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D'Halmar y Luis Oyarzún: sus iniciáticos viajes a Oriente

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio.
14 de febrero de 2016





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Ya ha remecido la literatura chilena con la publicación de "Juana Lucero", novela que denuncia los vicios de la sociedad santiaguina. Ha liderado al Grupo de los Diez y fundado una colonia tolstoiana. Puede hacer carrera en el periodismo o vivir de su pluma, adaptándose al gusto de la época. Sin embargo, Augusto d'Halmar, el Hermano Errante, no se resigna a una vida convencional y en 1907 se las arregla para ser nombrado cónsul general de Chile en Indostán, como era llamado entonces el subcontinente indio.

Es lo más cercano a la realización de un sueño para este lector de Pierre Loti. Del viaje a Oriente nacerá "La sombra del humo en el espejo", libro publicado en 1924, pero escrito el año 1918, en París, si aceptamos la palabra de su narrador, quien aparece evocando las aventuras de juventud que vivió, entre 1908 y 1909, en Egipto, India, Turquía y Europa.

Incorporada a las "Obras reunidas" (Origo, 2013), de Augusto d'Halmar, la novela se inicia con una breve evocación de su adolescencia en Valparaíso, a fines del siglo XIX. Allí frecuentaba el bar de un noruego donde se daban cita capitanes retirados de la marina mercante. Uno de ellos, escrutando el rostro de d'Halmar, profetizó: "Tiene ojos de marino". Hasta aquí el prólogo. En seguida tenemos al escritor, ya de 26 años, desembarcando en Alejandría. Las autoridades turcas le preguntan su religión. Se declara cristiano bautizado. Viaja luego a El Cairo, ciudad que lo decepciona por su humillante servilismo (Luis Oyarzún, 52 años más tarde, critica el "espíritu de lucro" de este "infierno del turismo").

Lo único que d'Halmar aguarda es la excursión al desierto del Sahara para conocer la Esfinge de Giseh (Guiza), veinte kilómetros al sudoeste de la capital. Una nube de guías egipcios cae sobre el tranvía eléctrico que lo deja en la estación. Esquiva al más joven de todos, pero se volverán a encontrar. Camina solo. Casi a los pies de la Gran Pirámide, disimulada por un repliegue del terreno, se le aparece el objeto de su búsqueda:

"¡Solitaria! Alcé intimidado los ojos, tratando de encontrar su mirada demasiado por encima de nosotros; su mirada, que no nos ve porque mira en sí o delante de sí, más allá de lo que puede contemplar. La visionaria cabeza estaba allí, emergiendo de las dunas como de un piélago petrificado, desmesurada bajo las primeras indecisas estrellas, con los rígidos pinjantes de la calántica cayendo a ambos lados como las bandeletas de una momia; en una postura de reposo y a la vez de expectación, de la cual nadie podrá dar idea. Nada más inmóvil y, sin embargo, más anhelante (y yo empleo aquí el único término de que dispongo) que esa forma casi informe, demasiado grande para llamarse una estatua y demasiado pequeña para ser una montaña. Parecía guardar, como los dragones en los cuentos, la entrada de lo impenetrable. Sonreía con la misma sonrisa errante. Parecía aguardar que viniesen a relevarla de su guardia o que alguien, no sé quién, le pidiera o pronunciara la palabra cabalística. Por mi parte, yo no sabía sino soñar echado a sus plantas, allí en el mismo sitio donde habían hecho su primer alto y donde harían el último todas las caravanas, desde siempre hasta nunca".

Zahir, el joven guía que había rechazado horas antes, lo ayudará en la noche a volver a El Cairo, montado en camello, cuando pierda el último tranvía. D'Halmar declinará su invitación a entrar en la pirámide de Giza. "Nada de lo que le interesa a los demás, me interesa", le dice. Las pirámides le parecen tan "horribles" como el "afrentoso edificio sajón" que alberga al museo de Boulak, donde las momias de faraones se exponen "no solo sin grandeza, sino sin respeto".

El escritor, repite, ha venido por la Esfinge. El simbolismo que atribuye a este monumento es complejo. "Solo entonces comprendo que Ella no es seguramente de su sexo, como no es de ningún sexo, de ninguna edad, de ninguna época religiosa. Su perennidad sobre todos los mitos consiste en que no representa nada. Y ese nada hace temblar como algo ya fuera de la imaginación humana", escribe.

Llega la hora de abandonar Egipto. A los pies de la Esfinge, se despide del joven guía, pero este llega al hotel el día de su partida resuelto a acompañarlo. El escritor se rinde ante su insistencia y parten juntos a Port-Said, donde abordan el barco que los llevará, a través del Mar Rojo y el Océano Índico, hasta Calcuta, ciudad abigarrada, de calor inhumano, cuyo recuerdo se graba en la nariz:

"Pero el olor, el olor, ¡Dios mío!, esa sinfonía endiablada que es el olor de Calcuta, en que cantan a veces las notas agudas del jengibre, del benjuí, del clavo de olor, pero confundido todo en una como putrefacción de curtiduría, agria y picante, podredumbre de podredumbre. Esos platos tocados por los hindúes, las ropas lavadas por ellos, todo queda impregnado de su sello indeleble, y mucho tiempo después, navegando ya de vuelta de las Indias, me bastaba tenderme en la silla traída de allá para sentir treparme al cerebro el olor, el olor de Calcuta, cautivo entre los mimbres, más fuerte que el olor del mar, y que sobrevivirá, estoy seguro, a todas las fumigaciones".

