En este ensayo la autora rastrea, a través de textos canónicos y contemporáneos de la enfermedad, la emergencia histórica de un nuevo sujeto político que opera a la vez en el ámbito local y global: el del paciente impaciente que desconfía de diagnósticos conjeturales y tratamientos de dudosa efectividad, que pide explicaciones y segundas opiniones, que se informa y exige atenciones y cuidados individuales pero también comunitarios enarbolando el derecho humano a la salud que, tanto dentro como fuera de la nación de pertenencia, le confiere su “ciudadanía biológica”. Basándose en este concepto formulado por los teóricos Nikolas Rose y Carlos Novak, y desestimando recientes propuestas de Giorgio Agamben, Meruane valora el desobediente activismo informado de los impacientes.
Palabras clave: enfermedad; impaciencia; comunidad de pacientes; ciudadanía biológica.
ABSTRACT
In this essay the author traces, through canonical and contemporary writings of disease, the historical emergence of a new political actor who intervenes both in the local and the global field: that of the ill who mistrusts conjectural diagnosis and doubtful, ineffectual, treatments; of the diseased who demands explanations and seeks second opinions; of those who study their own clinical cases and claim to be attended and taken care of individually but also at large, elevating their human right to healthcare as one conferred, both within and without the nation, by the status of “biological citizenship”. Through the use of this concept, formulated by scholars Nikolas Rose and Carlos Novak, and dismissing ideas recently proposed by Giorgio Agamben, Meruane values the current disobedient but informed activism of the impatient.
Keywords: illness; impatience; community of patients; biological citizenship.
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El enfermo pide demasiado, es impaciente en todo.
Anatole Broyard
1. Los pacientes ya no son lo que fueron, la impaciencia es ahora su modo de operar y estos son sus verbos. Inquirir. Desconfiar. Investigar. Refutar. Decidir qué se hará con su cuerpo. Asociarse con otros en comunidades y en redes para exigir sus derechos, el cuidado de sus cuerpos. En menos de un siglo, los pacientes se han ido transformado y son hoy sujetos en plena rebelión. Se resisten a la salud como dogma alcanzable a cualquier precio que tan a menudo es el precio de su sufrimiento o de su puesta en cuerpo para la experimentación.
2. Por más que el controversial Giorgio Agamben argumente que la medicina es hoy un credo que ha acabado por imponerse a las religiones modernas del cristianismo y del capitalismo (con las que ha tenido una relación tensa e intensa a través de los siglos), me atrevo a postular aquí que Agamben incurre en un error de apreciación: lo que hay es otra cosa, una cosa opuesta a la emergencia de la medicina como culto “pragmático” (48), vuelto, en esta pandemia, liturgia “permanente” y “obligatoria” (48). Digo que se trata de otra cosa, porque si la medicina alguna vez fue religión aceptada ciegamente por sus fieles, los enfermos, como ciencia objetiva y efectiva, ese tiempo ya pasó. Hay evidencia, tanto histórica como contingente, de que ha crecido la desconfianza sobre los modos en que se imponen los saberes de la biociencia y sobre la autoridad médica que implementa los saberes de la ciencia. Revisando su decurso, es evidente que esa institución se ha venido desmoronando en la confianza pública de las clases educadas que antes la veneraban: ahí están las hordas de anti-vaxers que refutan las tesis inmunitarias tras haber realizado “su propia investigación” (una que sus opositores califican burlonamente de los “diplomas google”)[1]. Pero no solo se vienen levantando esos ciudadanos que, acertando o equivocando sus conceptos, y contradiciendo las certezas adquiridas a costa de años de protocolos de toda una especialidad, se abstienen de una norma sanitaria diseñada para protegernos a todos. Esa sospecha está siendo aprovechada por la clase política neoliberal que ha desplegado un inusitado desprecio por los datos que vocean los virólogos y los epidemiólogos personificados hoy en el afable y afónico inmunólogo Anthony Fauci, quien intenta ser escuchado pero es refutado por un presidente negacionista, un presidente que doesn’t care, casado con una modelo que incluso antes que su marido manifestó que she really didn’t care, y un gobierno entre muchos otros gobiernos entregados enteramente a la religión capitalista del descuido o del uncaring de la ciudadanía más vulnerable.
