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        EL PLACER DE LA  DESTRUCCIÓN
            CARTA ABIERTA EN  RESPUESTA A FRANCO BERARDI
        
          Por Lucy Oporto Valencia
          oportolucy@gmail.com
            
            
            
        
          
            
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        Estimado  Franco Berardi:
        Finalmente  he podido leer atentamente su artículo “Violencia, impotencia, sufrimiento”, publicado  en italiano el 23 de diciembre de 2019 en el sitio web Comune Info y, en español, el 30 de diciembre de 2019 en el diario  electrónico chileno El Mostrador, en  respuesta a mi ensayo Lumpenconsumismo,  saqueadores y escorias varias: tener, poseer, destruir, publicado el 17 de  noviembre de 2019 en Escritores y poetas  en español, letras.mysite.com.
        Antes  que nada, le agradezco que me haya contactado personalmente para hacerme llegar  su artículo en español. Pero sobre todo que se haya tomado la molestia de  leerlo y haber elaborado una respuesta a sus formulaciones. Es un ejercicio que  se da poco en términos argumentativos a través de los medios, dada la necesidad  y exigencia de respuestas y resultados inmediatos a todo nivel, lo cual es un  reflejo más de la renuncia a la capacidad de pensar imperante, ostensible en  las redes sociales sobre todo, convertidas mayoritariamente en plataformas de  linchamiento.
        Lo  más destacable de su artículo es su aportación desde lo que usted describe en términos  de una “revuelta global”, sus consideraciones acerca del estatuto de la  violencia en la década de 1970 en Italia, y la cuestión relativa a la violencia  desesperada y suicida en la época actual. Esto contribuye a situar la discusión  en un ámbito mucho más amplio.
        El  foco de sus críticas se concentra en mis afirmaciones relativas a la  destrucción material desplegada con ocasión del llamado “estallido social” en  curso, y en mi impugnación a la legitimación de los agentes de dicha  destrucción, por parte de Mariano Puga y Gabriel Salazar.
        
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        Parto  volviendo al comienzo de mi ensayo. Una de mis motivaciones para escribirlo fue  que durante las primeras semanas del proceso iniciado el 18 de octubre de 2019,  si bien la destrucción de las ciudades era informada, al mismo tiempo era  escasamente comentada por los medios progresistas más serios. Éstos, en cambio,  dieron amplia cobertura a la represión policial de los manifestantes, y a las  violaciones de los derechos humanos, como si ésa fuese la única forma de  violencia digna de ser considerada.
          
          En  el caso de Valparaíso, cuyo sector céntrico fue destruido por los saqueadores  en forma reiterada, a mansalva, e incluso a vista y paciencia de la policía, dicha  situación comenzó a hacerse verdaderamente visible cuando ya era muy tarde. 
        Una  respuesta a todas luces forzada frente a ésta, aparecida a comienzos de  diciembre de 2019, fue el eslogan: “El pueblo no saquea al pueblo”, en afiches  en rojo y negro de la Mesa de Unidad Social pegados en las calles de la ciudad,  que exhibían la cabeza del perro llamado Negro  Matapacos, considerado emblema de la pretendida insurrección. ¿Se trataba,  acaso, de algún tipo de advertencia? 
        Ahora  bien, respecto del eslogan, la negación no constituye un argumento y, en  consecuencia, no puede demostrar nada. Aun así, cabe preguntar: ¿qué se  entiende aquí por “pueblo”? ¿Qué pruebas tiene la Mesa de Unidad Social de que  “el pueblo no saquea al pueblo”? ¿Es ese pueblo intocable e inmune a la  crítica? ¿Qué significa este eslogan, en último término? 
        De  otra parte, según usted:
        
          si los estudiantes no  hubieran destruido algunos objetos materiales, hoy no estaríamos hablando de la  situación en que se encuentra el pueblo chileno como consecuencia de cuarenta  años de sistemática violencia financiera y fascista. (...) porque los medios  sólo reconocen y comunican la injusticia y el sufrimiento cuando los que sufren  destrozan algo y alzan la voz.
        
        Pero  las cosas no ocurrieron como usted las describe. Al comienzo, se insistió mucho  y con un convencimiento a toda prueba en que la televisión, sobre todo, sólo mostraba imágenes de los saqueos, y  que por eso se trataba de montajes de  la derecha y el gobierno. No obstante, había radios que informaban tanto acerca  de la represión y las violaciones a los derechos humanos como acerca de la  destrucción material. Ésa ha sido mi experiencia, al menos, pues no participo  en las redes sociales, e imágenes exhibidas por televisión he visto muy pocas.
        
