LA LETRA EN QUE
NACIÓ LA PENA
Raúl
Zurita
Ignoro si existe la historia de la literatura
inglesa.
Ignoro si existe la historia de la literatura. Ignoro
si
existe la historia.
Cito de memoria, pero es el comienzo de una conferencia
de Borges en que se referiría a la literatura inglesa. Junto
a su ironía, su sentido es múltiple y se me ha venido
a la memoria a propósito de esta muestra de la poesía
peruana actual. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de poesía peruana (o mexicana o
chilena)? ¿Qué se afirma cuando se agrupa a algunos
poetas por sus partidas de nacimiento? ¿Hay un modo particular
con que un idioma demarca un lugar, una aldea o un continente? En
dos palabras, ¿existe algo como la poesía de un país?
Y, siguiendo a Borges, ¿existe algo como la poesía?
Está claro que para buena parte de la crítica peruana
-la más obsesiva que yo haya conocido en el afán de
ordenar, secuenciar, temporalizar, en suma, cronometrizar a sus creadores-
la respuesta es obvia. Seguramente el hecho de mi relativa lejanía,
no soy un lector peruano, me exime de esa claridad, pero me hace inevitable
una constatación: si existe lo que hoy llamamos poesía
peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar
un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos
como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición
y las marcas incanceladas de su violencia. Es lo que tempranamente
describe Garcilaso en los Comentarios Reales, pero sobre todo
en la Historia General del Perú. Ese relato significará
300 años más tarde el sacrificio de los poemas de Vallejo
y, en aquello que denominamos un presente, las convulsionadas poéticas
de Enrique Verástegui, Roger Santibáñez, Domingo
de Ramos y otros impresionantes ejemplos. Es en síntesis esto:
la lengua que aquí fue impuesta no nos explica por qué
tenemos que morir, por qué los hombres mueren, no nos explica
por qué siempre habrán textos -desde el Código
Manú en adelante- afirmándonos que no hay mayor
humillación que la de existir.
Es lo que creo ya está referido en Garcilaso. Él cierra su
Historia General (donde en cada capítulo se cuenta la muerte
trágica de los participantes de la conquista) con la decapitación del
primer Tupac Amaru en el Cuzco. El relato es conocido: camino al
patíbulo un funcionario va enunciando a viva voz las culpas por la que
se le condena a muerte y este al oírlo le pide al fraile que lo acompaña
que le traduzca porque no entiende el castellano, es decir, no entiende
la lengua en la que están las razones por las que lo van a matar. El
hecho es en sí impresionante: esa decapitación reúne todas las muertes
ocurridas por y en la lengua que hablamos, transformando la totalidad de
los Comentarios Reales: cada descripción del antiguo esplendor
incaico, cada detalle de sus templos y de sus creencias, en los
ornamentos fúnebres de unas exequias. Pero esas exequias serán sobre
todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso
significará todo aquello que desde Poemas Humanos hasta Libro
del sol de Josemari Recalde, denominamos poesía peruana. Ella de una
u otra forma continúa interrogando a las palabras del idioma impuesto, a
sus partículas y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios,
para ver si aún es posible traducir lo que Tupac Amaru no podía
entender. Su particularidad reside, frente a la poesía escrita en las
otras provincias del castellano, en que en cada uno de sus autores, en
cada nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el
deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y recomienzo
perpetuo.
Es lo que también me parece reafirma esta muestra. Su
síntesis y su exposición más alta está en el poema España aparta de mi este Cáliz:
Si cae -digo, es un decir- si cae
España, de la tierra
para abajo (...)
¡Cómo vais a bajar las gradas del
alfabeto
hasta la letra en que nació la
pena!
Vallejo ve literalmente "la letra en que nació la pena", y lo que nos
está diciendo entonces es que en estas tierras el dolor es inextirpable
porque está incrustado en las partículas mismas del idioma que debíamos
hablar. A partir de esa constatación me pareció vislumbrar casi como en
un sueño (de qué otra forma por lo demás se puede hablar de poesía sino
es bajo la forma de los sueños) que la poesía peruana es aquella a la
que le correspondió representar y del modo más radical, en nombre de
todas las otras escritas en las distintas provincias del castellano, ese
derrotero y, junto a él, el desgarro que significa actuar en un idioma
que nos da las palabras, pero que simultáneamente es el origen de todo
el silencio, o lo que es lo mismo; que es el origen de todas las
muertes, desmembramientos y ejecuciones que representó para un futuro de
antemano cancelado la pregunta del último descendiente del trono Inca.