3. No intento sugerir que el impaciente sea quien simplemente seopone al saber científico comprobado, a los confirmados mecanismos de contagio y sus modos de prevención (ese grupo improbable de negacionistas que reúne a agambenianos, antivaxers y presidentes fascistas): si bien la impaciencia genérica puede sugerir distintos rostros y reconocer variados impulsos ideológicos, la que me convoca es una impaciencia particular, la impacienciainformada que surge precisamente cuando la medicina se muestra incapaz de responder con soluciones adecuadas al mal, o cuando decide no realizar las investigaciones necesarias y se niega a hacer su labor. Desde esta configuración, no sería propiamente impaciente la actitud presidencial: en su conducta no hay traza de compromiso con o compasión por la sobrevivencia ciudadana sino lo contrario, la explotación de la crisis sanitaria para introducir cambios consistentes con su declarado culto capitalista que busca acabar con las políticas de prevención y de cuidado porque ve en ellas un gasto innecesario y contrario a la acumulación de los recursos[2]. Para ese y otros presidentes esta podría ser la oportunidad que han esperado sin impaciencia, sabiendo que siempre hay una crisis en curso, sabiendo que esa crisis permitirá persuadir a los grupos más empobrecidos de que es el gasto social que generan los migrantes, por ejemplo, lo que genera su pobreza y su posible contagio. Pero no me detendré en el peligroso actuar de esos presidentes que niegan la ciencia para manipular a la ciudadanía y ahorrarse el costo de su cuidado. Ni me detendré en la oposición a la vacunación que surgió en el siglo XIX y recrudece hoy, negando, de manera científicamente infundada, la efectividad de las terapias preventivas y poniendo la decisión de los individuos por encima de la salud de la colectividad.
4. El escepticismo radical del impaciente –ese ateísmo, por volver a la metáfora agambeniana–, se centra en la certeza de que el médico no domina la verdad de cada caso ni es el mediador de la cura definitiva o de ese estado utópico que llamamos salud. Que el médico no es un investigador sino un practicante del oficio de los cuerpos. Que no es neutral ni objetivo, que se deja conducir por ideas preconcebidas y contaminadas con nociones sobre el buen comportamiento o por principios que incluso tuercen y retuercen los datos científicos y se apartan del saber. Y es precisamente porque él y la impaciente alguna vez fueron pacientes, saben que la medicina es un saber especulativo además de tentativo e ideológico. Los impacientes lo han vivido en carne propia y, alarmados por lo que será de ellos en esas manos tan humanas como ajenas, rechazan el lenguaje incomprensible que los describe, exigen explicaciones, calculan que muchos de los remedios que se les recomiendan podrían ser peores que la propia enfermedad. Es por eso que se van activando en la gestión de su devenir.
5. Retrocedo en el tiempo para detenerme en el cuerpo como cifra, el cuerpo como zona de lectura que requiere de un ojo que lo descifre. Porque el cuerpo es la página donde se escriben los signos secretos mediante los cuales nuestro organismo expresa sus contradicciones, y aunque seamos nosotros quienes experimentemos o suframos esos síntomas, no siempre hemos sabido decodificarlos y hemos delegado en otros lectores, entrenados en esas señales nuestras, la tarea de interpretarnos mientras nosotros guardamos un atento y esforzado silencio.
6. No siempre fue el médico el lector preferente de la enfermedad. Antes de que su rol se validara y se institucionalizara, los expertos del síntoma eran los representantes de la divinidad, pitonisas portando sus oráculos, chamanes o machis y sanadores mediando a los dioses, trabajando sus rituales y sus conjuros, sacerdotes o curas, de nombre alusivo. Las interpretaciones de estos últimos estaban atadas a las ficciones de la fe y al ejercicio de una moral a menudo punitiva. Desconocidos los mecanismos que desencadenaban su malestar, esos religiosos eran incapaces de leer el cuerpo desde su materialidad y le aplicaban otros marcos de interpretación que a menudo empeoraban las cosas para los dolientes. En los años de la peste negra (o bubónica) y de la peste blanca (o tísica) no faltó párroco que llamara a sus fieles a congregarse para honrar a Dios besando, uno tras otro a los fieles, las imágenes sagradas y agudizando así la transmisión y la muerte de manera exponencial.
