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Luis Oyarzún un protagonista discreto
Reedición de Defensa de la tierra. UACh, 2020, 140 págs.

Por Juan Rodríguez M.
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 22 de noviembre de 2020




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Es un ilustre olvidado, que creía que un mundo sin amigos no servía de nada; que los tuvo, pero parecía solo o sin interlocutores, por ejemplo, para hablar a mediados del siglo XX de la naturaleza y de su cuidado. Puede que Luis Oyarzún fuera un hombre triste, puede que también fuera "un ademán de disimulo al amanecer", como lo describió un amigo, según un testimonio que rescata el escritor Oscar Contardo en Luis Oyarztín. Un paseo con los dioses (UDP), la biografía que publicó en 2014 sobre el ensayista y humanista chileno nacido hace cien años, el 14 de noviembre de 1920. Y muerto a los 52, el 26 de noviembre de 1972.

La vida corta de Oyarzún impresiona: nacido en Santa Cruz, llegó a Santiago, al Internado Nacional Barros Arana, donde se hizo amigo de Nicanor Parra, Jorge Millas y Jorge Cáceres. Estudió derecho y filosofía en la Universidad de Chile. Luego fue profesor de Estética e Introducción a la Filosofía, creó el Departamento de Estética, le encomendaron la renovación de las Escuelas Normales, llegó a ser decano de la Facultad de Bellas Artes, director del Museo de Arte Contemporáneo y rector subrogante. Modernizó el estudio y conocimiento de las artes visuales y, con Parra y otros, trasladó la referencia cultural chilena desde París y Europa a Nueva York y el mundo anglosajón: junto a Gabriela Mistral, puso en la cúspide de las letras a Virginia Woolf y Katherine Mansfield.


Un niño adelantado

También trabajó en las universidades de Concepción y Austral. Fue agregado cultural de Chile ante la ONU, en Nueva York, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Antes de ese viaje, en los años 40, 50 y 60, publicó narrativa (La infancia, Los días ocultos), poesía (Poemas en prosa, Ver, Mediodía) y ensayo (El pensamiento de Lastarria, Leonardo da Vinci y otros ensayos, Temas de la cultura chilena); "fue un niño adelantado, un adolescente prometedor, un intelectual prematuro, un poeta discreto, un maestro admirado, un ensayista lúcido, un decano visionario, un botánico amateur, un ecologista pionero, un amigo leal, un viajero incansable, un crítico secretamente feroz, un hombre admirado, y un hijo obediente. Fue el jovencito que deslumbró a Neruda con su inteligencia, el amigo de Parra, el amor no correspondido de Violeta", escribe Contardo.

"Fue, sobre todo, el gran actor secundario de La historia intelectual del siglo XX chileno, el mentor de gran parte de la generación literaria del 50, que incluyó, entre otros, a Enrique Lafourcade, Hernán Valdés, Alejandro Jodorowsky y Enrique Lihn: un actor secundario con una fuerza enorme que se mantuvo, por voluntad propia, en un lugar discreto, ligeramente fuera de foco".

Fernando Pérez Oyarzún, director del Museo de Bellas Artes, reconoce con timidez su parentesco con Luis Oyarzún, su tío en segundo grado, y advierte que solo lo vio un par de veces. "Por cierto sabía quién era", dice. "En la familia existía un mito acerca de su brillo intelectual. De su conversación, de la calidad de sus clases. Lo recuerdo bajo, algo grueso, con su pelo blanco. En la única oportunidad en que hablé con él, nos presentaron y se dirigió a mí, que era poco más que un adolescente, con un interés y un respeto memorable. No recuerdo exactamente sus frases, pero tenían espontáneamente esa conexión con una retórica clásica casi arcaica, la misma que se reconoce en algunos de sus discursos".