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        Antes  de referirse a los estudiantes, usted observa que yo lamento “la destrucción de  algunas estaciones del metro”. Pero, presentadas así, sus expresiones banalizan  no sólo la destrucción de varias estaciones del metro –lo cual ha perjudicado a vastos sectores de la población  en la Región Metropolitana– sino, además, mi propia exposición, en que describo  varios otros hechos violentos. 
        Pero  usted prefiere enfocarse en el inicio del “estallido social”, reduciéndolo a la  acción de un grupo de adolescentes. Sobre este punto, quisiera detenerme. Hace  varios años que vengo observando una especie de capitulación de no pocos  adultos ante la juventud llamada “sin miedo”. Esta descripción ya existía en  2011. Antes de esta fecha, no estoy segura. Como siempre, se trata de otro  eslogan sin contenido. He visto esta actitud incluso entre personas en torno a  los cuarenta años, la edad en que el intelecto y la creatividad alcanzan una  primera maduración, como si sus vidas ya hubiesen  terminado.
          
          Con  ocasión de la pendiente a la barbarie en curso, dicha capitulación de los  adultos se ha mostrado abiertamente, con excepciones, desde luego. ¿Es que  acaso regresar a la adolescencia, con su omnipotencia y megalomanía  desconectadas de la realidad, es preferible a crecer? Quienes se postran ante la llamada juventud “sin miedo”,  ¿no saben lo difícil que es convertirse en un adulto medianamente consciente, decente  y digno? ¿Creen que eso no tiene un precio ni requiere esfuerzo?
        Pues  bien, usted pareciera participar de esa misma tendencia. Ciertamente hubo estudiantes  que hicieron destrozos en el metro poco antes del 18 de octubre. Pero  atribuirles la causa inmediata del “estallido social” es simplificar los  hechos. Según esto, debiéramos agradecerles por su pretendida acción libertaria.  ¿Así lo cree usted, en verdad?
        Por  mi parte, mantengo mi posición. Sólo algo diferente ha ido surgiendo durante  las últimas semanas. Además de reafirmar que este proceso consiste en una  irrupción de contenidos inconscientes largamente incubada (en el sentido de C.  G. Jung), desatada con ocasión de la  acumulación de tensiones sociales, a las que dicho proceso precede como un  monstruoso a priori arquetípico,  tengo la sospecha de que alguien más observó durante mucho tiempo ese  comportamiento social, y decidió capitalizarlo en su favor, calculando en qué  momento preciso de la descomposición y la anomia en movimiento abrir el pozo de  los monstruos. La destrucción del metro fue, a todas luces, realizada por  profesionales organizados, y no por adolescentes inexpertos. ¿Quiénes, cómo y  con qué fin, exactamente? Lo ignoro.
        
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        Usted  define la violencia como “el efecto de la ineficacia de la palabra, la  sustitución de la palabra por la fuerza”. Pero no a todas sus manifestaciones  otorga la misma relevancia: “la violencia escandalosa no es la de algunos  saqueadores, sino la de las fuerzas estatales”; “la destrucción de objetos  materiales como las máquinas de control al ingreso de las estaciones, aunque  sea algo lamentable y descortés, no lo llamaría violencia”. Para usted,  violencia es sólo el empobrecimiento  y la humillación sistemática de los trabajadores, y la desigualdad espantosa  producida por el capitalismo neoliberal en complicidad con los pinochetistas.  “La destrucción de objetos materiales, no se puede definir en sí misma como  violencia, si bien pueda tal vez configurarse como tal porque puede provocar  sufrimiento en las personas que necesitan estos objetos”. ¿Eso es todo? ¿Tal vez?
        Al  replantearse el significado del término “violencia” –a partir de mi ensayo,  según usted–, distingue entre causa y efecto de la misma. Por un lado, la  violencia (en cuanto efecto) deriva de la impotencia. Por otro, la violencia (en  cuanto causa) consiste en una acción que provoca intencionalmente sufrimiento y humillación a terceros, pudiendo  llegar a comprometer a toda la sociedad. A continuación, equipara la impotencia  del poder estatal y de los actores sociales. No obstante, usted atribuye  decididamente la violencia en cuanto efecto al poder estatal, el cual deviene  violento cuando es impotente para entender y gobernar la sociedad. En cambio,  los actores sociales sólo pueden volverse violentos “cuando sufren y son impotentes para cambiar la realidad  social a través de la palabra”.
        Por  lo tanto, su definición de violencia es parcial. Si bien la impotencia aparece  como la causa de la violencia tanto en el poder estatal como en los llamados  actores sociales, para usted el ejercicio de la violencia en el caso de estos  últimos, en cuanto “acción que provoca intencionalmente sufrimiento y  humillación a los demás”, estaría plenamente justificada.
        Esta  parcialidad y unilateralidad son el sustrato de la victimización que atraviesa  su artículo, como queda de manifiesto en el siguiente pasaje:
        
          Creo que la tarea del  intelectual, del poeta y del activista es comprender las motivaciones de la  violencia desde el punto de vista del sufrimiento. Siempre tenemos que rechazar  la violencia en cuanto acción dirigida a reducir, someter y humillar a los  demás, pero en sí la condena a la violencia es inútil y moralista si no  entendemos que tal vez la violencia es la única manera de oponerse a lo  insoportable y de despertar un cuerpo oprimido por la depresión.
        
