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MUÉSTRAME LOS SIGNOS
Para la presentación de Una arqueología del alma: ciencia, metafísica y religión en Carl Gustav Jung, por su autora. Editorial de la Universidad de Santiago de Chile, octubre 2012, 1ª edición.

Lucy Oporto Valencia
oportolucy@gmail.com

 

 

 

 

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      Nada puede ser sacrificado para siempre. Todo vuelve más tarde bajo una forma cambiada. Y donde una vez tuvo lugar un gran sacrificio debe existir, cuando lo sacrificado retorna, un cuerpo todavía sano y resistente, para poder soportar las sacudidas de una gran transformación. Por eso una crisis espiritual de tal dimensión significa a menudo la muerte, cuando incide sobre un cuerpo debilitado por la enfermedad. Pues ahora el cuchillo sacrificial está en manos del entonces sacrificado y, de quien fue una vez sacrificador, se exige una muerte.

      Carl Gustav Jung, “En memoria de Richard Wilhelm” (1930).

 

1. El retorno de lo sacrificado

Richard Wilhelm (1873-1930), misionero protestante en la ciudad colonial de Tsingtao, sinólogo eminente, traductor al alemán del I Ching y otros textos de la  tradición sapiencial china, murió a los 57 años. Una edad juvenil para la experiencia y el conocimiento de las profundidades del alma, la maduración de la personalidad y la ampliación de la conciencia, en  su apertura a lo invisible. Pero, tal vez, no tanto cuando las irradiaciones de dicha experiencia deben enfrentar la virulencia del espíritu de la época y su mezquindad organizada.

En 1899, se trasladó a China, poco antes del levantamiento anticolonial conocido como Rebelión de los Bóxers (1899-1901). Impresionado por la profunda espiritualidad china, comprendió que su verdadera misión no era evangelizar a los chinos, sino tender un puente entre Oriente y Occidente. Así, aprendió su idioma, iniciando sus traducciones en 1905. En 1910, contrajo una enfermedad infecciosa, disentería amebiana, vinculada a su enorme esfuerzo anímico por integrar al hombre europeo y el occidental dentro de sí. En 1911, conoció a Lao Nai-hsuan (1843-1921), quien lo ayudó a superar esa crisis, convirtiéndose en su maestro. Entre 1913 y 1921, tradujo el I Ching, asistido por él. En 1923, tras el fallecimiento de Lao dos años antes, su traducción fue publicada. En 1924, retornó definitivamente a Alemania, donde debió enfrentar nuevas dificultades, derivadas de sus esfuerzos por adaptarse a las condiciones de su país de origen, luego de haber vivido durante más de veinte años en una colonia suya. En el curso de esta etapa, se reactivó el conflicto entre el hombre europeo y el occidental en su interior. Y así, en 1928 sufrió una recaída de la enfermedad contraída en China, la cual puso término a su vida dos años más tarde.

Carl Gustav Jung (1875-1961) lo conoció tardíamente, cuando Wilhelm le dio a conocer su traducción del tratado de yoga y alquimia El secreto de la Flor de Oro. Este libro provenía de un círculo esotérico en China. Originalmente transmitido en forma oral, fue impreso por primera vez en el siglo XVIII, y reimpreso en 1920, en Pekín. Según Wilhelm:

La nueva impresión y la divulgación del libro tiene su base en un nuevo despertar de corrientes religiosas en ocasión de apremiantes circunstancias políticas y religiosas en China. Se había formado una serie de sectas secretas cuyo esfuerzo era alcanzar, por el ejercicio práctico de las tradiciones secretas de antiguos tiempos, un estado anímico que condujese fuera de todas las miserias de la vida.[1]

Esta cita ilustra la conflictiva situación de China en época de Wilhelm, la cual debió afectar su sensibilidad, llegando a ser parte de la direccionalidad de sus procesos internos. Por otro lado, apunta a la relación existente entre política, religión, espiritualidad y psicología, como indisociables aspectos de un todo, cuya consideración exige una visión del contexto, en orden a su comprensión en profundidad.

Dicha visión era compartida por ambos. En su homenaje póstumo, Jung destaca el alto valor que la amistad y la obra de Wilhelm llegaron a adquirir en el curso de sus investigaciones sobre el inconsciente. Uno de sus objetivos era alcanzar una comprensión integral del sufrimiento del alma europea, que el primero deducía del vaciamiento y debilitamiento de sus símbolos religiosos y espirituales. Por eso, considera haber recibido mucho más de Wilhelm que de ningún otro.

Jung y Wilhelm se encontraron más allá del especialismo que caracteriza “el racionalismo occidental y su unilateral diferenciación”, cuyo correlato es la mendicidad espiritual característica de una apropiación irreflexiva de la herencia espiritual oriental, al modo de “piratas sin patria”.[2] Pero frente a este peligro reconocido por ambos, Jung ponía de relieve la necesidad de que Europa se hiciera cargo de su propia realidad, allí donde termina “el coqueteo estético e intelectual con vida y destino”.[3]

Jung reconoció en él “un espíritu raramente grande”[4], capaz de presentir la totalidad desde una capacidad de comprensión extraordinaria, ajena al prejuicio y la violencia:

Wilhelm poseía en medida plena el raro charisma de la maternidad espiritual. A ése debía su empatía, hasta aquí inalcanzada, del espíritu del Oriente, que lo capacitó para sus incomparables traducciones.[5]

Esto le permitió entrar en la "communio spiritus, esa muy íntima trasfusión e interpenetración que prepara el nuevo nacimiento”[6], llegando así a conocer una cultura radicalmente extraña como la china, con excepcional amplitud y profundidad.

Pero la consumación de la obra de su vida implicaba “dejar que el hombre europeo dentro suyo se retirase al trasfondo”, lo cual derivó en “una redisposición esencial de los componentes de su personalidad”, dando lugar a una transformación en el nivel de su ser mismo.[7] En esto consistió el sacrificio de Wilhelm, sin el cual los tesoros de la arcaica tradición sapiencial china no hubiesen podido ser comunicados a Europa en esa época. Sin embargo, no resistió el retorno de lo sacrificado, determinado por la dinámica polarizada inconsciente de la enantiodromía, conforme a la cual, del curso contrario emerge el principio de lo opuesto. Según Jung, durante la última etapa de su vida, Europa y el hombre europeo se aproximaban cada vez más a Wilhelm, oprimiéndolo, mientras sus recuerdos de China se volvían cada vez más tristes y sombríos. Presentía que se hallaba ante una gran transformación y una crisis decisivas, las cuales se desarrollaron en correspondencia con el avance de la enfermedad que fue la causa inmediata de su muerte.