En la última línea de esta muestra esa respuesta adquiere nuevamente la
forma de un sacrificio; el joven poeta Josemari Recalde muere quemado
poco después de haber escrito en el poema Sermonen ad Mortuos:
"por eso incendio mi cuerpo".
Es la marca que me parece central. Toda muestra colectiva de poesía
(y por supuesto ésta), se le dé el nombre que se le dé y sean cuales
sean los criterios que la fundamenten: los cortes que establezca, los
autores que incorpore, es siempre un poema único e inédito, no escrito
hasta ese momento y el equívoco común de la crítica reside en desconocer
ese hecho básico. Los tiempos del poema son distintos al tiempo de una
existencia o de generaciones enteras y la escritura que para
Latinoamérica inicia esa decapitación augural, debe ser también leída
como un solo texto que permanentemente reitera la interrogación por la
muerte al mismo tiempo que no puede sino confirmarla. Los poemas
incluidos en esta muestra, diversos, babélicos, irremediablemente rotos,
nos trazan un sentido de lo real que no se puede desprender de la
tragedia que conlleva las palabras que lo nombran.
Algunas notas de lectura
Leer es en sí un abrazo imposible y los poetas
a los que me referiré más en extenso son aquellos que,
junto con admirar profundamente, conozco de mejor manera. La circulación
de los libros de poesía incluso entre países vecinos
como Perú y Chile es casi inexistente y lamento este hecho.
Así, uno de los poetas más vastos y emblemáticos
de hoy: Enrique Verástegui, encarna hasta sus extremos
una nostalgia que es una sed por algo; por un orden, por una armonía
general de las cosas y de las palabras, que si está en alguna
parte, como toda nostalgia no puede sino estar en el futuro. Así,
desde su temprano Los extramuros del mundo hasta sus Ángelus
y Ética, su poesía va trazando bajo la forma
de un horizonte utópico, un esfuerzo que quiere recogerlo todo,
nombrarlo todo, reescribirlo todo, y cuya resolución final
debe buscarse en la belleza siempre irreparable que implican las derrotas.
Lo conmovedor de su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra,
de su incomprensión, es que en ella sí están
las claves cifradas de una respuesta posible a ese sacrificio inaugural,
a ese por qué debo, por qué debemos morir. Como Vallejo,
las derrotas del mundo son a menudo un triunfo de la poesía
y la escritura de Verástegui, su alucinada amplitud, sus extremos,
nos está mostrando la cara de un futuro y de un idioma que
le adeuda a todas sus víctimas, a todos sus incomprendidos,
a todos nuestros territorios, el rostro radiante de sus ángeles
nuevos.
En las antípodas de ese desborde, es lo que también
representa, y de un modo igualmente extraordinario, la poesía
de José Watanabe. En un libro contenido y
a la vez infinito: Elogio del Refrenamiento, que reúne
buena parte de su obra, Watanabe recorta en poemas admirables el deseo
de que esos poemas nunca hubiesen sido escritos porque en un mundo
pleno, todos, la humanidad entera, contemplaría al unísono
la visión que el poeta está obligado a trazar. Al revés
de Verástegui -que quisiera que las palabras se liberaran de
su tragedia, de ese origen de la pena, y pudieran finalmente nombrar
la luminosidad del mundo, la luz del mundo, como se narra en los evangelios-,
Watanabe al escribir esculturiza el silencio desde el cual emerge
como islas, como algo que es en sí una resignación,
el deslumbre instantáneo de su escritura informándonos
que los poemas no serán nunca los poemas, que la deuda todavía
incancelada que tienen las palabras con el mundo es que ellas nos
privan finalmente del mundo. Recorriendo una infancia, una enfermedad,
una pasión, los poemas de José Watanabe nos revelan
una fragilidad instalada en el centro de las cosas y que fue la gran
herencia de un idioma nutricio y a la vez culpable que todavía
no puede respondernos por qué se nos impuso una muerte:
Son blancas las calles bajo la tierra?