        De  acuerdo con la entrevista que usted concedió a María José Quesada Arancibia,  publicada el 15 de noviembre de 2019 en El  Mostrador, esto último se relaciona con otro eslogan aparecido durante los  primeros días de la “revuelta” chilena: “No era depresión, era capitalismo”.  Usted atribuye a dicha revuelta y, en consecuencia, a la violencia que la  caracteriza conforme a su definición en cuanto causa, propiedades terapéuticas  y de sanación: “La reactivación del cuerpo colectivo es un fenómeno energético  e iluminador”. Pero, volviendo a su artículo, sólo en tanto el horizonte de dicha violencia sea la conquista del  poder por esos actores sociales. Tal es la posición que usted defiende.
        Sin  embargo, su trabajo deja traslucir un conflicto. Al respecto, son útiles sus  consideraciones relativas al estatuto de la violencia en la década de 1970 en  Italia y otras partes del mundo. Según usted, el horizonte esperanzador y  revolucionario de la violencia en esos años, ha dado paso una impotencia y desesperación suicidas.  Pues “los insurgentes de hoy saben que no conseguirán el poder político de  manera revolucionaria”. De ahí que insista en la victimización de los actores  sociales involucrados en la revuelta global, quienes tendrían incluso el monopolio  de la desesperación, lo cual los autorizaría moralmente a destruir todo a su  alrededor, aunque esto no tenga ningún  sentido.
        
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        Por  otro lado, su artículo se vuelve confuso al momento de abordar mis conceptos de lumpenfascismo y lumpenconsumismo, que usted no reconstruye en su versión más  fuerte. El concepto de lumpenfascismo,  ya expuesto en un trabajo anterior, define el tipo humano degradado que alcanzó  su maduración durante la postdictadura, bajo la égida de la Concertación de  Partidos por la Democracia, como decantación de la sociedad de consumo  ampliamente desplegada en Chile, aunque sin grandes resistencias ni críticas por  parte de sus agentes. En cuanto tal, describe la transversalidad de la dominación, la cual se extiende desde los  grandes amos hasta el más miserable de los seres, incluidos los “insurgentes”,  como usted los llama. Es una especie de condición del espíritu, que supone una  disposición interior, y no sólo la  acción mecánica de un exterior meramente cosificador de los seres. 
        El  concepto de lumpenfascismo no se relaciona, en principio, con el entendimiento  de Pasolini acerca de la lumpenización, un asunto que en él siempre me ha  resultado confuso, sino con sus consideraciones acerca del hedonismo de la sociedad de consumo al cual, en su obra tardía Escritos corsarios, describe como el verdadero fascismo, en razón de su  acción niveladora y homogeneizadora, que en su tiempo había alcanzado incluso a  los más pobres y a los jóvenes, de quienes decidió apartarse en sus últimos  años. Su última entrevista, concedida a Furio Colombo el 1 de noviembre de  1975, da cuenta de ese cataclismo  antropológico, en los siguientes términos:
        
          Tengo nostalgia de la  gente pobre y verdadera que peleaba para derribar a aquel patrón sin  convertirse en aquel patrón. Como estaban excluidos de todo, nadie los había colonizado.  Yo tengo miedo de estos negros rebeldes, idénticos al patrón, otros saqueadores  que quieren todo a toda costa.
        