7. Esas recomendaciones ineficaces irían erosionando la autoridad diagnóstica y paliativa de los religiosos, pero fue el auge de la ciencia y de su método lo que acabó validando al médico como lector, intérprete y efectivo gestor de la cura. Esa legitimación moderna fue ocurriendo de manera paulatina y es por eso que, todavía en el siglo XIX, continuaba en vigencia la teoría miasmática concebida por Hipócrates en la antigua Grecia y validada por Galeno, en la antigua Roma; esa teoría postulaba el aire contaminado como origen de todos los males (su expresión era la fetidez), esa teoría sería “confirmada” bien entrado el siglo XVI. Se hacía burla de aquellos científicos que decían estar pesquisando microorganismos en la sangre, sobre un aséptico cristal y bajo un lente. Y se hacía burla de ellos porque sus hallazgos diferían radicalmente del precepto que la academia consideraba verdad irrefutable.
8. Resulta asombroso el acto de fe –esa declaración de creencia sin evidencia– que han exigido, a lo largo de los siglos, tanto la religión como la medicina en los asuntos materiales del cuerpo. Los enfermos fueron llamados (todavía lo son) a someterse a las prácticas autorizadas por sus propios practicantes, aun cuando contradijeran las intuiciones acaso igualmente conjeturales de los pacientes y contrariaran su posibilidad de decir, de decidir, sobre lo único suyo, su cuerpo.
9. La literatura del siglo XX da cuenta de esta tensión entre sujetos sin saberes comprobables y poderes disímiles. Pongo por caso la crítica que elabora alrededor de este problema la modernista inglesa Virginia Woolf, en una novela de 1925: Mrs Dalloway presenta las reflexiones de una señora londinense que, al igual que tantas mujeres de su clase y de su generación, sufre de extraños malestares femeninos alentados por una casta de médicos que concebía, anotan Ehrenreich & English, por conveniencia económica y convicción ideológica, a las mujeres de la clase alta como “frágiles y enfermizas” (46) y a las de la clase trabajadora como sanas pero “enfermantes” (95). En la novela, las señoras aceptan esos diagnósticos que las mantienen en casa y en cama, más aburridas y atormentadas que indispuestas. Pero es aún más angustiosa la situación de Septimus, un veterano de guerra que ha perdido la razón. Su joven esposa italiana es quien lo cuida y quien lo lleva a la consulta de dos médicos sucesivos, insistiendo en que Septimus está gravemente enfermo. El primer doctor es un médico generalista, experto apenas en resfríos y otros males menores, y sin saber qué cosa es el trauma, negando su existencia, criticando las “extravagancias” del veterano, repite una y otra vez que “no tiene nada serio” o “de qué preocuparse”, que solo está “un poco indispuesto” (21 & 23) que simplemente debe distraerse y dejar de conversar consigo mismo. Sobre todo debe comportarse como hombre en vez de avergonzar a su mujer, que no está preocupada por la masculinidad de su marido, o tal vez un poco, porque toda enfermedad se piensa como debilidad y lo débil es, en esos y estos tiempos, un signo de lo femenino. Lo que verdaderamente le preocupa a ella es la salud de él, su intuición de que el family doctor está completamente equivocado. Por eso lleva a Septimus a ver a un segundo médico que resulta ser un temible especialista de esos que recién empiezan a aparecer en el horizonte de la medicina, y este, sin prestarle atención ni considerar la situación de Septimus, diagnostica un mal sin nombre y prescribe su internamiento solitario en una costosa clínica de la cual es dueño. No importa que la italiana cuestione esta medida que la excluye del cuidado ni que tampoco la acepte Septimus: ese médico es inmune a las razones de los afectados. Conclusión: en un ataque sicótico detonado por la idea de que vienen a llevárselo, Septimus se lanza por la ventana para escapar del destino que se le impone.
10. Woolf pone palabras propias en la reflexión que hace la señora Dalloway cuando cuestiona a ese especialista supuestamente experto en la “exigente ciencia que trata de lo que, a fin de cuentas, nada sabemos: el sistema nervioso, el cerebro humano” (99). Sepan más o sepan menos, los médicos no se detienen a escuchar al enfermo ni menos a quien lo cuida, sobre todo, pienso, porque quien explica el caso, quien se niega a consentir la terapia, quien se queja cuando se lo permiten, es una mujer. Virginia Woolf conocía estos protocolos en cuerpo propio: sufría de un desconocido desorden siquiátrico y había consultado con múltiples médicos que le habían prescrito, con no poca soberbia, una serie de soluciones inútiles, desde suspender la escritura hasta arrancarle algunas muelas para disminuir la presión cerebral que estaría causando sus crisis siquiátricas. La ineficiencia de esa medicina, ya lo dije, especulativa, y la desafección de quienes la practican con un autoritarismo asombroso, es la que Woolf traslada a su novela unos años antes de suicidarse.