Su sacrificio, que expresa la correspondencia entre vida y obra operada en él, demuestra la radicalidad y magnitud del objeto de investigación de Jung: la naturaleza de la psique, y el peso de la  realidad de sus procesos. Se trata de un caso límite en su experiencia. Por lo tanto, no corresponde acotar la obra de Wilhelm a sus logros intelectuales. Pues su compromiso se extendía mucho más allá, al conjunto de su vida y su ser. Esto determinó que muriera durante el proceso de individuación. En efecto, no alcanzó la integración entre el hombre europeo y el oriental dentro de él, ni Jung pudo ayudarlo, a pesar de la amistad que los unía. La escisión correspondiente al espíritu de su época fue más poderosa. Y sin embargo, de modo diferido y paradójico, dicha integración sí quedó plasmada en sus traducciones, en particular la del I Ching, considerada la más lograda hasta ahora.

El proceso de individuación, que Jung comparó con las iniciaciones arcaicas, consiste en una progresiva integración entre conciencia e inconsciente, a través de una lucha y conjunción de opuestos. Si los peligros que le son inherentes son superados, dicho proceso da lugar a una ampliación de la conciencia, cuyo horizonte último es una transformación de la personalidad. No es un juego, ni una diversión, ni una moda, ni una mercancía desechable que pudiera ser divulgada a través de manuales de autoayuda, destinada a una élite o una masa de consumidores, solidarios en su avidez de novedades y emociones duras, a falta de un alma sensible, sino de un camino que no pocas veces ha desembocado en extravío, locura, muerte y epidemia psíquica.

Pero los trivializadores de la obra de Jung en Chile no hablan sobre esto. Ellos son, entre otros: el movimiento de la Nueva Era, su budismo pop y su séquito de falsos profetas y sanadores, incluidas sus ramificaciones, más o menos difusas, en el mundo profesional y académico. Sus agentes –desde los que dominan, figuran y circulan, hasta sus epígonos–, han demostrado ser proverbiales en su indolencia frente al sufrimiento ajeno, desprecio por el trabajo intelectual, carencia de sentido histórico y político, negación del mal, e indisimulada devoción por el poder, el gran empresariado y la casta de los vencedores. Para estos últimos, instalados más allá del bien y el mal, el proceso de individuación en busca del tesoro escondido no es más que una costosa mercancía que suponen al alcance de ellos, manipulable a voluntad, sin consecuencias ni peligros.

Los representantes de dicho movimiento son los mismos que, en distintos niveles, actúan como piratas sin patria, desrealizando, por un lado, los horrores de la ruina moral y espiritual de Chile, indisociable de la dictadura y la postdictadura. Y por otro, las enfermedades mentales provocadas por la miseria material y del alma, la ignorancia, la desidia, la falta de amor, el fascismo y el espíritu fascista, como decantaciones de un mal colectivo e impersonal. Muertes en vida y ausencias, en medio de la farsa social, entregadas como despojos a la precariedad de los consultorios de atención primaria, o a tratamientos farmacológicos niveladores, y otras formas rutinarias de control social aplicadas a mansalva. Estos procedimientos se basan en marcos teóricos superficiales y de fácil aplicación, pero eficaces en el corto plazo, en la línea de las psicologías sin alma combatidas por Jung. Sus resultados demuestran la fuerza instintiva del arribismo epistemológico imperante, así como una adoración servil hacia los falsos prestigios del reino de la cantidad, la velocidad y el éxito estridente, pero al cabo inútil, vacío, letal e inmisericorde.[8]

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el materialismo científico y las psicologías sin alma surgidas en esa época, consideraban las enfermedades mentales sólo como enfermedades del cerebro. En el siglo XXI, la rentable y agresiva industria farmacológica ha terminado por consolidar esa línea, sobre la base de sus paraísos artificiales destinados como productos al hedonismo de la sociedad de consumo y su cobarde negacionismo. Por eso, la obra de Jung, que es una impugnación a ese reduccionismo, está más vigente que nunca. Pero mientras el alma de Chile se muere, ante ese mundo de iniciaciones espurias al margen de la inteligencia y el compromiso moral que constituye el mercado de la Nueva Era, y como parte de las acciones que definen la espiritualidad descarnada, desalmada y rentable del capitalismo del desastre, la terapia junguiana está reservada sólo a quienes pueden financiar su consumo. Para los miserables, la pequeña terapia. Para los poderosos y empoderados, la gran terapia.

Este libro trata acerca de los conceptos de Jung y su relevancia filosófica, enfocados desde la tensa relación entre ciencia, metafísica y religión, en el contexto histórico e intelectual de su vida y obra. Además, pone de relieve lo que pudiera llamarse el potencial de lo anómalo y singular para la ampliación de la capacidad de conciencia y la profundización en la dimensión política de la vida interior, como formas de resistencia, lucha y transformación.

En consecuencia, es ofrecido, primero, como arma para la investigación acerca de los fundamentos arquetípicos del neoliberalismo, convertido en fuerza impersonal, en vistas a su liquidación como imagen interior y la destrucción de la industria del envilecimiento que lo constituye y sostiene. Pues no basta con la imposición por la fuerza de un modelo aniquilador, sin más. Se requiere la activación de siniestras disposiciones psíquicas en la base social para su realización, consolidación, legitimación y eficiencia en el largo plazo.

Segundo, como elemento para el desmontaje de la guerra psicológica, perpetuada durante la postdictadura a través de la ruina deliberada y planificada de las facultades cognitivas en vastos sectores de la población. Su implementación se desprende directamente de la degradación y destrucción de los sistemas públicos de educación y salud, entre otros, convertidos en máquinas de muerte bajo la gestión de la Concertación de Partidos por la Democracia y sus contubernios con la derecha. Esta operación ha favorecido la asimilación del mal enconado en el alma sin alma de Chile: la potenciación de reacciones instintivas ciegas, incapaces de conciencia y conocimiento, funcionales a la transversalidad de la dominación, la naturalización y legitimación de la sociedad de consumo, y los prestigios de la extinción del espíritu, el fin del sujeto y la muerte de los sentimientos.

