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ORACIÓN FÚNEBRE Y FINAL POR DON ARMANDO URIBE ARCE (1933-2020)
Lucy Oporto Valencia
oportolucy@gmail.com
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Acabo de enterarme del sensible fallecimiento de don Armando Uribe Arce, ocurrido en la madrugada de hoy, 23 de enero de 2020, a los 86 años de edad, tras una larga enfermedad.
Lo conocí hace varios años, en 2002 ó 2003, por intermedio de Jorge Polanco Salinas, a quien me une una larga amistad, desde que fuimos compañeros cuando estudiábamos filosofía en el pregrado.
Sostuve varias conversaciones con don Armando, siempre serio, sobrio y formal. Recuerdo sus modales finos y elegantes, como de diplomático del siglo XVIII, y su hermosa y pausada voz grave, que a veces alzaba con gran fuerza interior a pesar de su avanzada edad, como si fuese un profeta bíblico siempre en el exilio.
Desde entonces estuvo, y sigue estando, en mis pensamientos sobre la naturaleza interior del fascismo y la monstruosa postdictadura, interminable en su duración, que acabó por destruir moral y espiritualmente a este país. Pues, hasta donde yo sé al menos, es el único autor chileno que ha usado la expresión “espíritu fascista” para referirse a esa demolición interna y cotidiana de Chile que ahora, con ocasión de esta pendiente a la barbarie en curso –el así llamado “estallido social” o “revuelta”–, se ha mostrado en toda su virulencia y maldad. Don Armando había recogido esta expresión del siciliano Leonardo Sciascia, con quien había sostenido diálogos en Roma, si mal no recuerdo, cuando profundizaba en sus estudios de derecho.
Hace años que dejé de verlo, debido a su enfermedad, un enfisema pulmonar que le impedía incluso desplazarse. Una vez me dijo que caminaba una cuadra y se agotaba. Entonces decidí llamarlo una vez al año, brevemente, sólo para saber cómo estaba, pues le costaba respirar.
El 16 de enero de 2020, lo llamé por última vez. Tuvimos una conversación muy breve. Ahora le costaba respirar aún más. Me dijo: “Ya no tengo paz intelectual ni espiritual”. Le dije que él siempre estaba en mis recuerdos y reflexiones. Y me respondió algo extrañísimo. No estoy muy segura de que haya sido una respuesta dirigida a mí. Era la manifestación de una imagen poética: “...un niño que conduce a un grande por una vereda llena de tierra”. Y después se despidió. Él se despidió. “Adiós”, me dijo. Entonces presentí oscuramente que moriría, pues esa imagen era como la de un ángel que se lo llevaba.
Estaba preocupada, pues él vivía en las inmediaciones del Parque Forestal, cerca de la ignominiosa “Plaza Dignidad”, que antes fuera la Plaza Baquedano, y de las iglesias profanadas, saqueadas e incendiadas. Por eso lo llamé. Ignoro qué pensaba él acerca de la horrenda crisis en curso. Ciertamente, él estaba enfermo desde hace tiempo. Pero estoy segura de que las insoportables tensiones internas y externas asociadas a esta crisis contribuyeron a la precipitación de su deceso.
Esta muerte verdaderamente me golpea, me duele y me llena de ira. Y que ocurra en medio de este momento aciago para Chile, aún más: él, que era y seguirá siendo para mí la mente más lúcida y fuerte, acerca de las insidiosas y tenebrosas consecuencias del espíritu fascista en Chile, con sus reflexiones metafísicas acerca de la muerte y el mal, y su lectura de los clásicos.
La gente antigua más brillante y dotada de una inteligencia del Espíritu en Chile, se muere. Se están muriendo todos. Y algunos de quienes somos menos viejos que él nos vamos quedando cada vez más solos, frente a una juventud autorreferente y descerebrada que no ha dudado en exhibir su desprecio hacia los más viejos, como si el esfuerzo y el trabajo disciplinado de llegar a la edad adulta con una mediana conciencia, decencia y dignidad ante el sufrimiento propio y ajeno, careciese de todo valor.
Mueran, si les place, los llamados “sin miedo”, por la patria que tanto les ha dado. Su omnipotencia destructiva y hedonista no vale nada. Ustedes no valen nada frente a don Armando Uribe, y otros como él: Sergio Salinas Roco, Jorge Millas, por sólo nombrar algunos.
Todos ellos están muertos. Y ahora este maldito país será aun más ignorante, bárbaro y cruel que antes. Y acaso estas muertes sean la prefiguración del último hundimiento de Chile en el abismo, cuando esta crisis supure con aún mayor repugnancia.
Don Armando estaba cansado. Extrañaba a Cecilia, su esposa, fallecida años antes que él. Pero creía en la resurrección de la carne. Una vez le pregunté si temía a la muerte. Y respondió: “Conscientemente, no”. Sólo espero que haya muerto en paz, conducido por ese ángel niño que vino a buscarlo. Ahora descansa por fin, a la diestra del Padre, por ser vos quien sois, bondad infinita.
Siempre le estaré agradecida, por el tiempo que me dispensó. Él es parte de mi formación, de lo mejor de mi formación. Y también a ti, mi muy querido Jorge Polanco, siempre te estaré agradecida por haberme concedido el privilegio de haber conocido a este gran hombre: noble, valioso e incomparable, como el caballero que era. Jamás una caricatura anecdótica destinada al consumo masivo, ni a las nivelaciones.
“No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y el Hades” (Ap 1, 18).
Éstas son mis palabras de despedida para don Armando Uribe Arce. Que Dios lo tenga en su Santo Reino, lejos ya del último círculo del Infierno que es Chile, patria de traidores, desalmados, impostores y apóstatas.
Mis sentidas condolencias a su familia, amigos, y a todos quienes lo aman y seguirán amando, incluso más allá de la muerte.
Valparaíso, 23 de enero de 2020