Viaja hasta Benarés -"la más vieja de las ciudades vivientes de la Tierra"-, a orillas del Ganges, y visita el santuario de Capala, donde Buda sintió el humano deseo de la inmortalidad. De vuelta en Calcuta, d'Halmar enferma de un mal desconocido. La medicina se declara incompetente. Solo un octogenario sanador indígena le explica que su cuerpo ha iniciado una metamorfosis. Luego de 45 días de llagas, hinchazón y fiebre, muda completamente su piel y, en efecto, siente que ha nacido de nuevo. Antes de irse de la India, d'Halmar se hace tatuar en el brazo una medialuna. Zahir se graba la estrella de la bandera de Chile. "Juntos formaremos la suya: la media luna y la estrella de la bandera egipcia", anota d'Halmar.

En una tienda, Zahir roba una estatuilla de Siva, "príncipe de las transformaciones del nacer y del morir", pero también de la separación.


Admiración y discrepancia

El viaje a Oriente que, cincuenta y dos años después, realiza Luis Oyarzún es de naturaleza muy distinta, pero la hondura de sus reflexiones no queda a la zaga. Invitado por el gobierno chino, el entonces decano de la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad de Chile llega a Pekín en marzo de 1960, después de escalas en Praga, Moscú e Irkutsk. En su "Diario de Oriente" (Universitaria, 1960), anota que la primera visión del país la tiene desde la aeronave: trozos de la Gran Muralla, cerros desforestados y "ciudades grabadas en relieve como escritura china".

Una vez en tierra camina por la avenida de la Paz Perpetua, transitada a pie y en bicicleta, por multitudes vestidas de mezclilla azul. "Son livianos y responsables como hormigas. Dan la impresión de construir edificios gigantescos en un día, cada uno con su ladrillo a cuestas. La Liberación organizó este hormiguero, tanto tiempo caótico", observa Oyarzún, a quien el totalitarismo chino le parece menos opresivo que el del capitalismo colonial. Los resúmenes de sus memorables entrevistas con el ministro de Educación Yang-Siou-Fun, y el Primer Ministro Chou-En-Lai son ejemplos de objetividad y respeto en la exposición de ideas políticas ajenas.

La otra cara de la Revolución, sin embargo, no tarda en aparecer. En una visita a las cavernas donde se hallaron los restos del hombre de Pekín, le aseguran que los fósiles -extraviados en plena guerra mundial, el año 1941- en realidad fueron robados por los norteamericanos "para humillar al pueblo chino". Al visitar los santuarios budistas, un funcionario de Relaciones Culturales le dice que solo las viejas conservan la fe en "religiones caducas". Sin embargo, los templos están llenos.

Se muestra, asimismo, escéptico de las políticas de reeducación para artistas e intelectuales. "Me sería imposible pintar, si fuera pintor, un cuadro en público para un grupo de visitantes extranjeros. Me sería imposible, a estas alturas de mi vida, y con mayor razón cuando tenía 20 años, ingresar a una comuna. No aceptaría actuar como sirviente de mi propia oficina, para perfeccionarme. No aceptaría entregar obligatoriamente 3 meses al año al trabajo manual, en una fábrica o en el campo", afirma.

En un taller colectivo de Shanghai, Oyarzún repara en la habilidad de un artesano que talla en un colmillo de elefante la gran marcha de Mao Tse Tung: miles de figuras en las que tardará dos años. "No se diferencia gran cosa de una procesión budista por los desfiladeros de las montañas", advierte. Aunque técnicamente admirable, su trabajo le parece propio de pájaros carpinteros.

"Admiro y discrepo". Esta frase resume lo que siente el intelectual de visita en China. Le resulta admirable la construcción social que aprecia en talleres, fábricas, comunas agrícolas, universidades y obras de ingeniería, pero discrepa de la negación que se hace del hombre personal, que se enfrenta, en soledad, a Dios y lo Absoluto.

Un diario de Luis Oyarzún no estaría completo sin sus magistrales descripciones de la naturaleza. En "Diario de Oriente" pinta el lago de Hangchow a la manera de una acuarela china: "Lilas en flor, rocas musgosas, peces rojos y dorados, arbolillos de coral recién abiertos, sauces, glicinas, peonías que empiezan a desplegarse, niños y jóvenes que toman el sol y juegan: en Hangchow la construcción socialista ofrece los primeros frutos del descanso".

En el camino de regreso, a su paso por Rangoon (Birmania), se explica muchas imágenes de "Residencia en la Tierra", de Pablo Neruda. "Comprendo aquí versos que me parecieron absurdos (...). Él iría también, como yo ahora, acostumbrándose trabajosamente a este olor a descomposición que, más que hedor de muerte, es el vaho metafísico de la vida, que brota de las apretadas muchedumbres, de las frutas putrefactas, de los excrementos y los restos de comidas que se apozan en los baches de las aceras, pero también en las aguas de los ríos y hasta del mar, de los sampanes y los juncos hacinados, del limo, del crecimiento de las raíces, de los gérmenes, de las yemas de las plantas acuáticas, de las burbujas de los estanques. Es el olor podrido de la proliferación universal".

Percibirá este "disolvente olor" también en Calcuta, al igual que Augusto d'Halmar. En Delhi, asistirá, casi hipnotizado, a los conocidos rituales funerarios desde la orilla del río Yamna. "Quien no haya visto, en acto de contemplación, arder a esos leños crepitantes, no podrá comprender a la India antigua, no podrá entender nada de esta alma que tiende continuamente a la trascendencia y al abismo", anota Oyarzún.

 

 



 

 

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