Tercero, como perspectiva para el análisis de las consecuencias de la impunidad, enconada durante la postdictadura. Aún cuando no se base en el marco teórico de Jung, La interminable ausencia. Estudio médico, psicológico y político de la desaparición forzada de personas, de la neuropsiquíatra Paz Rojas Baeza, muestra que los detenidos-desaparecidos, el interminable trauma dejado por su ausencia debido a las políticas para la impunidad ejecutadas por el Estado respecto de las violaciones a los derechos humanos, son una dimensión central y constitutiva del inconsciente colectivo chileno.[9] En efecto, la impunidad ha devenido en una metástasis social y psicológica en constante progreso. Por lo tanto, si dicha dimensión del inconsciente colectivo no es elaborada hasta sus últimas consecuencias, para una ampliación de la conciencia y el conocimiento en busca de verdad y justicia, es posible que en un futuro indeterminado este horror  vuelva a instalarse en Chile.
        
Y cuarto, como contribución a la activación y profundización de la imaginación, sobre la base de su reconocimiento como matriz de toda forma de conocimiento, para la investigación acerca de los fundamentos de una tradición espiritual propia de Chile. Sus representantes, entre los que se encuentran Violeta Parra (1917-1967) y Gabriela Mistral (1889-1957), cruzaron la línea que separa el mundo de los fenómenos de su fondo incognoscible, en busca de una purificación y una concentración irradiante de conceptos, imágenes y sentimientos, decantados como visión de lo invisible, audición de lo inaudible, expresión de lo inexpresable. Su estudio desde dentro destacaría la importancia del desarrollo de la capacidad de conciencia para la vitalidad y el renacimiento de una resistencia espiritual, cultural y política sostenida en el tiempo.

2. La conciencia o la vida

Quienes pretenden haber alcanzado una iluminación por medios externos, se equivocan respecto del acceso a la conciencia. Su ampliación está lejos de ser un acontecimiento feliz, en razón del peso real de la dimensión histórica, política, social y cultural de los procesos anímicos. En efecto, no necesariamente conduce a una comunión sin fisuras, ni sacrificios, con el todo conformado por el ser humano, la naturaleza y el mundo espiritual. Pues no se trata de un retorno a la unidad indiferenciada de la participation mistique; esto es, la unidad originaria inconsciente entre sujeto y objeto, sino de su superación.

Jung desarrolló una concepción histórica de la psique, según la cual, la conciencia habría demorado siglos en formarse desde el inconsciente colectivo. Su proceso individual requiere una disposición activada desde dentro, y una experiencia comprometida con la elaboración del valor afectivo asociado a los fenómenos psíquicos. Esto supone el desarrollo de una fuerte tolerancia al dolor físico y psíquico. Pues nunca el ser humano es más consciente de sí mismo que cuando padece un gran dolor.

Cuando dicha experiencia se da de modo extraordinario en medio de la descomposición social, la barbarie, la depredación y la decadencia, esa conciencia ampliada en medio de la oscuridad y el vacío se queda sola. Puede llegar a adquirir la capacidad de ver el fondo de las cosas, los acontecimientos y los seres, pero muchos serán incapaces de reconocer su irradiación y potencia como un hecho valioso. Por eso, una lucidez sin parámetros, ni referentes, puede conducir a quienes la llevan en sí a la muerte. Como si un interior absoluto y cerrado deviniese su constitución definitiva, desde el otro lado de una línea invisible, pero sin testigos capaces de narrar lo acontecido desde dentro.

De ahí que, en sociedades sin alma como la chilena, la conciencia y la vida hayan devenido contradictorias e incompatibles. Pues la vida reducida al nivel del instinto de sobrevivencia y lo indiferenciado, debe permanecer en estado de inconsciencia para reproducirse a sí misma. La conciencia, en cambio, buscará la diferenciación, iluminando así la deformidad de una vida indigna de ser vivida bajo condiciones abyectas, y optará por la muerte.

Violeta se suicidó poco después de la publicación de sus Últimas composiciones, como ella misma las denominara, disco que incluía Gracias a la vida y Volver a los 17. La primera es una larga despedida, una meditación callada y dolorosa, acerca de todo aquello que había otorgado un sentido noble a su existencia: el anhelo de unir el amor, la inteligencia, la creatividad y el conocimiento, a través de la encarnación de vida y obra en un solo ser. Mientras que la segunda corresponde a una especie de epifanía, como culminación de dicho anhelo imposible de una unión entrañable y un abrazo del alma que hubiesen sido el testimonio de la conciencia y su fuego inextinguible, pero oculto.

Con sus Últimas composiciones, Violeta cruzó el último umbral, alcanzando la máxima conciencia de sí. Pero en torno a ella no hubo nadie que reconociera, celebrara y narrara ese acontecimiento extraordinario, nadie con quien comunicarse desde la profundidad de su alma. Y así, una vez más, fue desechada como la piedra vil, en favor de los prestigios de una vida indiferenciada, miserable y sin sentido, pero productiva y rentable, modelo que décadas más tarde se instalaría exitosa y privilegiadamente en Chile, sin grandes resistencias.

Otro caso relevante es el de José del Carmen Valenzuela Torres, llamado El Chacal de Nahueltoro. Su historia es la del hombre-animal que quiso ser un hombre. Y cuando este acontecimiento tuvo lugar, luego de cometer aquel crimen atroz, permanecer encerrado y adquirir un lenguaje, la majestad de la Ley chilena decidió ejecutarlo, a los 23 años de edad, en 1963. No, en último término, por su crimen, del cual había mostrado arrepentimiento, sino –como lo muestra la película de Miguel Littin– por haber llegado a tener conciencia de sí. Era inconcebible que él, un campesino sepultado en la miseria y la ignorancia, analfabeto y alcohólico, se hubiese transformado a partir de la comisión de un crimen violento, luego de haber permanecido durante toda su vida en estado de inconsciencia.
        