11. El suicidio siempre fue una opción para quienes no encontraron la cura, y Woolf defiende ese acto solitario, esa decisión individual, como una forma de “desobediencia” (defiance es la palabra que usa) o un modo de “contención” (embrace) para una vida intolerable, para un mal intolerable (185), pero acaso la salida más recurrida haya sido la de la religión: ese relato es reconocible y recurrente en tantos textos literarios que no hace falta enumerarlos sino hacer notar que ese relato reaparece en tiempos contemporáneos: en las narrativas del sida se multiplican los testimonios del desamparo real de los enfermos y la reactivación de su fe religiosa a falta de una salvación mediada por la ciencia.
12. Tal vez sea posible pensar esa novela como un modo de dejar por escrito lo que Woolf padeció –las alucinaciones auditivas, las ideas recurrentes sobre la muerte, los feroces tratamientos de médicos inexpertos– sin poder levantar la voz, casi sin poder levantar su cuerpo del catre, solo la mano, su pluma cargada de tinta elaborando una denuncia solitaria que anticipa la impaciencia que está por venir.
13. La señora Dalloway es mucho más que una ficción con tintes autobiográficos. Y es más que una denuncia de su propio sufrimiento en manos médicas. Adelantándose a las sofisticadas formulaciones teóricas de Michel Foucault (porque las novelas no solo son tema y trama, son también ideas), adelantándose, dijo, al teórico francés, Woolf presenta la salud como extensión ideológica de la religión del capital expresado en el proyecto colonialista del Imperio Británico. En las páginas menos noveladas o más ensayísticas de la novela, el texto expone las dos premisas de la medicina inglesa: el “culto a la Proporción” (99-100), es decir, al orden ciudadano, al control del disenso, y la imposición, “más formidable y severa” y hasta violenta de su hermana, la “Conversión”(100) que opera confinando aquellos cuerpos que no se ajustan al sistema de creencias del Imperio Británico que está en pleno auge, es decir, que está lanzado a la productividad que los cuerpos útiles deben sustentar. Dicho de otro modo, Woolf devela que la ciencia y la medicina auxilian al capitalismo exigiendo una sistematicidad productiva a la paciente ciudadanía que se deja tratar de la misma manera que se deja explotar. Queda documentado en una página, en esta novela de 1925: demorará en asomar la figura del enfermo que se resiste a la autoridad normativa del médico cuyo cargo lo inviste históricamente de autoridad. Demorará, insisto, en aparecer la protesta de una ciudadanía impacientada por la incompetencia médica.
14. Es por la razón pero sobre todo por la violencia que deberán acallarse esos brotes de rebeldía. Pienso en un breve episodio descrito por Albert Camus en su novela sobre una epidemia: la gente rica ha huido de la ciudad y son los más pobre de Orán quienes han quedado dentro del cordón sanitario sin posibilidad de escapar hacia zonas menos contaminadas: el desconsuelo y la ira pronto surgen en los rayados de los muros, en los lemas que se oyen en las miasmáticas calles de la colonia francesa–“¡Pan o aire fresco!” (237)–, antes de ser duramente reprimidos por las fuerzas policiales.
15. Releyendo, en estos días pandémicos, ese clásico contemporáneo que es La peste, me centro en el privilegiado punto de vista del narrador, un médico desorientado por los síntomas epidémicos. El doctor Rieux no logra determinar si lo que afecta a las ratas y luego a hombres y mujeres es un nuevo brote del cólera o el retorno de la peste medieval en pleno siglo XX. Esa epidemia (que los críticos leyeron en 1947 como alegoría del nazismo y que yo elijo examinar sin recurso a la metáfora) no corresponde con exactitud ni a una ni a otra: los síntomas se traslapan y se trenzan haciendo colapsar toda certeza diagnóstica. Rieux reconoce que no puede ni leer apropiadamente ni menos medicar, y a pesar de eso, o tal vez debido a eso, impone los mandamientos confinatorios dictados desde lejos por el gobierno francés. No objeta nada, Rieux, no pone nada en cuestión, tampoco escucha a quienes cuestionan la norma.