Saluda a mi
hermano
Que levanté un manojo de pasto, así le
dices.
Es esa lengua, la que en Watanabe pregunta si son blancas las calles
bajo la tierra, la que nos hace a todos reiterar el sacrificio que
inicia la literatura peruana. En dos extremos opuestos de la misma
trama, Watanabe y Verástegui nos dibujan la geografía de un territorio
que aún no ha cumplido con el rito de reparar sus nombres.
Pero es a esa deuda, la de reparar los nombres dañados, a
la que desde los ángulos más diversos, pareciera apuntar
permanentemente la poesía peruana. Desde la escritura fracturada,
extrema y desollante de César Vallejo (y luego de Carlos Germán
Belli), hasta poetas tan decisivos como Antonio Cisneros y Rodolfo
Hinostroza, los acentos han sido múltiples, pero ellos encuentran
su unidad en el dato contrahecho y duro de lo real. Es lo que me deslumbra
y que para mí separa radicalmente esta poesía. En el
caso de esta muestra que comienza después de Cisneros e Hinostroza,
esa relación única, dura, continúa reiterándose
mostrándonos una deuda que sólo podría ser saldada
si las palabras se reconcilian con quienes las hablan.
Es lo que hace que la poesía de Mirko Lauer, adquiera los ecos y las resonancias
de las grandes exequias. La amplitud de un poema como Sobre vivir;
su apropiación de los escenarios culturales, de la historia,
de los metarelatos (como si Pound se juntara con la suntuosidad de
Saint John Perse) es también un reproche que desde el poema
se levanta contra las formas conciliatorias que la tradición
ha querido imponerle al ejercicio del arte. A diferencia de la agonía
extrema de Trilce donde cada palabra se rompe con la otra mostrándonos
su perpetua tortura, los poemas de Mirko Lauer, polifónicos,
abarcadores, resplandecientes, parecieran preanunciar un pacto futuro
entre esta lengua y sus significados cuya apuesta, como parece haberlo
también querido la extraviada Carta al Rey de Guaman Poma,
es sobre todo la construcción de un nuevo acuerdo. De allí
sus apelaciones, sus referentes, sus citas, su omnipresencia, como
si ningún sueño o imagen de ese torrente inacabable
de lo expresado pudiese perderse porque de ser así tampoco
podríamos encontrar las señales de regreso.
Pero la imposibilidad de ese regreso es el centro desde el cual emerge
el poema Trismo de Fin desierto y otros poemas de Mario Montalbetti. Allí se nos muestra
una travesía que es una travesía escritural, pero sobre
todo es la redimensión de un borde, su fijación, y simultáneamente
su punto de no retorno. La tensión de este poema, sus reiteraciones,
su precisión, resalta como uno de los intentos más lúcidos
de la poesía de hoy por definir dentro de los límites
del lenguaje lo que radicalmente, inexpresablemente está desde
siempre y para siempre fuera del lenguaje: la muerte. En Trismo
parecieran percibirse físicamente esos bordes, el dibujo que
los versos del poema en negro traza y recorta sobre la página
blanca, lo que se remarcaba de un modo explícito en la edición
original de Fin desierto y otros poemas, publicada en Lima
por Studio A. Editores en 1995, y que consistía en una página
desplegable de cerca de 10 metros cruzado por letras de distintos
tamaños (referido en el estudio de William Rowe sobre la poesía
de Montalbetti en Siete ensayos sobre poesía latinoamericana).
Toda la obra de Montalbetti parece así cruzada por esa demarcación
y por la búsqueda de un lenguaje que debe alcanzar la máxima
justeza, el absoluto rigor, porque de antemano la lucha de todos los
lenguajes está perdida: el borde blanco de la página,
como el desierto peruano, horadan hasta el silencio las vidas y las
líneas que alcanzamos a trazar. Mucho antes del final de Trismo:
(…) Entonces imaginamos
morir para vivir entre los
muertos; más una vez resucitados
siempre hay algo que no
resucita, una vez muertos
algo que no muere; y ese es el lastre
del que no podemos
deshacernos, el clima, el peso muerto de la
vida.
sabemos que ese final nos está borrando en todos los bordes que trazan
las letras negras del poema.