Oyarzún comenzó su carrera académica a los 24 años. A sus alumnos, algunos de ellos futuros colegas, les impresionaba su elocuencia, a sus cursos llegaban como oyentes muchas "señoras de sociedad". En el libro de Contardo, la filósofa Patricia Bonzi, alumna, colega y amiga, describe así su primera clase: "Yo no lo conocía, no sabía quién era. Habló y recuerdo haberme sentido absolutamente arrebatada".

En Fantasmas literarios (Taurus), Hernán Valdés recuerda a Oyarzún en los viajes que hacían a Horcón y otros lados, con amigos, sus caminatas por el Parque Forestal, cerros y playas. En un viaje, a dedo, lo describe como "un decano de la Facultad de Bellas Artes, vestido de vagabundo universal, profesor de estética y filosofía, en busca de los restos de la Arcadia o sus similitudes, en busca de la ruptura de las ataduras de sus pasiones". Antes de los libros, lo primero para Oyarzún fue la naturaleza, la de la zona central de Chile, Santa Cruz y sus alrededores. Incluso fue lo primero que escribió, a los diez años: "Mi primera línea fue una alabanza a la naturaleza, que se me había revelado más que nunca poco antes en la época de siembra". Ahí encontraba el refugio y la tranquilidad que muchas veces no había en su casa, en medio de las frustraciones y las peleas de los adultos.

A esa naturaleza y a toda la naturaleza le dedicó, ya de grande, su libro Defensa de la tierra, que no alcanzó a publicar en vida: apareció en 1973 y ahora lo reedita la Universidad Austral de Chile para conmemorar su centenario. En la portada se ve un tulipero, árbol ubicado en la calle Camilo Henríquez, en el centro de Valdivia, que Oyarzún salvó de ser talado y que ahí sigue, como testimonio de la conciencia ambiental del autor.

"Generación va y generación viene, cantó el Eclesiastés, mas la Tierra siempre permanece...", escribe en las primeras líneas de su libro.


Un diario íntimo

Los libros de Oyarzún, y en cierta medida su personalidad pública, son los primeros árboles de un bosque, su Diario íntimo. Una primera versión, reducida, se publicó en 1990. Luego, en 1995, de la mano de Leonidas Morales, apareció la versión más completa que conocemos, reimpresa en 2017 por Ediciones Universidad de Valparaíso.

"Esa lectura marcó definitivamente un verano de mi vida", dice Pérez. "Pareciera ser que el diario era un género hecho para Oyarzún. Un formato en el que todo cabía: descripciones y recuerdos, narraciones y reflexiones. Un total hecho de fragmentos en el que su pluma alcanza una libertad y una calidad inigualables. Sin tener la autoridad crítica para afirmarlo, sospecho que se trata de una de las mejores prosas escritas en castellano durante el siglo XX. Creo que él sabía la importancia de ese diario, que sería una parte fundamental de su legado: un retrato del tiempo que le tocó vivir; un intento de pensar a Chile y a nuestra condición humana".

En el diario aparece otro Oyarzún, "es un hombre mucho más crítico y ácido. Podía ser mucho más categórico en sus opiniones, menos diplomático", cree Contardo. "Él lo ve como un espacio de libertad". Un lugar para describirse a él y al mundo que le tocó. En 1956 muere su padre y anota: "¿Qué supe de usted? No más que usted de mí, tal vez menos". En 1964: "Neruda sigue siendo un adolescente regalón, pedigüeño, irresponsable".

Para Oyarzún y su generación, entre ellos Jorge Millas, el fervor político de los años 60 y 70 significó una jubilación temprana; que en el caso del ensayista tuvo como hito concreto las elecciones para decano de la Facultad de Bellas Artes, en 1969, donde fue derrotado por el filósofo Pedro Miras, quien fuera su ayudante. "Fue el principio del fin", cree Contardo. Oyarzún dejó la U. de Chile, donde había estado casi toda su vida, y partió a Nueva York, a la ONU. En 1971 llegó a Valdivia, junto a su madre, para hacerse cargo de las actividades de extensión de la U. Austral. En 1972, año de su muerte, se instaló en Oyarzún un ánimo de derrota, así lo dice Contardo, motivado por esa temprana jubilación y por la crisis final a la que intuía que se encaminaba Chile. Estaba deprimido y tomaba alcohol a pesar de que lo tenía prohibido.