Tanto a Violeta como a José del Carmen Valenzuela Torres, aunque desde diferentes ángulos, hubiesen podido dedicarse expresiones similares a las que Antonin Artaud (1896-1948) dedicara a Vincent van Gogh (1853-1890), en 1947:

Así se introdujo en su cuerpo

esta sociedad
absuelta
consagrada
santificada
y poseída

borró en él la conciencia sobrenatural que acababa de adquirir, y como una inundación de cuervos negros en las fibras de su árbol interno,
   lo sumergió en una última oleada,
   y tomando su lugar,
   lo mató,
Pues está en la lógica anatómica del hombre moderno, no haber podido jamás vivir, ni pensar en vivir, sino como poseído.[10]

Tal vez, la época en que Violeta y tantos otros en el mundo vieron florecer sus obras, sea la última en que el amor fuera concebido como fundamento de una cultura por sus representantes más lúcidos. En Chile, el espíritu de esa profundidad se extinguió en 1973. Pero su final ya estaba prefigurado inconscientemente, como lo testimonia El gavilán, compuesta por Violeta a fines de la década de 1950, y concluida en 1964. Ésta es, cabalmente, su obra maestra, debido a su correspondencia entre forma, contenido y significado de ambos. En la entrevista que concediera a Mario Céspedes (1921-2007), en 1960, se refiere expresamente a la relación entre el amor, el poder y el capitalismo plasmada en El gavilán. Por otra parte, en el corpus de obras de Violeta, aquélla constituye una ruptura de nivel, pues posee una dimensión sincronística y prospectiva radical, dados los nexos profundos de su autora con el inconsciente colectivo chileno. Pues fue una obra acerca del futuro de Chile, que prefiguraba la irrupción definitiva del mal, a través del fascismo histórico y el espíritu fascista.[11]

Otro contexto relevante, en lo que concierne a la imaginación simbólica y prospectiva, es el cine. El próximo 12 de noviembre, se conmemorarán cinco años del fallecimiento de Sergio Salinas Roco (1942-2007), uno de los más eminentes críticos de cine de Chile. Consideraba el cine como el arte más poderoso del siglo XX. Y a través de sus textos, de gran concentración, sobriedad y fineza, dio forma a un entendimiento del cine como fenómeno cultural, desde una visión interior y una percepción altamente desarrollada, cuyo horizonte era una transformación de la conciencia. Y es pertinente recordarlo ahora, en razón de su compromiso y defensa tanto del cine como de la reflexión acerca de éste, en la era de la trituración y trivialización de la imagen y sus alienantes consecuencias, que Salinas denuncio e impugnó siempre.

Un ejemplo, entre otros, de la dimensión prefiguradora de la imaginación en el cine, se encuentra en Los girasoles de Rusia, de Vittorio de Sica (1902-1974), realizada en 1970. Su última escena, correspondiente a la despedida de los cónyuges en la estación de ferrocarriles de Milán, separados de modo ineluctable por la guerra acaecida varios años antes, concentra toda la fuerza de esa quiebra. Es una escena con pocos elementos. Aquéllos sólo se miran, con tristeza infinita, mientras la acción interna se expresa a través de la magnífica composición de Henry Mancini (1924-1994), cuya amalgama de cuerdas y bronces se expande e intensifica hasta la muerte, como el dolor de la inconmensurable pérdida del amor. Esta terrible escena  no sólo se refiere a la persistencia de los traumas de la guerra en el ámbito de los afectos y la intimidad de las personas, sino que también muestra la prefiguración de la muerte del amor como condición para el progreso, en función de la autoextinción del individuo, la muerte del alma, el fin de los sentimientos y la depredación a gran escala, como formas de vida socialmente normalizadas y legitimadas. Su apoteosis será la implantación del modelo neoliberal, una de cuyas premisas es la pérdida del amor y la voluntad de destruirlo, entendidas como equivalentes a la pérdida y destrucción de la conciencia.

Ahora bien, Jung desconocía los límites últimos del proceso de individuación. De acuerdo con los resultados de su investigación, se trata de un suceso más bien raro, que comienza necesariamente en seres humanos individuales, capaces de transformarse. Pero cuántos individuos posean esa capacidad, así como sus alcances y los efectos que en el medio social pudiera producir la ampliación de la conciencia, son cuestiones que no pudo resolver. Tal vez, debido al carácter insondable e ilimitado del inconsciente. Para Jung, el individuo es el portador de la vida, y la realización del proceso de individuación depende, más bien, de si una época está o no madura para una transformación semejante.

En consecuencia, cabe dudar de la existencia de condiciones para que el proceso de individuación pudiera darse en Chile, como lo muestran los ejemplos antes comentados. Pues bajo su actual situación histórica, política, social y psicológica, vida y conciencia han terminado polarizándose en función de la dominación, el lucro, el progreso y la falsa felicidad. Esto ha dado lugar a un conflicto moral dilemático, extremo, opresivo y doloroso, pero soterrado e invisible: la progresiva incompatibilidad entre la conciencia y la vida, del que la psicología analítica está moralmente obligada a hacerse cargo. Pues sus implicaciones abarcan la vida humana en su conjunto, conforme a la visión  defendida por Jung, frente al especialismo unilateral que, varias décadas después de su muerte, exhibe una tendencia cada vez más veloz la desaparición de lo humano.

3. Las tentaciones de san Antonio y el abandono de Dios

A continuación, se expondrá la explicación de la portada de este libro, correspondiente a la imagen del panel central del tríptico Las tentaciones de san Antonio, de Hieronymus Bosch (c. 1450-1516), llamado también tríptico de Lisboa.

San Antonio abad (251-356), llamado Varón de Dios, fue el fundador del movimiento eremítico en los desiertos de Egipto. Los monjes se internaban en lugares apartados de la vida social y urbana, con el fin de vivir sólo para Dios, bajo un régimen de soledad y silencio, austeridad y despojamiento radicales y extremos. Por este medio buscaban una purificación del pecado y una completa sumisión a la voluntad de Dios. Según Starek Starowieyski: “El sentirse pecador era el punto de partida para toda la ascesis del monacato egipcio. El pensamiento de que alguien pudiera estar sin pecado era absurdo para los monjes”.[12] Su modelo se basaba en la figura de Cristo tentado en el desierto (Mt 4, 1). Pero posiblemente también en los ejemplos del profeta Elías y de san Juan Bautista.[13]

Los apotegmas de los Padres del Desierto, y sus cartas y relatos acerca de ellos, fueron reunidos entre los siglos IV y VI. La Vida de san Antonio, escrita por san Atanasio de Alejandría (ca. 295-373), ha sido considerada como prototipo del radicalismo de aquéllos. Su ideal de perfección en busca de la paz con Dios, es resumido por Antonio Izquierdo en los siguientes términos:

Austeridad en el comer y en el vestir, en el hablar y en el dormir, en el lacerarse las carnes, en poseer lo mínimo necesario y lo demás distribuirlo a los pobres, en el duro trabajo manual, etcétera. Habrá también que mencionar los frecuentes y prolongados ayunos, la lucha encarnizada contra el Maligno y sus seducciones, el combate espiritual para alcanzar la “pureza de corazón”, resumen del hombre moral y espiritualmente realizado.[14]

La consagración de los Padres del Desierto a una vida de lucha y combate espiritual, tenía por objetivo vencer la tentación a través de su enfrentamiento con los demonios, las pasiones del cuerpo y el alma, la pereza, el cansancio y la monotonía a que inducía el desierto, los recuerdos de su vida pasada, la frustración en sus esfuerzos por progresar espiritualmente, y los remordimientos derivados de haber herido el amor o la caridad de otros.