        Por  lo demás, el concepto de lumpenconsumismo define un aspecto de dicha condición del espíritu propia del lumpenfascismo. A  saber, la imposibilidad de la espiritualización de la materia, como elemento  constitutivo de la sociedad de consumo y su intrínseca destructividad. Usted,  al parecer, identifica el lumpenconsumismo con el proceso de lumpenización  social y su producto, el lumpenproletariado, distinguiéndolo del  lumpenfascismo, sin considerar los matices referidos por dichos conceptos. Pues  entiende y sitúa la lumpenización en términos de un “empobrecimiento moral y  psíquico de una parte mayoritaria de la población en este siglo”, consistente  en un doble efecto. Primero, la consideración del consumo como único valor  positivo, producido por la sociedad de consumo, “la publicidad y la  individualización competitiva”. Y segundo, la impotencia asociada a la  explotación y el empobrecimiento como condiciones para obtener lo necesario,  derivadas de “la reducción del salario y la política de austeridad neoliberal”.
        Ahora  bien, el proceso de lumpenización al que usted alude, está implícito en mis  conceptos de lumpenfascismo y lumpenconsumismo. Pero yo me refiero a algo mucho  más insidioso, a una condición del espíritu y una disposición, que es la  principal diferencia entre su enfoque y el mío. 
        Comparto  sus puntos de vista acerca del capitalismo, el neoliberalismo, y el crecimiento  económico sin límites incluso a costa de la destrucción final del planeta y la  extinción de la vida humana. Sin embargo, usted atribuye la lumpenización sólo a causas exteriores. Mientras que  yo, además de éstas, considero las disposiciones del alma, que está muy lejos  de ser una tabula rasa, en la que  pudiera introducirse cualquier contenido, como si el sujeto afectado fuese una  cosa carente de libertad, capacidad de conciencia y capacidad de tomar  decisiones. Para mí también el capitalismo es una invención nefasta y letal.  Mis objeciones a sus planteamientos se resumen en un solo punto básico: la  consideración de la responsabilidad personal y la conciencia individual en  medio de procesos tan destructivos. 
        Contrariamente,  para usted dicho aspecto carece de relevancia. Por eso, no distingue mis  conceptos, ni mi apelación a Pasolini, de su entendimiento de la lumpenización.  Más bien, los hace desaparecer. Y, en estricto rigor, tampoco discute con mis  conceptos, sino que reafirma, sin más, su modo de entender la lumpenización con  anterioridad a su lectura de mi ensayo. Lo mismo hace cuando revisa su  entendimiento del término “violencia”.
        De  ahí su recurso a la victimización, una vez más: el empobrecimiento moral y  psíquico de la mayoría de la población, se debe a la violencia económica del  capitalismo financiero, la destrucción de la educación pública, la elevación de  la competencia como único valor social reconocido, y “la reducción de la vida  social a un desierto competitivo y precario”. El lumpenproletariado no es  imputable a las víctimas, sino que es una consecuencia de dicha reducción.
        Comparto  en gran parte sus afirmaciones, pero no su unilateralidad victimizadora. Usted  no considera la transversalidad de la dominación, ni la complicidad de amplios  sectores de dicha población con la sociedad de consumo y sus prestigios  envilecedores. Ellos también tomaron decisiones. ¿O hay que considerar a sus  agentes como cosas y pesos muertos carentes de discernimiento?
        Por  eso, tampoco puede usted compartir “la identificación de lumpenconsumismo con  lumpenfascismo”. Pero aquí no se está refiriendo al lumpenconsumismo, ni  tampoco al hedonismo de la sociedad de consumo en términos de Pasolini, sino a  la lumpenización conforme a su manera de entenderla. En suma, para usted es  inaceptable y escandaloso que dicho proceso de corrupción moral y psíquica  coincida con la transversalidad de la dominación, ya que esto invalidaría la  victimización de los insurgentes.
        
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        Ahora  bien, yo no lo le he aportado nada nuevo. Pero usted a mí sí: la cuestión  relativa a la violencia desesperada y suicida de los actores sociales o  insurgentes, ante la evidencia de que “no conseguirán el poder político de  manera revolucionaria”. Es un elemento que yo no había considerado. Tal vez,  porque las imágenes que he visto los muestran gozosos, orgullosos y  omnipotentes en su éxtasis destructivo. Y porque dudo que ellos tengan cabal conciencia  de dicho horizonte, aunque es significativa esa reiteración hasta la náusea de  la “criminalización de la protesta social” cuando es conveniente, como si se  tratase de acciones sin consecuencia para terceros. Y no para algunos, sino para varios, como los habitantes en torno  a la Plaza Baquedano. Su designación populachera en términos de “Plaza de la Dignidad”  es una demostración de dicha omnipotencia a mansalva que después apela cobarde  y cínicamente a la victimización en los términos referidos, como si su derecho  a destruir estuviera plenamente legitimado e, incluso, deificado.
        Luego  de referirse al entendimiento de la violencia en la Italia de la década de 1970,  y a la imposibilidad de conquistar el poder político a través de la revolución,  usted formula el problema central de su artículo: “¿Entonces por qué lo hacen,  por qué saquean y destruyen?” Y, a continuación, argumenta en favor de la  justificación y legitimación de los saqueadores, y de otras formas de  destrucción, como el sabotaje. 
        En  su entrevista del 15 de noviembre, hace explícita su posición en los siguientes  términos, en respuesta a la pregunta de si los actos de violencia de los  manifestantes son actos de resistencia a  la infelicidad:
        
          En cuanto a la violencia,  me parece que ha sido desencadenada por las fuerzas policiales, no por los  manifestantes. No sé nada de la discusión que se está desarrollando en el  movimiento chileno sobre este tema, pero conozco la dinámica de la violencia en  las calles. Tal vez el sabotaje se hace necesario para proteger el derecho de  expresión y de manifestación, y tal vez para proteger una comunidad es preciso  desmantelar estructuras físicas de poder.
          (...) El problema de la  violencia en los conflictos sociales no es moral, es pragmático: la fuerza  armada pertenece al poder y no podemos esperar ganar el combate militar. Pero,  tal vez, no se puede evitar el enfrentamiento.
        
