, solo una cuestión burguesa, un cerco de clase y de raza; el gusto estético era un modo de autoritarismo dictado por ellos para obstruir nuestro ingreso al campo literario. Ellos eran los guardianes de la norma que algunas de nosotras buscaríamos desobedecer. Sí. Era una escena literaria mezquina, digo, por no decir misógina, que utilizaba el buen estilo en nuestra contra. Pero nosotras nos teníamos las unas a las otras, y aunque usábamos distintas voces y estilos diversos y nos gustábamos más o menos en lo literario, no nos enjuiciábamos estéticamente. Desconfiábamos de lo que encubría aquella palabra, estética. La unicidad de esa palabra ante nuestra diversidad. Y en eso estábamos, dándonos ánimo, dándonos instrucción, dándonos espacio, cuando vimos aparecer de lejos a las críticas que eran otra novedad. Esas críticas mediáticas se instalaron entre nosotras pero a cierta distancia, con el dedo en ristre y el ceño algo fruncido, midiendo nuestra escritura porque para eso se habían educado y parecían empeñadas en demostrar que eran superiores en su juicio. Y fueron subiendo tanto la vara que pronto se hizo evidente que muy pocas podrían alcanzarla. Eso siempre me pareció sorprendente, que aplicaran tan poca sensibilidad a la lectura de los materiales ni amplitud de mirada ante una escena inestable y cambiante, que atacaran con tanta inquina la escritura y a la escritora misma (su pelo, su pose, su ego), que se hubieran armado ellas, las críticas (no todas, no, pero con un par es suficiente), y que se hubieran armado, insisto, con un listado de exigencias. Exigencias estéticas que rechazaban, por ejemplo, la desnudez autobiográfica o autoficcional si no iba acompañado de un recurso apropiadamente literario. Exigencias marxistas que negaban la contradicción del deseo y la ambigüedad del cuerpo femenino en y ante el consumo. Exigencias feministas donde se castigaba, por poner aún más ejemplos, la maldad de las protagonistas, el desprecio de otras mujeres, la aspereza femenina, y todo esto con un prescriptivismo tan autoritario como de los críticos de antes. Estas críticas sin duda sofisticadas y consagradas han aplicado su ley literaria, transformado el reseñismo en una ensañada escena de sentencia pública. Una manera de hacer crítica textual que maltrata personalmente a las escritoras emergentes haciéndolas dudar o silenciándolas por un tiempo o para siempre (en vez de callar ellas a la espera de un libro de su gusto). La paradoja de que las críticas estén realizando el proyecto patriarcal de hacer desaparecer a las escritoras.
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La inquina de la crítica
Por Lina Meruane
Publicado en The Clinic, 6 de mayo de 2021