16. El narrador fecha su escrito en 194‒, década en la que ya están disponibles los tratamientos para todos los males descritos en la novela. Ya existen disposiciones de higiene que evitan la asepsia, ya hay antibióticos contra las bacterias y diversas terapias efectivas, ya los microscopios son parte de los laboratorios y los hospitales, y lo mismo los rayos equis que permiten examinar los cuerpos por dentro sin necesidad de abrirlos, como lo hacen los médicos del sanatorio suizo de La montaña mágica, esa emblemática novela de la tuberculosis publicada por Thomas Mann en 1925. Veinticinco años más tarde Camus incurre en un raro anacronismo que, aunque improbable[3], tal vez sea producto del desconocimiento del autor, que no era médico. Porque la ficción se escribe siempre a destiempo y tal vez no se escriba para ilustrar los avances de ciertas disciplinas sino intentando resolver una preocupación autoral extra sanitaria sobre la vida y la sobrevivencia y sobre el vivir juntos. Pero cabe preguntarse si Camus, que sufría severos ataques de asma, que con frecuencia debía salir de París en busca de aire fresco (no de pan); si Camus, que había pasado por inútiles manos médicas, escribía desde una creciente impaciencia propia.
17. Recapitulo por no desviarme: la ciencia destrona a la superstición en las postrimerías del siglo XIX, cuando por fin se disipan los aires de la teoría miasmática y se impone la teoría microbiana. Es entonces que se instala en el imaginario social (y por qué no decirlo, en la realidad), la fuerza diagnóstica del doctor, su certeza predictiva, su autoridad discursiva; la ciencia vence a la religión, el médico usurpa el lugar sagrado del religioso en los saberes del cuerpo y pacta con las instituciones del poder prodigando normas de higiene que se hacen coincidir con las de la buena moral y el recto comportamiento ciudadano. El médico adquiere un poder (objetivo) que le permite prescindir del relato (subjetivo, insustancial) del paciente de quien se espera obediencia. No hace falta escucharlo ni decirle por qué sufre ni a qué corresponden sus síntomas ni cuál es su prognosis ni cuánto tiempo le queda. No se le dice si está muriendo ni de qué. Los médicos hacen y deshacen y deciden sin consultarle.
18. Acaso esas décadas mediando el siglo XX estén más cerca de lo que Agamben califica como las del auge y el aura de la religión médica; pero el brillo encandilante de esa fe no duraría demasiado, no se extendería hasta finales del siglo XX sin ser cuestionada por enfermos indóciles conocedores del cuerpo y sobre todo de sus derechos, exigiendo consideración.
19. En un ensayo literario que es también memoria, la ensayista estadounidense Rebecca Solnit relata los últimos años del alzheimer de su madre y testimonia el hallazgo de su propio cáncer. En The Faraway Nearby, Solnit escribe agradecida del afecto y la consideración que ha recibido de parte de un personal sanitario que le prodiga atenciones, y de unos médicos ya transformados por la “revolución en el cuidado” que empezó a ocurrir, dice Solnit, tras las “revoluciones antiautoritarias” de los años 60. Esa revolución ciudadana sería también la “revolución de los pacientes que insistieron en su derecho a estar plenamente informados y a participar en las decisiones sobre sus cuerpos” (112).
20. Es cierto que hoy abundan esos médicos atentos (en el amplio sentido que abarca esta palabra, el de la escucha y el del cuidado), pero si cito a Solnit es para subrayar la transformación revolucionaria a la que ella apunta y que es sin duda tan reciente que aquellos médicos que han cedido en su autoritarismo anterior conviven con esos otros que todavía procuran pacientes dóciles o médicos altaneros a quienes les irritan las pacientes que se rehúsan a comportarse como tales: la que pregunta, la que pide exámenes adicionales o segundas opiniones, la que estudia su caso clínico y aprende la lengua de su biología o se niega a seguir el tratamiento. La impaciente que desobedece para obedecerse a sí misma tras consultar con otros como ella que ya estuvieron en su lugar. Esa rebeldía se materializa, pienso, en la ya difunta figura de Susan Sontag a quien su impaciencia salvó. En 1974 no aceptó el diagnóstico terminal que había recibido: exigió un tratamiento de quimioterapia que pudo matarla y se hizo extraer no solo la mama sino los músculos del pecho y hasta del brazo. Esa odisea le aseguró 30 años de vida que ella aprovechó para escribir una serie de libros emblemáticos, entre los que se cuentan dos ensayos esenciales sobre las metáforas de la enfermedad.