        Pues  bien, ésta era su posición antes de la publicación de mi ensayo, y es la misma  después de haberlo leído. Para usted la violencia en los conflictos sociales no es un asunto moral, a menos que el  “cuerpo social que sufre” sea cuestionado en su victimización, como expresa  usted al final de su artículo. Conforme a su posición, el sabotaje del metro y  la destrucción de infraestructura pública y privada, habrían tenido por  finalidad “proteger el derecho de expresión y de manifestación” y “proteger una  comunidad”. ¿Proteger ese derecho en qué casos, exactamente? ¿Cuál comunidad,  exactamente? ¿Y cómo, exactamente?
        Su  posición queda mejor esclarecida a la luz de sus consideraciones acerca del  carácter desesperado y suicida de la violencia de los insurgentes (más allá del  jolgorio carnavalesco y vociferante que la caracteriza). Si su premisa es  correcta, y dicha violencia se vuelve suicida ante la imposibilidad de  conquistar el poder, sería una muestra más del carácter oscuro, sórdido, sacrificial,  envilecedor y regresivo, de todas las  luchas por el poder y todos los fascismos.
        Pero  sigue siendo una defensa, casi corporativa, se diría, de la victimización  manipuladora de los agentes de dicha violencia. Más aún, usted espera que la  acción del intelectual, el poeta y el activista, imite la actuación del  terapeuta en favor de aquéllos, en el sentido de:
        
          entender y analizar el  síntoma, traducirlo a través de la palabra, del fármaco y el ejemplo. La  condena pertenece al juez y no necesitamos jueces cuando el cuerpo social está  sufriendo.
        
        Con  estas sentencias concluye su artículo. Obviamente, la última está dirigida a  mí, aunque no me nombre. Párrafos antes, se refiere al deber del intelectual y  el activista en términos de “la organización de un movimiento autónomo y  radical que haga posible la salida del sistema dominado por el capital  financiero y sus servidores políticos”, en orden a “evitar que el  empobrecimiento se vuelva fascismo” y, así, detener el crecimiento incontrolado  de la violencia.
        Es  una posición filosófica y una opción posible. Seguramente ha sido la suya  durante mucho tiempo. No la impugnaré, pues es enteramente válida como opción  de vida. Pero apunta a un objetivo enorme, que supone autodisciplina y autoexigencia  irrestrictas, y una capacidad de involucrarse con los fenómenos asociados a  esta violencia evitando ser destruido, además de recursos profesionales,  psíquicos, materiales y económicos, de los que muy pocos pueden disponer.  Particularmente en Chile, cuyo desarrollo cognitivo y consciente es más bien  opaco, tendiente a la anomia, la disolución, la falta de rigor, la  autocomplacencia y el marasmo en términos espirituales. 
        Y,  sobre todo, supone energía y fe en la intrínseca bondad de ese “cuerpo social”,  al que usted no reconoce ninguna responsabilidad en el desarrollo extendido de  las condiciones que desembocaron en esta crisis.
        
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        Usted  no es el único extranjero que idealiza el actual proceso chileno. Algunos  suponen que es semejante al que tuvo lugar durante el período de la Unidad  Popular.
        He  pensado mucho en Salvador Allende. Sólo él permanece en toda su imponente dignidad para mí, en esta hora. Y no  dejo de preguntarme llena de dudas, atendiendo a mis límites temporales, si éste es el pueblo por el que tanto luchó, y con el que tanto se comprometió,  al punto de ofrendar su vida a través del suicidio, siguiendo el ejemplo del  Presidente José Manuel Balmaceda, en lugar de sobrevivir en y para la ignominia  y el oprobio.
        En  su entrevista del 15 de noviembre, atribuye al actual proceso chileno posibilidades  excepcionales, heroicas y trascendentes:
        
          Una Constitución para la  salida de la oscuridad absolutista del capitalismo neoliberal es la tarea que  el movimiento chileno se propone, si quiere durar en el tiempo. Una indicación  estratégica que tendría un valor ejemplar para los demás en el mundo.
        
        Es  posible. Pero esto supone gran disciplina, nobleza, sentido del honor,  autoridad moral, generosidad, lucidez, capacidad reflexiva y capacidad de amar.  Por desgracia, el alma chilena carece de esa estatura, salvo casos  excepcionales. Más bien, tiende a un entreguismo autocomplaciente a la  barbarie, un estado de inconsciencia impenitente, y una disolución sin límites,  que acaban siendo siempre el problema de alguien más, o la destrucción de alguien más.
          