Poco se ha dicho y hecho a cien años de su nacimiento. Chile reconoce la poesía y la narrativa, a Neruda y Manuel Rojas, con premios iberoamericanos que llevan sus nombres. ¿Por qué no un Premio Iberoamericano de Ensayo Luis Oyarzún? "Ciertamente una iniciativa de este tipo sería muy positiva", cree Fernando Pérez. Óscar Contardo concuerda: "Luis Oyarzún se pudo haber ido de Chile y prefirió quedarse porque conocía la pobreza y la debilidad institucionales del país en el campo del arte y de la educación", dice. "Sería un reconocimiento a una ética, que hace mucha falta, una ética de trabajo, una ética de compromiso, de servicio".


Recordando olvidados

Hernán Valdés, Kassel, Alemania


Chile es el país del complaciente olvido. Siempre en espera de un futuro que no llega o que defrauda, deja atrás casi todo lo que pudiera haber constituido una base sólida para ese futuro y este presente. Hoy debemos constatar que otro de los olvidos afecta a Luis Oyarzún, uno de los pocos intelectuales que miraron su tiempo a fondo y con una lucidez escasa en nuestros hábitos intelectuales.

Pero ya en los años 70, durante el fogoso gobierno de la Unidad Popular, Lucho estaba borrado en la memoria de los nuevos pensadores. La nueva cultura prometida ignoraba sus llamados a un cambio de mentalidad, a sus denuncias del deterioro abusivo de la naturaleza, de la ruptura de los vínculos entre hombres y ambiente, de la desertificación, entre otros males que cualquier gobierno renovador debería haber atendido. En sus escritos, ensayos, diarios, poemas, Lucho nos transmitió una mirada maravillada de la belleza ignorada del país, no los grandes paisajes turísticos, sino las simples voces de los habitantes del terruño, las delicadezas de su fauna y flora. Pero también afligida por la indiferencia ante su deterioro. Su presencia, su amistad, su voz, enriquecieron el espíritu de algunos de nosotros, hasta entonces erráticos, indefinidos en cierto modo. Lucho regalaba su saber literario, filosófico, científico, sin el aire de enseñar, como quien juega con los conocimientos, graciosamente. En nuestros viajes por el valle central, por la costa, en compañía de otros amigos, Lihn entre ellos, supe más del arte, de la historia, de la botánica, de la creación literaria que en años de aprendizaje académico. En mi libro "Fantasmas Literarios", he descrito toda la historia de su conocimiento, de su saber, de su desolación.

En los años 70, relegado a un puesto anodino en la Universidad de Valdivia, Lucho era ya un hombre derrotado por el usual desprecio nacional a quienes no saben empujar, abrirse camino hacia el poder. En vez de recurrir a hombres como él, los iluminados de la Unidad Popular, entre disputas internas y emergencias de genios sociológicos venidos a inventar la revolución, no supieron qué hacer con esa palabra sospechosa, la cultura. Lucho les habría hecho ver que la cultura, en aquel contexto, consistía no en la difusión masiva y barata de textos literarios de fácil comprensión, como se hizo, sino en la creación de una conciencia de defensa de la tierra, de recuperación de bosques expoliados por ignorancia o por la rapacidad económica.

Que cultura es también el amor a la naturaleza que, a fin de cuentas, es igualmente generador de riquezas materiales y sociales. Ya entonces, cuando más podríamos haberlo necesitado, no supimos rescatar a Lucho del olvido. El viejo sueño de cambiar el mundo, en mayor o menor medida, nos había embolinado a todos.

 

 



 

 

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