21. En el influyente La enfermedad y sus metáforas (1978), al que siguió Las metáforas del sida (1988), Susan Sontag examina los usos perniciosos del lenguaje que se le impone a los enfermos haciéndolos y haciéndolas responsables de sus males, estigmatizándolos, y las, socialmente, incidiendo en las políticas que se establecen para ayudarles o negarles toda ayuda. Sontag se propuso alertar a sus lectores de las consecuencias disciplinarias que tiene el lenguaje metafórico, sea literario, sea oficial, y entregarles herramientas críticas para combatir la opresión del mismo sistema que había descartado su vida de antemano.
22. Si su primer ensayo examinaba la histórica mutación y el reciclaje de metáforas que estigmatizan el cuerpo y la subjetividad del enfermo, el segundo se centraba en una denuncia aún más urgente: eran los años 80 y en las grandes y pequeñas ciudades del planeta había miles de personas rechazadas y abandonadas, muriéndose de sida.
23. Esa revolución antiautoritaria de la que hablaba Solnit: ese es el germen para lo que sobrevendría en los años 80, la aparición de los impacientes como actores políticos informados e insurgentes. Cientos de hombres y decenas de mujeres se saben sentenciados a muerte por la sociedad, tanto la que los rodea como la que los excede territorialmente porque el mundo que les toca está conectado y lo que sucede en un punto del planeta está sucediendo, en simultáneo, en otro; las personas seropositivas comprenden que sus vidas dependen de que se ayuden entre sí, de que se eduquen en su propio virus, en las formas de su contagio, de que activen estrategias de disidencia y de desobediencia civil y se hagan notar con protestas y performances y panfletos que convoquen a la prensa; impacientes de vida, porque habitan un presente sin futuro, reclaman recursos estatales para apurar los protocolos de testeo para desarrollar terapias y vacunas que los salven aun cuando su salvación tenga un alto precio, aun cuando ellas sean (todavía) minoría, aun cuando se los responsabilice de su propio contagio letal. Proclamando su estatuto ciudadano y sus derechos humanos demandan ser atendidos y cuidados como personas enfermas, en vez de inculpados por la orientación de su deseo.
24. No pocos teóricos del cuerpo dan cuenta de la emergencia de esos impacientes que yo llamo informados: Nikolas Rose y Carlos Novas los agruparon en un escrito del año 2005 bajo afinidades políticas, en términos de una “ciudadanía biológica” que reuniría “todos los proyectos de ciudadanía que se enlazan a la existencia biológica de los seres humanos” (442), tanto individuos y familias como genealogías, comunidades y especie. Estos autores aseguran que la “ciudadanía biológica” es parte de una serie de transformaciones sociales y reterritorializaciones políticas en la sinergia de lo local y lo transnacional, es decir, en la combinatoria de políticas públicas nacionales y políticas de instituciones internacionales, organizaciones no gubernamentales y compañías farmacéuticas desplegadas por todo el planeta, capaces de producir nuevas y variadas formas de desigualdad y a la vez harían emerger una ciudadanía enferma pero no paciente.
25. Y ese impaciente informado y exigente que se ve en la impactante novela testimonial Al amigo que no me salvó la vida (1990), que el francés Hervé Guibert escribe para contar su diagnóstico, repasar su caso clínico con una precisión clínica completamente demoledora, y denunciar que, a pesar de estarse muriendo, su amigo estadounidense que maneja una farmacéutica donde se está probando una prometedora terapia, le niega la entrada a un protocolo médico que pudo alargar su vida. El protagonista autoficcional de la novela, es, a no dudarlo, un impaciente de los mejor informados pero es todavía un sujeto que lucha solo por su sobrevivencia. Ese escritor solitario y seropositivo es una suerte de doble para el Pablo Pérez autobiográfico de Un diario sin amor (1998), que toma decenas de pastillas triterapéuticas mientras se juega su vida y la de otros en los intercambios sexuales sadomasoquistas en el Buenos Aires de ese fin de siglo. Hay otros pero Pablo está más aislado y más despolitizado que los muchachos que empiezan a darse cita en la producción tardía de la novelística seropositiva argentina. En La ansiedad (2004), de Daniel Link, el protagonista de la novela está emparejado y rodeado de una comunidad deslocalizada y anónima que aparece (y desaparece) en la pantalla compartiendo su sexo y saberes farmacéuticos que no existen en los periódicos todavía a inicios del siglo en curso.