          Debió  venir al Congreso Futuro –participación que usted decidió cancelar, en repudio  a declaraciones de Piñera en el plano internacional (El Mostrador, 9 de enero de 2020)–, y percibir los fenómenos por sí  mismo. La polarización en las formas de trato y la incertidumbre, avanzan día a  día. Piñera ya no gobierna. Es un fantasma, una especie de alma en pena. El  estado de derecho se extingue. 
        He  visto grafitis en las paredes de la Biblioteca Pública Nº 1 “Santiago Severín”,  y otros edificios y paredes de Valparaíso, llamando a quemar carabineros, lo  cual ha acontecido, en efecto, periódicamente. 
          
          A  partir del 28 de enero, la escalada de la violencia ha comenzado a  intensificarse. Un integrante de una barra brava, la Garra Blanca, fue  atropellado por un camión de Carabineros que transportaba caballos, el cual era  atacado con piedras en las inmediaciones del Estadio Monumental. 
        El hecho consistió en un atropello con  resultado de muerte. El chofer, un carabinero, fue imputado de cuasidelito de  homicidio. Pero la interpretación a que da lugar cualquier hecho similar a éste  se ha ido tornando repetitiva e insidiosa en forma casi automática. El hecho en  cuestión se convirtió inmediatamente en otro caso de derechos humanos.
        Por  otro lado, nada es suficiente para la horda. Esa muerte, causada por la acción  del carabinero, fue la excusa para atacar unas veinte comisarías en la Región  Metropolitana en una sola noche, realizar saqueos a supermercados en forma  organizada, quemar buses, y atacar e incendiar la Gobernación de Chacabuco, en  Colina. Hubo disturbios durante tres noches consecutivas, en Santiago y otras  ciudades, y a lo menos dos muertos más en el contexto de los saqueos e  incendios. 
        Pero  estos hechos violentos y la tortura moral que provocan, no tipifican como  violaciones a los derechos humanos. Sólo tipifican en cuanto tales las acciones de los carabineros, por ser  representantes del Estado chileno.
        Hace  tiempo ya que la policía entró en una espiral de locura, como parte del  irracionalismo y primitivismo imperantes. Por lo demás, numerosas comisarías  han sido atacadas por hordas en las últimas semanas, incluido un regimiento. Casi  se diría que ahora los chivos expiatorios son los carabineros, en el sentido de la unanimidad victimaria del todos contra uno que define la violencia  colectiva y persecutoria, conforme a la concepción de René Girard.
        La  jueza que formalizó al carabinero involucrado en el atropello fue amenazada de  muerte y “funada” frente a su casa, lo cual es una forma de linchamiento  encubierto, en la misma línea del todos  contra uno.
        Con  seguridad, todo esto favorecerá la expansión territorial de las mafias del  narcotráfico y el crimen organizado, con el fin de que algún día todos acabemos vendiéndonos a sus  agentes, como el lumpenproletariado, que se  vende al mejor postor. ¿O  considera estas mafias como otra manifestación del “cuerpo social que sufre”,  en cuanto víctimas con fuero y privilegios especiales? ¿Es que en verdad sufren?
        Debió  venir, y constatar por sí mismo la horrible e irreductible materialidad de los  hechos, como la destrucción del centro de Valparaíso, en camino de convertirse  en la imagen de una ciudad fantasma. O la destrucción de la Plaza Baquedano,  convertida en la ignominiosa “Plaza de la Dignidad”,  y haber recorrido sus inmediaciones. Por  ejemplo, una academia de música ubicada en las galerías del Hotel Crown Plaza, saqueada  el 3 de enero –junto con varios otros locales, que incluían tiendas de  instrumentos musicales; una de ellas, perteneciente a un ex integrante de la  Orquesta Sinfónica de Chile, mayor de setenta años–, en un país donde cualquier  iniciativa cultural noble y permanente en el tiempo es una hazaña. Estos hechos  coincidieron con el saqueo e incendio de la iglesia de San Francisco de Borja,  construida en el siglo XIX, destinada a los servicios religiosos de Carabineros,  y también ubicada cerca de la Plaza Baquedano.
        ¿Me  dirá que esta destrucción es “lamentable y descortés”, relativa a la sensación  subjetiva de los afectados, o necesaria para “proteger el derecho de expresión  y de manifestación”, “para proteger una comunidad”, o que fue iniciada por la  policía?
        Aquí,  y en otros casos, también hay “violencia, impotencia, sufrimiento”. Pero para  usted carecen de significado, pues los afectados no califican como víctimas  conforme a su modo de entender el sufrimiento.
        A  propósito de la victimización, le aclaro que las fuerzas estatales no “han  matado a decenas de manifestantes”, como usted cree. Los muertos, a la fecha,  son treinta y uno. Varios de ellos, en el marco de los saqueos e incendios. 
