No deben tener más de veinticinco años y son norteamericanos. Alan es judío. Anne no es más que una activista sin credo religioso pero políticamente comprometida. Ambos trabajan con una tropa de palestinos e israelíes contrarios a la integración que proponen ciertos sectores y a favor de la convivencia entre dos pueblos distintos, donde nadie se vea forzado a renunciar a lo propio ni al derecho de reclamo. Es Zima quien me habla de ellos, Zima quien hace el contacto, Zima quien me despierta esa mañana y me despide con bendiciones islámicas mientras Ankar duerme. Ya no necesito escoltas este viernes que es el último del mes: el día en que los activistas llevan gente a lugares que muy pocos quieren visitar. Una extraña clase de turismo, el del dolor ajeno, que visto de tan cerca acaba volviéndose propio. Antes de partir desde Jerusalén los diez apuntados llenamos una encuesta anónima que repetiremos al final, quién sabe para probar qué tesis o con qué fines estadísticos. Recibimos a continuación una hoja informativa que devolveremos más tarde: el presupuesto es escuálido. Esta hoja es imprescindible: durante el trayecto ellos no podrán hablarnos de lo que hay a los costados de la autopista. Deberemos ubicar, observando y adivinando, los hitos señalados a medida que aparecen en la ruta. Uno: El túnel por el que no pueden circular los palestinos. Dos: El muro de concreto que no sólo separa Israel de los territorios sino que además los divide. Tres: Los edificios de techo rojo que distinguen a los controvertidos asentamientos de Gush Etzion de las demás casas palestinas. Cuatro: Al-Arroub, el campo de refugiados en la ladera de un cerro, en una curva del camino. Y quinto en la lista: el enorme asentamiento de Kiryat Arba a la entrada de Hebrón: nuestro primer destino. En esta autopista sólo pueden circular israelíes y en este bus a prueba de balas viajan sobre todo colonos. El inglés no nos sirve de guarida porque muchos colonos han venido de Estados Unidos. (Era originario de Brooklyn –ahora recuerdo– Baruch Goldstein, el colono que en 1994 ametralló por la espalda a 29 palestinos mientras rezaban, y fue asesinado después a golpes por los sobrevivientes.) Es con esos colonos israelíes o made in USA que nos bajamos en una parada desierta. Ha estado lloviendo a cántaros y yo me he olvidado del paraguas. Me sumo a los otros nueve seudo-turistas para protegerme de la lluvia mientras recibimos una breve reseña de los acontecimientos históricos en esta zona. Esperamos que escampe un poco pero no escampa nada y no podemos perder más tiempo. Nos internamos en descenso por un camino de tierra resbalosa. El ejército israelí desciende también veloz en sus tanquetas, levantando agua y barro a nuestro alrededor. Un soldado de carabina nos hace señas desde el último piso de un edificio a medio construir: el hormigón pelado, los fierros desnudos, el soldado encima. Nos lanza gritos y bracea en el aire pero nuestros guías no se detienen y yo apuro el paso, alarmada. Metros más adelante nos sale al encuentro una tropa de niños árabes, gritando frases que tampoco entiendo. A quién hay que temerle aquí, le pregunto a Anne cuando por fin la alcanzo: a los palestinos o al ejército. Bajando la voz y dirigiéndola hacia mí retruca una pregunta seguida de una respuesta: ¿Para tu seguridad inmediata? A los colonos.