26. En la construcción de comunidades de seropositivos los protagonistas forjan alianzas con vivos y muertos, escriben in memoriam, se modelan a sí mismos y se modulan con aquellos otros. Y así como el agonizante Guibert figura en los escritos seropositivos de Pérez, se rememora a Michel Foucault en la novela de Guibert: su muerte, la de Muzil (o Michel) en 1984 prefigura la de Guibert en 1991[4].
27. Es sabido que cada pensador propone términos para describir realidades todavía no asumidas en la realidad. Sabido también es que Michel Foucault fue quien vislumbró la existencia de la “biopolítica”, quien nombró esos particulares modos de control y de manejo del cuerpo ciudadano. Sin embargo, el teórico francés todavía estaba trabajando, desde la historia, configuraciones locales que en estos tiempos globales han requerido una reformulación: así surge la noción de ciudadanía “biológica”, o “médica”, o “terapéutica”, o “de la salud”, porque sin importar la variación adjetiva todas describen cómo mientras las políticas capitalistas cunden por todos lados, los ciudadanos del mundo responden ampliando sus modos de pertenencia, reagrupándose en el reclamo de derechos, exigiendo y hasta luchando por el acceso a recursos y cuidados que salvan vidas, ya sea de vidas dañadas o de vidas que comparten un mismo estatus genético y estados de la salud bajo el apremio de determinadas condiciones crónicas, síndromes raros o enfermedades que no han encontrado un tratamiento adecuado.
28. Conviene relevar precisamente a quienes se hicieron eco de esta transformación de la escena social, y usaron de plataforma los medios aun antes de que surgieran las redes. Autores que prestaron su escritura a la práctica urgente de un activismo que hacía de la experiencia personal una política radical de denuncia ante el abandono de los enfermos de sida. Autores que reclamaron de manera incesante que los estados asumieran sus deberes de cuidado. Autores como el recordado travesti chileno, Pedro Lemebel, quien en su programa radial iba leyendo unas barrocas crónicas para contar el virus que estaba devastado a los seropositivos marginados a quienes él les prestaba, con loco afán, su poderosa voz[5]. Autores y autoras, como Marta Dillon, quien, usando en esos mismos años una prosa más directa y sin duda descarnada, dio cuenta de lo que significaba ser mujer y vivir con virus en una economía destruida por las políticas neoliberales[6]. Dillon relata en sus crónicas de prensa la decisión de no aceptar el toxico tratamiento con AZT que los médicos recetaban aun sabiendo que era ineficaz, y relata, Dillon, su rechazo de la triterapia hasta que no le queda más remedio que tomarla. Con un ojo clínico que caracteriza a los impacientes informados, Dillón examina, evalúa, cuestiona la medicación antiretroviral y su alto costo: “En ese momento se necesitaba mucho dinero para acceder a él. Por suerte mi papá lo tenía” (90), cuenta, confesando ese privilegio que temporalmente la exime del riesgo de desarrollar resistencia a la terapia. La solvencia del padre suple la insolvencia de la patria y apunta a un problema de fondo, un problema argentino pero también latinoamericano que asimismo se vive en gran parte del planeta, sumido en las shokeantes políticas del neoliberalismo.
29. Hija de una desaparecida en tiempos de dictadura, Dillon y otros seropositivos argentinos acusarán a los sucesivos gobiernos de la democracia de violar los derechos humanos y producir, ahora por negligencia, una nueva “desaparición” de ciudadanos a manos del Estado. Se levantará una demanda judicial contra el gobierno por propiciar sus muertes. La Corte Suprema fallará, en 1997, a favor de los afectados. El Estado tendrá que comprometerse a dar acceso universal a los seropositivos, algo que, escribe Dillon con justificada amargura, “queda muy bien en los papeles” (55) por más que el presupuesto de salud no alcanza, y no siempre la droga se encuentra en los bancos de distribución o el laberinto burocrático resulta imposible de atravesar, y hay que regresar una y otra vez “a buscar algo para ir tirando” (55). Hay que compartir, repartir entre quienes tienen la salud más comprometida en medio de una “total impunidad” (56).