        Pero  si esta violencia y destructividad generalizadas son suicidas, ¿qué espera que  hagan los afectados? ¿Hacerse cargo de los insurgentes, cosificados desde una  victimización idealizada y legitimada? ¿Ser sus terapeutas? ¿Cómo? Y sobre  todo, ¿por qué? ¿Y cómo podría un intelectual o un poeta hacerse cargo de sus  taras sin ser destruido física, psíquica o moralmente?
        Aun  en medio de la incertidumbre, el irracionalismo y la locura desatada son  ostensibles y cada vez más virulentos. Un ejemplo patente es la vociferante  apelación a la dignidad, sobre la  base de la destrucción de otros, en definitiva. Pues la destrucción de objetos  materiales, que para usted “no se puede definir en sí misma como violencia”,  precede a la destrucción de las personas identificadas con éstos. Y si la  destrucción de los objetos precede a la destrucción de las personas, entonces  la imposibilidad de la espiritualización de la materia y de los objetos precede  a la imposibilidad de la espiritualización y la conciencia de las personas, o a  su disolución y pérdida, manifestadas en su cuerpo y su alma arrojados al  abismo.
        Pues  la ignorancia es un poder y una eficiencia, cuya insidia consiste  en mezclar la verdad con la mentira promiscuamente, creando así una ilusión  victimizadora, manipuladora y extorsionadora, funcional al lumpenfascismo y sus  lacras. Y todo aquel que se sitúe fuera de su unanimidad monolítica y mecánica  continuará siendo castigado.
        Esto  es claro en relación con la Plaza Baquedano, “resignificada”, conforme a otro indolente  eufemismo de la barbarie y su impulsividad básica, en términos de “Plaza de la  Dignidad”, donde confluyen las hordas “empoderadas”, en medio del jolgorio. He  visto imágenes de éstas, transportando durante el crepúsculo la estatua del  perro llamado Negro Matapacos, considerado líder, estandarte y monumento del  movimiento social. Pero éste es, más bien, el ídolo antropomórfico de la horda  en su primitivismo, como si se tratase de una jauría de perros conducida por su  rey o su santo patrono. 
        Es  la horda que se adora a sí misma, en su gozosa pendiente a la barbarie y la  muerte.
        Si  esta violencia es suicida debido a la imposibilidad de la conquista del poder,  no se limitará sólo a sus agentes directos. Intuyo cada vez con mayor fuerza  que una parte importante de los insurgentes, empezando por la mitificada  “primera línea” y sus “daños colaterales” –con este eufemismo designan ellos su  daño intencional–, conforme al  lenguaje militar que se placen en utilizar durante sus juegos a la guerra y la  revolución, espera secretamente que se desencadene una masacre, para así  justificar su épica rastrera, vacía, autorreferente y carente de autocrítica,  sin otro horizonte que el placer de la  destrucción, que los hace sentirse algo en medio de su nada.
        La  guerra privada entre los encapuchados y la policía se ha convertido en un  oscuro centro autorreferente, cuya mezquindad organizada persevera ávida de  plenos poderes, reconocimiento y legitimación social. Pero sus agentes  protagónicos han acabado siendo los insurgentes sin rostro, cuyo único  horizonte de sentido consiste en no poder  ya vivir sin la policía.
        Así  las cosas, las demandas sociales han ido disociándose paulatinamente de esta  “revuelta chilena”. Tal vez, desde el principio, aquéllas no hayan sido más que  una excusa y una oportunidad para la expansión de una violencia cuyo único  sentido pareciera comenzar y terminar en sí misma, pero como imagen de un  inasible poder en las sombras, sin humanidad ni rostro.
        Finalmente,  si su premisa acerca de la violencia suicida es correcta, entonces, ¿cuál es la  diferencia de principio entre la destructividad hedonista y sacrificial del  capitalismo, dispuesto a destruir el mundo y la especie humana misma con tal de  mantener su poder, y la violencia suicida de aquellos insurgentes dispuestos a  destruir todo a su paso porque nunca alcanzarán el poder?
        
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        Como  al finalizar su artículo usted me interpela directamente, aunque no me nombre, reafirmando  su posición de solidaridad incondicional con las hordas de saqueadores y  saboteadores victimizadas en cuanto “cuerpo social que sufre”, sin que yo le  haya aportado nada, me veo en la obligación de reafirmar una vez más mi  posición de repudio a las mismas, pero teniendo ahora presentes los elementos  que usted me ha aportado. 
        Me  referiré al final de mi ensayo. “Farewell” significa “despedida”, entre otras  de sus acepciones. Existen varias obras con ese nombre. Yo pensaba en la  Fantasía Nº 3 para laúd, así llamada, del inglés John Dowland (1563-1626): una  composición melancólica y fúnebre, de una extrema delicadeza, fineza y  silencio, que contrasta ferozmente con la horrible materialidad de los hechos y  sus vociferaciones estentóreas de linchamiento.
          
