Ayer, en motoneta con Iván Vial, en la misma Vespa en que viajamos, con Peregrino, de Roma a Venecia. Campos de otoño, desvaídos, más bien monótonos, sin sorpresas. Esta mañana, visita a Neruda, que escribía frente al mar unos versos de su nuevo libro, Estravagario. Recién había escrito unos versos dedicados a unos vagos Oyarzunes, representantes de la comunidad humana o de los pueblos de Chile. Matilde o Rosario hacía a su lado alguna labor de aguja y yo envidié ese trabajo literario delante de un bello paisaje con una compañía amada, cosa que, si he tenido alguna vez, ha sido siempre en medio de la inseguridad, la mía, la de los otros, la de siempre, aun la inquietud del globo que gira en los espacios vacíos. Laten aquí ahora los relojes de esta casa, ¡tranqulidad de un tiempo domesticado por el ritmo comparable a los cantos de los gallos en la noche! Dios mío, dame el amor en el desierto, amén, sin langostas ni miel silvestre. Dame, Dios mío, el amor en la orfandad.
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Por Luis Oyarzún.
Diario. El Quisco, 22 de marzo, 1958