30. No olvidar, pienso, siguiendo a los críticos de esta idea biopolítica de lo ciudadano, que los recursos entre los impacientes informados están desigualmente distribuidos, que impacientes como Dillon cuentan con ventajosos capitales intelectuales cuando no económicos y sociales que a menudo excluyen o relegan a sujetos disidentes, debilitados, empobrecidos, racializados, migrantes, que comparten la misma condición. Pero importa no olvidar que son precisamente esos impacientes, informados y privilegiados, quienes más posibilidad (y por lo mismo más responsabilidad) tienen de movilizar lo que haga falta para que se realicen los estudios y se desarrollen los protocolos, para que las leyes locales se reescriban incluyendo a todos los que sufren cada mal y para que las organizaciones globales repiensen sus decisiones y sus prácticas desde posiciones éticas que beneficien al colectivo.
31. Porque es necesario, decía Butler hace apenas unos meses, hablando con la pandemia como ruido de fondo, que seamos muchos quienes deseemos y trabajemos por “un mundo en el que la política de salud esté igualmente comprometida con todas las vidas, para desmantelar el control del mercado sobre la atención médica que distingue entre los dignos y aquellos que pueden ser fácilmente abandonados a la enfermedad y la muerte” (s/p). Butler agregaba en esa entrevista puesta en línea por la revista New Yorker,que se trata hoy de algo urgente porque en pandemia “ninguno de nosotros puede esperar”; y decía que esa lucha debe “mantenerse viva en los movimientos sociales” cuyas “visiones compasivas y valientes aún reciben las burlas y el rechazo del realismo capitalista” (s/p).
31. Ser un enfermo entendido e indócil es una de las condiciones de la sobrevivencia cuando los gobiernos negacionistas propician que cada uno se salve como pueda mientras los Estados se ocupan de mantener los ideales de moral o los mandatos de la economía. Así, la respuesta verdaderamente impaciente, verdaderamente política, no es nunca solitaria sino colectiva, crítica, consciente del derecho a la vida y decidida a exigirla.
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Notas
[1] El 15 de septiembre del 2020, Helen Paus, directora asistente de temas de infancia en la St. Marks United Methodist Church y seguidora de la página Things Anti-Vaxers Say en Facebook comentaba “I love the hours they all [todos los anti-vaxers] spend researching. Obviously, doctors just got their degrees out of thin air with ZERO hours of work necessary, so their Google degree is clearly superior”.
[2] Este aprovechar las crisis para impulsar profundas reformas capitalistas queda ampliamente (y aterradoramente) demostrado por Naomi Klein en The Shock Doctrine. La estrategia consiste en esperar la crisis mientras se desarrollan las estrategias que reemplazarán lo que está en vigencia y tenerlas a mano “hasta que lo políticamente imposible deviene políticamente inevitable” (7).
[3] Escribo “improbable” porque basándose en los descubrimientos de Louis Pasteur a fines del siglo xix y en los del bacteriólogo alemán, Rudolf von Emmerich, ya en 1928, el científico británico Alexander Fleming había creado la primera forma del antibiótico y que en 1945 recibiría el Nobel de Ciencias por aquella contribución.
[4] Este gesto citatorio es recurrente; entre muchos otros pesquisados en mi ensayo del sida latinoamericano, Viajes virales (2012), se encuentra el caso exacerbado de Reinaldo Arenas quien, en esa novela monumental que es El color del verano (1982), convoca a todos los disidentes sexuales de la historia occidental.
[5] Esas crónicas se emitieron durante años desde su programa, “Cancionero”, en Radio Tierra, y se reunieron en el volumen Loco afán (1996).
[6] Sus columnas aparecieron entre octubre de 1995 y fines de 2003 bajo el título “Convivir con virus” en el Suplemento No del diario Página/12 y fueron posteriormente compiladas en Vivir con virus (2004). Una versión más larga de estas líneas dedicadas a Dillon se encuentra en mi libro Viajes virales (2012).
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Bibliografía
-Agamben, Giorgio. “La medicina como religión”. Revista Santiago, Chile, n.º 10, agosto 2020, pp. 46-49.
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Por Lina Meruane
Publicado en Revista Letral N°25, enero de 2021