Hebrón no tiene nombre
Otra ciudad dividida, Hebrón. En el único puesto árabe abierto nos ofrecen alero para la lluvia y té hirviendo. Nos sentamos a escuchar a un musulmán autorizado a mostrar la parte vieja de esta ciudad administrada por Israel. Nuestro guía habla con acento y entre sorbos de té, pero se hace difícil seguir lo que dice porque la estentórea recitación del Corán que proviene de la torre de la mezquita de Ibrahim o Abraham solapa su voz. También él pierde alguna vez el hilo: lo distrae el imperioso llamado de Allah por parlante. Se avecina el tiempo de la oración, dice, y apura las palabras en breves jaculatorias. Bajo la melodía de la convivencia pacífica que nuestro guía predica van surgiendo datos perturbadores. Hay cinco asentamientos en vías de unirse bajo el amparo del ejército israelí. Y aunque hay apenas 500 colonos entre 250 mil palestinos, éstos tienen todo el poder. En el caso imaginario de que un colono y un palestino se lanzaran mutuamente una piedra, el colono respondería ante la ley civil mientras que el palestino sería juzgado como terrorista. El ejército apresaría al palestino pero no al colono, porque al colono tendría que arrestarlo la policía y aquí no hay policía. Sólo hay ejército. Sólo soldados. Cuatro por cada colono: para protegerlos. Colonos y militares mandan en la zona vieja, y la tienen paralizada para los palestinos. Fíjense en el vacío de la ciudad, dice el guía. No hay nadie. No se los ve nunca, a los colonos, pero se imponen sobre nosotros. El guía se levanta de la silla para indicarnos lo que pronto vamos a verificar: que las calles son rutas estériles: están cerradas para los palestinos. Ir, para ellos, de una esquina a otra puede implicar un desvío de doce kilómetros y de horas de detenciones arbitrarias. Vacío quedó también el mercado: antes callejuelas atestadas de gente, ahora callejones desiertos, una sucesión de puestos tapiados y asegurados con cadenas. Para prevenir ataques, advierte el guía, y luego agrega, con solemnidad: eso es lo que dicen los israelíes. Nos levantamos de las sillas, dejamos los vacíos ya sin té. Dejamos atrás al guía y empiezan las comprobaciones. Subimos por la ladera que usan los 25 palestinos que todavía viven aquí. A falta de permiso para andar por las calles y porque las entradas de sus casas han sido clausuradas, deben transitar por los techos o treparse por las ventanas de atrás para entrar a sus hogares. Arriba, por la gravilla resbaladiza y escalones rotos, seguimos nosotros el camino. Abajo va quedando la calle pavimentada y abierta a los colonos. La voz de Allah ya no se oye cuando llegamos al cementerio ahora atravesado por un trazado de tierra. Por el cierre de las calles y el aumento de los controles ellos están obligados a atravesar el camposanto. Cortarlo en dos, caminar sobre sus muertos: una enorme falta de respeto para los musulmanes, según explica Alan. Una forma de profanación, añade Anne. Y es por esta parte del sendero que se hacen visibles púas, banderas, cámaras. Alan nos indica que allá, en el búnker que corona el asentamiento Tel Rumeida, vive el colono más extremo, uno que en su auto lleva un cartel instigando a la violencia: «Yo maté a un árabe, ¿y tú?». Esta es también la zona donde se despliegan las pintadas, que prontos nos señalan. Pintadas legibles para nosotros, los seudoturistas, que compartimos el inglés como lengua franca. En los territorios ocupados, dice Anne, esa lengua extranjera es lo único que todos, nosotros y ellos, tenemos en común. Nos detenemos ante uno, y yo leo, perpleja como todos, la línea anotada por sobrevivientes-del-holocausto o por sus hijos o sus nietos: «Árabes a las cámaras de gas».
Despertar
Es por la parte palestina de Hebrón que nos pasarán a buscar. Mientras esperamos la camioneta se larga de nuevo a llover. Me arrimo al paraguas de Alan. A esta distancia es difícil no distraerse con el largo asombroso de sus pestañas rubias, con sus ojos brillosos. Aprovecho esa cercanía para preguntarle por qué está aquí, cómo llegó a esto. Abre los ojos aun más grandes y me dice, con resignación, que él, antes, fue sionista. Sionista, repito mentalmente y luego en voz alta. Sionista. ¿Qué clase de sionista?, le digo sin salir de mi asombro. Sionista de esos que quieren expulsar a todos los palestinos de sus tierras, de los que creen que Dios les ha otorgado derecho exclusivo sobre ellas. Nos quedamos en silencio mirando las gotas finas como alfileres hundiéndose en los charcos. Alan sonríe algo incómodo y enciende un cigarrillo. Fui educado de esa manera, en Chicago, y desde lejos esas convicciones eran fáciles. Pero vine a Israel, y vi lo que estaba pasando, y entonces desperté.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com VOLVERSE PALESTINA.
[FRAGMENTO].
Por Lina Meruane