Un aspecto de peculiar relevancia en relación con la tabla central de Las tentaciones de san Antonio, es la cuestión del abandono de Dios. Ésta fue desarrollada por Ammonas, discípulo de san Antonio, y activo durante la segunda mitad del siglo IV. En sus cartas, expresa la mística de los más antiguos Padres del Desierto.[15] El abandono (egkataléipsis) de Dios, núcleo de su concepción espiritual, es presentado por Ammonas así:

cuando el Espíritu les da el gozo y la dulzura, entonces se fuga y los abandona (...). Hace esto en los comienzos, con toda alma que busca a Dios. Huye y los abandona para saber si lo buscan o no. (...) si ve que sus corazones son rectos, que oran de todo corazón, que han rechazado toda voluntad propia, les da una alegría mayor que la primera y los fortalece más aún. Ése es el signo que él obra con toda alma que busca a Dios.[16]

El abandono de Dios es un sentimiento del alma derivado de Su ausencia, en que el consuelo del Espíritu Santo es suprimido. Su finalidad es la exposición del ser humano a la tentación, hasta el extremo de sus fuerzas físicas y espirituales, para que así discierna si verdaderamente busca a Dios. De este modo, si su fervor inicial es purificado, entonces adquiere un segundo fervor, por medio del cual el “Espíritu de fuego”, como lo denomina san Antonio, “eliminará toda pasión y movimiento desordenado, hará morir plenamente al hombre viejo, y lo transformará en templo de Dios”.[17]

Ammonas reconoce en san Antonio un ejemplo de la acción de dicho Espíritu de fuego. Pues librado a los demonios, éste vivió la experiencia de la tentación y el abandono de Dios en su máximo despliegue e intensidad, al igual que Jesús en el desierto y la cruz.

En medio de ese combate, la lectio divina, esto es, la recitación y meditación de las Escrituras, era considerada como un arma privilegiada. Protegía a los monjes de los ataques de los demonios. Les proporcionaba una pacificación interior, frente a los desafíos psicológicos que imponía la soledad en el desierto. Y les permitía superar la disipación y distracción del espíritu.

Otro antecedente de esta experiencia se encuentra en Sal 22 (21), 2: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que Jesús profiere antes de morir. Se refiere a la situación del ser humano librado al poder de sus enemigos. Su alma desfallece, debido a la angustia provocada por la ausencia de Dios. No obstante, el desenlace del salmo hace patente Su presencia y auxilio, más allá del límite de las fuerzas humanas.

La experiencia del abandono de Dios contó con un amplio desarrollo en la tradición oriental. Evagrio el Póntico (345-399) la sistematiza en relación con la acedia; esto es, una sensación y un sentimiento de vacío, pereza, inutilidad, abatimiento, soledad, desesperación y deseos de muerte, debido a la lejanía y ausencia de Dios. En Occidente, en cambio, permaneció más bien relegada, siendo reelaborada siglos más tarde, en el Renacimiento español, por san Juan de la Cruz (1542-1591) y santa Teresa de Jesús (1515-1582).[18]

Los Padres del Desierto llevaron al extremo todas las formas de rechazo al mundo. Marta Nuet Blanch expresa lo esencial de este movimiento así: “La vida ascética en el desierto, durante el primer eremitismo, es básicamente entendida como una afrenta contra los diablos o el mismo Satán; el enemigo por excelencia”.[19] Su modelo es la Vida de san Antonio, escrita por san Atanasio de Alejandría durante la segunda mitad del siglo IV, obra que fijó los caracteres de la literatura monástica posterior.

Según la autora, el monaquismo occidental heredó dicho legado, y la Edad Media continuó entendiendo la vida monástica en términos de una lucha con el diablo y los demonios. En este contexto, la imagen del mal se desarrolló a partir de textos apócrifos que distinguían entre ángeles caídos y demonios. Pero la influencia del maniqueísmo, el gnosticismo y otras doctrinas afines, determinó que esa imagen comenzara a encarnarse en un ser, adquiriendo rasgos monstruosos.

La tendencia de la demonología a hacerse cada vez más grotesca, culmina en el arte flamenco del siglo XV. En particular, con Hieronymus Bosch, quien pintó 22 versiones sobre la vida de san Antonio, una de cuyas fuentes es el texto de san Atanasio.[20]

De acuerdo con Walter Bosing: “Los místicos sostenían que el sufrimiento más atroz de los condenados era el conocimiento de que iban a estar privados por siempre de la visión de Dios”.[21] Esa ausencia sin retorno constituye el último límite del Infierno. La tabla central de Las tentaciones de san Antonio, muestra una densa y masiva proliferación de demonios de tierra, aire y agua. Aparece, además, un sepulcro en ruinas, en cuyo fondo oscuro se oculta la imagen de Cristo. San Antonio aparece arrodillado, mirando al espectador, mientras con su mano derecha imparte una bendición. Está en medio de presencias deformes, monstruos, oscuridades  siniestras, extrañas naves aéreas y acuáticas, formas esqueléticas y vegetales resecas, incendios nocturnos y lejanos, que recuerdan escenas contemporáneas de guerra. Y él está cercanamente rodeado de seres que encarnan tentaciones y poderes. Pero al mismo tiempo aparece desdoblado, al interior del sepulcro, junto a la imagen de Cristo. Bosch presenta, además, escenas y figuras que muestran la corrupción de los monjes y la profanación del sepulcro.

Félix Schwartzmann identifica los Infiernos de Bosch con una “pesadilla de la naturaleza”, cuyas deformaciones corresponden a un hundimiento en lo animal e instintivo. Pero dicho hundimiento es pensado como corrupción del impulso vital mismo y extravío de lo viviente y, en último término, como “desrealización humana por la caída en el mal, que en el hombre equivale al rebajamiento por debajo de lo animal”.[22] Bosch muestra, en efecto, un morir desde dentro, que equivale a “rehacer etapas anteriores de la evolución, volviendo atrás camino de una vida que se pierde oscuramente en aberraciones orgánicas”.[23] Schwartzmann observa correctamente que esas transfiguraciones monstruosas desembocan tanto en el dejar de ser como en la imposibilidad de establecer vínculos humanos. De este modo:

Bosch crea una atmósfera de muerte colectiva –la masa como muerte– sin resquicios de intimidad que dejen ver la luz de una vida con sentido. Devela un fatídico absurdo que precipita a todo lo existente en la nada.[24]

A través de su sometimiento a la voluntad de Dios y los rigores de la vida ascética, san Antonio llegó a desarrollar la capacidad de discernimiento de los espíritus, la inteligencia y el amor espirituales, y el autoconocimiento en busca de lo invisible. Este extenso proceso lo condujo a ser iniciado en los sagrados misterios, y a convertirse en taumaturgo y médico de almas. Pero cada vez que avanzaba en su camino de purificación, era atacado por hordas de demonios.