          Así  se titula también la última sección del ensayo que usted leyó: Farewell. Pues en un determinado sentido  se trataba de una despedida. 
        Pues  bien, no espero nada de esta “revuelta social”. No espero nada del Estado  chileno para mí. No puedo entregarme a la barbarie, ni a las seducciones de lo  indiferenciado, ni a las extorsiones manipuladoras y victimizadoras calculadas  por el lumpenfascismo y su mezquindad organizada, incapaces de reconocer el  amplio espectro de esta violencia en su maligno despliegue.
        Las  hordas y las turbas me repugnan absolutamente. No las defenderé bajo ninguna  circunstancia. Ni ahora, ni nunca.
        No  me postro ni me postraré ante la juventud, ni ante la ceguera de los adultos  obsecuentes con su impulsividad barbárica. Me dan lo mismo los exámenes de  pureza ideológica que pretenden ver en una parte importante de ellos a héroes  inmunes a la crítica, con fuero para destruir todo a su paso porque nunca alcanzarán  el poder, o porque “todo les han destruido”, en términos del sacerdote Puga, y  a quienes, no obstante, habría que agradecer su “labor”.
        Sigan ustedes disfrutando del privilegio de  la impunidad de los amos como hasta ahora, realizando su abyecto deseo de tener, poseer, destruir. Sigan  disfrutando de su violencia suicida y a mansalva, mientras la anomia continúa  su avance. Pues las otras víctimas de este horror carecen de relevancia,  presencia y realidad, no sólo para usted, sino también para las correccionales burocráticas, políticamente  correctas y bienpensantes en materia de derechos humanos, tanto en Chile como  en el extranjero.
        Pero  un día las hordas prepotentes en su hedonismo se disolverán. Las falsas  solidaridades y encuentros quedarán al descubierto. La primavera de los “sin  miedo” se marchitará, y éstos quedarán solos ante el vacío de su alma. Cuando  ese momento llegue, ni todas las consignas ensordecedoras y repetidas hasta la  náusea los salvarán del terror ante su propio abismo. Sólo resistirán los pocos  que tengan una auténtica capacidad de transformación interna y estén dispuestos  a resistir sus intrínsecos rigores. Jamás una horda, ni una turba.
          
          Ese  día llegará. Ahora, o cuando alcancen su maduración, o queden enquistados en la  postración de su adolescencia eterna reproduciéndose en más de lo mismo, para así satisfacer su autocomplacencia,  rememorando su épica miserable y su estética de sitio eriazo.
        Yo  haré lo único que soy capaz de hacer, responsable e individualmente: dedicar  mis esfuerzos a pensar la realidad a partir de sus imágenes simbólicas. 
          
  No moriré por un país en  que mi vida no vale nada. 
        Dios  no necesita signos, pues es capaz de ver todas las cosas al mismo tiempo, y de  conocer todo en forma directa. Pero el ser humano es constitutivamente incapaz  de esta concentración espiritual. Dada su finitud y precariedad, para conocer  necesita signos, símbolos, alegorías, analogías, emblemas, enigmas, cifras,  metáforas, imágenes y conceptos.
        Me  dedicaré a estudiar filosofía patrística, y esa acción invisible será como orar  en medio de catervas y proliferaciones seriadas de monstruos, escorias varias y  escombreras, hasta cuando pueda. Hasta que mi destino me alcance.
        Hasta que valga la pena  morir.
         
        Valparaíso, 19 de enero  al 6 de febrero de 2020
        
            
            
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          LUCY OPORTO  VALENCIA (Viña del Mar,  1966) 
          Investigadora  independiente. Licenciada en filosofía. Autora de: Una arqueología del alma. Ciencia, metafísica y religión en Carl Gustav  Jung. Editorial USACH, 2012. El  Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra. 1ª  edición, Altazor, Viña del Mar, 2008. 2ª edición, corregida y aumentada,  Editorial USACH, 2013. Los perros andan  sueltos. Imágenes del postfascismo. Editorial USACH, 2015. La inteligencia se acrecienta en la Nada.  Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2016. Cine,  humanismo, realidad. Textos reunidos, de Sergio Salinas Roco. Tres  volúmenes. Introducción, compilación, transcripción y notas críticas, a cargo  de Lucy Oporto Valencia. Editorial USACH, 2017. Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias: tener, poseer, destruir.  Publicado el 17. 11. 2019, en Escritores y Poetas en Español, http://letras.mysite.com/lopo171119.html, Archivo “Chile  despertó”.