De acuerdo con Bosing, la tabla central del tríptico de Lisboa correspondería al segundo ataque de los demonios, de acuerdo con el relato de san Atanasio.[25] Éste los describe como enemigos invisibles, capaces de fingir apariciones, transformarse, disfrazarse, simular, mentir y engañar. Además, pretenden profetizar y predecir el futuro. Pueden, incluso, hablar con la verdad, cantar salmos, citar las Escrituras  y hacerse pasar por Dios mismo. Pero son pura vanidad, abyectos y cobardes, pues practican la traición en todo lo que hacen.[26]

El segundo ataque a san Antonio tiene lugar cuando decide irse a vivir a un sepulcro vacío, a los 35 años de edad, antes de internarse en el desierto. Según san Atanasio, allí es azotado por los demonios. Este episodio ilustra el concepto del abandono de Dios, en el sentido expuesto por Ammonas. En efecto, cuando san Antonio se sintió aliviado de sus dolores, se le presentó una visión, a la cual preguntó: “¿Dónde estabas tú? ¿Por qué no apareciste al comienzo para detener mis dolores?” Y una voz le contestó: “Antonio, yo estaba aquí, pero esperaba verte en acción. Y ahora, porque has aguantado sin rendirte, seré siempre tu ayuda y te haré famoso en todas partes”.[27]

Bosch dio forma a la potente vida interior de san Antonio basándose, entre otras fuentes, en el relato de san Atanasio. Estas tres figuras poseen un rasgo común: la frondosidad de su imaginación fantástica y simbólica, plena de efectos reales y coincidencias significativas, antes de su exclusión en la época moderna. Según Jung, dicha frondosidad –que también encontró entre los gnósticos y los alquimistas– deriva de su proximidad al inconsciente colectivo y  su conexión con él.

Ahora bien, no necesariamente corresponde pensar la extraña vida de los Padres del Desierto, consagrada a la profundidad de Dios y la soledad, en términos de una huída. Pues en la radicalidad de su opción quedaban librados a las rupturas de nivel operadas desde su propio abismo interior, tan infinito y misterioso como el universo y el inconsciente colectivo. Ellas corresponden a su incesante lucha con las tentaciones y los demonios surgidos desde el último fondo de su alma, en el desierto del abandono de Dios y la conciencia de su propia precariedad, finitud e impureza.

Ese interior infinito y hermético constituye una dimensión de la realidad perdida para la época actual, despojada de visión y oído para lo invisible, en medio de una proliferación artificial de imágenes vacías, carentes de alma y fondo. Dicha superficialidad se opone a la deslumbrante imaginación de los Padres del Desierto y de Bosch, surgida desde su íntima conexión con su propio abismo, padecido en cuerpo y alma, cuyo horizonte era la ampliación de su conciencia en y desde Dios.

La vida monástica en los desiertos de Egipto, y luego expandida a los de Siria y Palestina, se desarrolla y esplende en medio de la disolución y decadencia del Imperio romano. Mientras que Bosch pinta en las postrimerías de la Edad Media, impugnando la corrupción del clero y los monjes. No obstante, según Bosing:

Sus imágenes visuales sirvieron para dar una forma más vívida a los ideales religiosos y a los valores que habían mantenido durante siglos a la cristiandad. En el arte del Bosco, la Edad Media fulguró con una nueva brillantez, en medio de su agonía, antes de desaparecer para siempre.[28]

En la tabla central del tríptico de Lisboa, el único ser dotado de conciencia y con una mirada humana es san Antonio. Está solo consigo mismo, en medio de esa proliferación indiferenciada de demonios. Al mismo tiempo, aparece desdoblado, cerca de la imagen de Cristo crucificado, relegada al oscuro trasfondo del sepulcro en ruinas. Y desde esas soledades paralelas y análogas, interpela al espectador, en el único gesto de comunicación presentado aquí.
        
Por otra parte, la capacidad degenerativa de los demonios es también una imagen de lo indiferenciado y sin alma, entendido como extravío de lo viviente que se pierde en aberraciones orgánicas, el morir desde dentro, la complacencia en el no-ser y la imposibilidad de establecer vínculos humanos. Y frente a esa desolación –compartida por Jesús al ser traicionado y entregado a la muerte abyecta–, san Antonio aparece como el único sujeto viviente y la única vida interior resistente a la virulencia de los demonios.

Así, la actualidad del Infierno –como privación definitiva de la visión de Dios–, en contraste con la simultánea mirada de san Antonio y Bosch mismo, corresponde a la corrupción de la vida, y su hundimiento en la deformidad y el estado de inconsciencia. Esto es lo que subyace al extravío de lo humano en lo indiferenciado, la entropía y la extinción autocomplaciente del sujeto, entendido en relación con la conciencia, el alma y el Espíritu.

Jung menciona a los Padres del Desierto en El libro rojo (1914-1930), publicado en inglés y español, a casi 50 años de su fallecimiento, en 1961. Escribió desde el cataclismo antropológico de las dos guerras mundiales, en medio de uno de los más espantosos procesos de extinción simbólica y del espíritu, hundimiento en lo indiferenciado y desrealización fáctica y discursiva de la vida interior. El libro rojo fue escrito en torno a la I Guerra Mundial (1914-1918), que aquél llevaba dentro de sí.

Menciona a los Padres del Desierto en el contexto de su propia búsqueda, como parte del proceso de individuación que libraba en su interior, enfrentado a los duros peligros que acechaban su conciencia:

Todo lo futuro estaba ya en la imagen: para encontrar su alma, los antiguos iban al desierto. Esto es una imagen. Los antiguos vivían sus símbolos, pues el mundo aún no se les había vuelto real. Por eso iban a la soledad del desierto solitario. Allí encontraban la plenitud de las visiones, los frutos del desierto, las flores del alma maravillosamente extrañas. Reflexionad esforzadamente sobre las imágenes que nos han legado los antiguos. Ellas indican el camino de lo venidero. Mira hacia atrás, hacia el colapso de los imperios, hacia el crecimiento y la muerte, hacia los desiertos y los monasterios; ellos son las imágenes de lo venidero. Todo ha sido presagiado. Mas, ¿quién sabe interpretarlo?[29]

La realidad, prefigurada como imagen interior desde el inconsciente profundo, se potencia invisible en la soledad del desierto y el abandono de Dios. El futuro está allí, en germen. Es cabalmente un interior infinito y hermético, desplegado desde el abismo y la guerra. Acaso esa conciencia derivada de su devoción, amor e inteligencia, sea la herencia de los remotos Padres del Desierto para los espíritus religiosos sin religión, como los llamara Emil Cioran (1911-1995). Ruinas sobre ruinas, son empujados, por un lado, a buscar su  alma en medio de vastas extinciones paralelas, procesos de corrupción en todos los niveles, y estallidos de la imagen en superficies espurias y malignas, a la intemperie institucional, humana y discursiva. Y por otro, a enfrentar la abjuración, la negación, el escarnio y la desrealización de la vida interior misma y su dimensión política, frente a la farsa social y las seducciones del capitalismo del desastre. En ésta, la era y la hora de la Ausencia de Dios, cuya realidad invisible es como un fantasma, una transparencia, una disonancia, o una esperanza oscura que irradia desde el trasfondo, pero duele.

Hace tiempo ya que la Iglesia abandonó ese anhelo de Dios de los Padres del Desierto,  surgido desde una radical conciencia del pecado, cesando asimismo de luchar con los demonios. Jung mismo observaba que aquélla no sabía qué hacer con los relatos de éstos, ni con su imaginación fantástica. Pero en esta época sin vida interior, ha habido algunas excepciones entre los religiosos, como Juan de Castro (1933-2007), quien enseñaba a leer la obra de Jung a psicólogos y religiosos, y era parte de la Vicaría de la Solidaridad, que tanto hizo por investigar los casos de detenidos-desaparecidos en Chile. O los franceses Pierre Dubois (1931-2012) y André Jarlan (1941-1984), y lo que su lucha durante la dictadura representó y representa. Ellos también lucharon contra los demonios, desde su fuerza interior, pero de otro modo.

El panel central de Las tentaciones de san Antonio figura en la portada de este libro, debido a la relación existente entre las distintas épocas de decadencia referidas hasta aquí. La vida monástica se expande durante el siglo IV, en medio de la disolución del Imperio romano. Hieronymus Bosch pinta en las postrimerías de la Edad Media, haciéndola fulgurar, antes de su extinción definitiva. Jung escribe e invoca a los Padres del Desierto en el oscuro siglo XX, marcado por sus dos guerras mundiales. Y finalmente, la presente obra, Una arqueología del alma: ciencia, metafísica y religión en Carl Gustav Jung, también es desarrollada en medio de una guerra y un proceso de descomposición. Además, su autora pertenece a una etapa epigonal de la humanidad y de Chile, y escribe desde allí.

4. Muéstrame los signos

                                                                                              tú me sumes en el polvo de la muerte.
                                                                                              Sal 22 (21), 16

Hay reconocimientos que deben ser hechos en público y en vida, con el fin de fortalecer la memoria y evitar su desrealización futura. En esta ocasión, corresponde agradecer a quienes, en último término, y desde su autoridad moral, hicieron posible la existencia de este libro.

Por un lado, Miguel Orellana Benado, quien estuvo desde antes del principio, hace más de 15 años, cuando yo era su alumna, y él enseñaba a leer e interpretar con rigor a los autores de la tradición analítica de la filosofía, mientras en Filosofía Política leía pasajes del Leviatán de Hobbes (1588-1679) en inglés, mostrando así una dimensión sonora estremecedora de esa obra terrible y definitiva para la cultura occidental.

Consecuente con sus concepciones filosóficas, estuvo en las etapas más duras de la formación de este libro, al que defendió siempre. Y también estuvo cuando se acabó la edad de la inocencia y sus días sagrados, y los antiguos y entrañables compañeros de ruta se fueron en busca de horizontes rentables y competitivos, conforme a los calculados y predeterminados derroteros de la exitosa quiebra moral y espiritual de Chile, y su ingreso a la pendiente sin retorno de la razón productiva y su monstruoso lenguaje administrativo, la tecnocracia militante y sus lacras.

Este libro maduró en el curso de 15 años, junto al Huevo de la Serpiente y su eclosión, la extinción del espíritu y el fin de los sentimientos, como matrices degeneradas destinadas al progreso de la nación. 15 años de guerra interna y externa con los Hijos de las Tinieblas, en medio de emergencias de los siniestro y expulsiones póstumas: depredadores, vendedores de seres, traidores y más traidores.

En Símbolos de transformación (1912 / 1952), la obra que marcó el inicio de su maduración intelectual y espiritual, Jung considera la traición como un arquetipo; esto es, como decantación de la herencia psíquica de la humanidad. La presenta como abyecta per se, y menciona tres imágenes clásicas: Jesús vendido por dinero y entregado a la muerte, a manos de su discípulo Judas;  Sigfrido, el héroe de la mitología germánica, asesinado por la espalda; y César asesinado por Bruto, su hijo adoptivo, como parte de la conjura en su contra.[30]

El espectro de la traición, a cuyos agentes Dante Alighieri (1265-1321) sitúa en el último círculo del Infierno, se extiende desde el abandono, el silencio y el negacionismo, hasta la venta, la delación, la tortura, el asesinato, la industria del exterminio, o el simple placer de pervertir, destruir y entregar a otros a la vileza. Y su imagen interior no ha dejado de constelizarse en contextos diversos, de los que Chile es un ejemplo radical en su transversalidad y entreguismo a esa muerte en vida.

La maduración del Huevo de la Serpiente y su eclosión durante la postdictadura, coinciden con la instalación de la industria del envilecimiento, el odio a la conciencia y el alma, y la mezquindad organizada que constituyen el capitalismo del desastre, desde la eficacia de sus simulacros y estrategias de seducción. En este contexto, la formación de  Orellana Benado en la tradición analítica de la filosofía, me permitió adquirir no sólo conciencia del peso de las palabras y de la articulación del lenguaje, sino también independencia, gracias a la confianza que depositó en mí. Y de esa rigurosa formación conceptual y argumentativa, surgió la difícil lucidez para escribir este libro, sin la cual no hubiese existido nunca, ni siquiera en potencia.
        
Conciencia e independencia son los más preciados dones que un maestro y formador es capaz de entregar. Y ellos me permitieron continuar trabajando en el abismo, durante los años posteriores, hasta ahora. Por eso, su amistad, lealtad y formación son parte constitutiva de esta obra.

Además, corresponde hacer presente la importancia crucial de Luis Felipe Figueroa, Director y Editor de Sello Editorial de la Universidad de Santiago de Chile, incluido su equipo y comité editorial. Él llevó el proceso de formación de este libro a término, tras esos 15 años de maduración, desde una dimensión que subyace a lo manifestado. Pues en medio de esa quiebra, esa guerra y ese abismo, lo dignificó, lo sacó del laberinto infernal en que estaba encerrado, y lo convirtió en un ser. Pero para hacer algo así por la obra imposible de alguien más, tan largamente sepultada en las sombras, se requerían cualidades especiales: fuerza moral, identidad fiel a sí misma, y capacidad de ver la profundidad de las cosas y los seres, fuera de la norma inherente a la mezquindad organizada que legitima las apariencias y los simulacros. Éstas, más que cualesquiera otras, son las premisas que hicieron posible la última fase de la formación de este libro, su concreción, realización y concienciación. En razón de esto, siempre estaré en deuda con él. Y me honra que esta Editorial, con una línea y una posición frente al acontecer político, cultural e histórico de este devastado país, lo haya publicado.
        
Miguel Orellana Benado y Luis Felipe Figueroa estarán por siempre unidos al proceso de este libro y su inenarrable historia. Almas fuertes y nobles, encontradas en medio del vacío y la oscuridad de esta época de decadencia, ignominia y oprobio, más allá del alma sin alma del Chile postdictatorial y sus marcas generacionales. Un intersticio en el espacio tiempo. El destello y el sonido de días sagrados.

Valparaíso, agosto-noviembre 2012

 

 

Parte de este trabajo fue expuesta con ocasión de la presentación oficial de Una arqueología del alma: ciencia, metafísica y religión en Carl Gustav Jung, el domingo 11 de noviembre de 2012, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Santiago, FILSA 2012. Centro Cultural Estación Mapocho, sala Nemesio Antúnez. Participaron, junto a la autora, Miguel Orellana Benado, Francisco Sazo y Luis Felipe Figueroa, en su calidad de Editor. Publicado en www.culturausach.cl, Noticias, el 19 de noviembre de 2012.

 

* * *

NOTAS

[1] C. G. Jung / R. Wilhelm, El secreto de la Flor de Oro. Paidós, Buenos Aires, 1961. “Texto y explicación por Richard Wilhelm”, p. 79.

[2] C. G. Jung, “En memoria de Richard Wilhelm”, op. cit., pp. 18 y 21.

[3] C. G. Jung, “Introducción”, op. cit., p. 36.

[4] C. G. Jung, “En memoria de Richard Wilhelm”, op. cit., p. 14.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd.

[7] Op. cit., p. 21

[8] Sobre el concepto de arribismo epistemológico, véase M. E. Orellana Benado, Prójimos lejanos. Ensayos de filosofía en la tradición analítica. Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, diciembre 2011.

[9] Paz Rojas Baeza, La interminable ausencia. Estudio médico, psicológico y político de la desaparición forzada de personas. LOM, Santiago de Chile, 2009.

[10] Antonin Artaud, Van Gogh, el suicidado de la sociedad (1947). (Trad. Aldo Pellegrini.) Argonauta, Argentina, 1971. P. 81.

[11] Lucy Oporto Valencia, El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra. Altazor, Viña del Mar, noviembre 2008.

[12] Marek Starowieyski, “La penitencia en los apotegmas de los Padres del Desierto”, pp. 283-4. http://dspace.unav.es

[13] Antonio Izquierdo, “Historia de la lectio divina. 2. Los Padres del Desierto”, en Ecclesia, XXIV, Nº 4, 2012, pp. 371-382. http://www.uprait.org

[14] Izquierdo, op. cit., p. 372.

[15] Enrique Contreras, “Introducción a las Cartas de Ammonas”, y Fernando Rivas, “La doctrina del abandono de Dios en las Cartas de Ammonas”, en Cuadernos Monásticos Nº 113 (1995). http://www.surco.org

[16] Rivas, op. cit., pp. 243-4. Carta IX, 4-5.

[17] Op. cit., p. 246.

[18] Contreras, op. cit., pp. 252-255.

[19] Marta Nuet Blanch, “San Antonio tentado por la lujuria. Dos formas de representación en la pintura de los siglos XIV y XV”, en LOCUS AMOENUS, 2, 1996. Nota 5, p. 113. http://ddd.uab.cat

[20] Op. cit., pp. 114 y 122.

[21] Walter Bosing, El Bosco. Entre el Cielo y el Infierno. Benedikt Taschen Verlag, Köln, 1989. (Trad. Lic. María Luisa Metz.) P. 34.

[22] Félix Schwartzmann, Teoría de la expresión. Ediciones de la Universidad de Chile, 1967. Impreso en Barcelona. Pp. 408-9.

[23] Op. cit., p. 409.

[24] Op. cit., p. 412.

[25] Bosing, op. cit., pp. 86 y ss.

[26] San Atanasio de Alejandría, Vida de san Antonio. Introducción, traducción y notas por los monjes de Isla Liquiña, Chile, según la traducción latina de Evagrio de Antioquía. En Cuadernos Monásticos, año 10, Nº 33-34 (1975). Pp. 171-234. http://www.surco.org

[27] Op. cit., sección 10. Cf. Bosing, op., cit., pp. 91 y ss.

[28] Bosing, op. cit., p. 96.

[29] Carl Gustav Jung, El libro rojo. Editor, Sonu Shamdasani (2009). Edición literaria a cargo de Bernardo Nante. El Hilo de Ariadna, MALBA-Fundación Constantini, Buenos Aires, 2010. Impreso en Italia. 1ª edición. (Trad. Romina Scheuschner, Valentín Romero y Laura Carugati.) P. 234. Cf. nota 75.

[30] Carl Gustav Jung, Símbolos de transformación (1952). Reelaboración de Transformaciones y símbolos de la libido (1912) (supervisión y notas de Enrique Buttelman). Paidós, Bs. Aires, 1962. P. 56.



 

 

 

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Editorial de la Universidad de Santiago de Chile, octubre 2012, 1ª edición.
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