En el anverso de Montalbetti (y de la diafanidad autoreflexiva de
Antonio Cillóniz, precisa hasta lo magistral en su libro Según
la sombra de los sueños), la poesía de Isaac Goldemberg ha asumido desde el comienzo
la construcción de un significado. Lo primero que ella nos
dice -como en su propia narrativa, como en la narrativa en general-
es que las frases ya están escritas, que las palabras son más
o menos esas, que la tradición nos ha entregado también
ciertas formas, porque sólo a partir de la certeza en ellas
podremos encontrar las significaciones que borrarían de un
plumazo las mismas palabras que anunciaron esas significaciones. Es
el tema de la resurrección. Lo que deslumbra de poemas como
La última cena o Mail de Dios a los pueblos elegidos
es su fuerza, la contracción de sus imágenes, pero incluso
más allá de eso, es que desde el lenguaje lo que se
tematiza es finalmente la abolición de todo lenguaje. Es una
suerte de tentación de lo sagrado que tal como en sus creyentes
ocupa cuerpos concretos, también ocupa para enunciarse las
palabras que nos fueron dadas porque a ellas también les está
prometido encarnarse en un cuerpo nuevo. La poesía de Goldemberg,
la más radical de todas al plantear de hecho, en la concreción
del poema, el absoluto acuerdo entre las palabras y lo que nombran,
recuerda el tema del soneto LXXVI de Shakespeare (donde se nos dice
precisamente que la única manera de nombrar los sentimientos
de siempre son las palabras que los nombran desde siempre) y en su
sentido más despojado y precario, nos vuelve a decir que vivimos
vidas incompletas, o lo que es lo mismo, que vivimos vidas que requieren
aún de la fe en los poemas. Que en la palabra resurrección
está efectivamente la resurrección.
En un sentido figurado, esa posibilidad de resurrección es
lo que también puede leerse en José Antonio Mazzotti salvo que
esa posibilidad nos remite a un orden textual. Es la apuesta por la
posibilidad de resignificar citando en el espacio de su escritura
las grandes escrituras que nos preceden. A diferencia de Mirko Lauer
y en el extremo opuesto de Goldemberg, Mazzotti realiza una suerte
de reconstrucción que se va permanentemente erosionando, arrasando
como si en las grandes referencias, Dante, Petrarca, Góngora,
estuvieran también los embriones del despojamiento que originó
la condena de hablar las palabras que se nos dijo que hablarían.
La poesía de Mazzotti revela el límite de una tensión
extraordinaria entre la concretud y el ideal de un sueño que
ha sido corrompido como si los espacios de la cultura sólo
permitieran ser revisitados a condición de que esa visita sea
a destiempo. En parte radica allí la conmoción de estos
poemas, su multiformidad, sus encarnaciones a la vez desoladas y radiantes
como en Francesca/ Infierno, V. La convocación de ese
universo de escrituras consagradas hace presente una angustia cuyo
origen no es discernible porque el idioma sólo puede mostrarnos
sus efectos. Lo que nos dice entonces Mazzotti es que las grandes
construcciones del lenguaje, los grandes poemas, en dos palabras:
los textos sacros que debían hablarnos, sólo pueden
hacerlo si primero pasan el tamiz de una lengua que no está
absuelta. Únicamente desde allí se puede erguir una
reconquistada pureza. En el final del poema Como pétalos
abriéndose en la noche es esa reconquistada pureza la que
habla.
Es lo que desde el babelismo del poema único de esta muestra
señalan los poemas de Enriqueta Beleván, donde la descripción
de un territorio y de un cuerpo se va transformando en su propia aura
revelándonos, de paso, una especie de deseo central de que
sea la escritura la que nos permita recomponer en parte los sitios
siempre convulsos y decapitados de lo real. A diferencia de los autores
marcados por el quiebre de los significantes, el lenguaje de Beleván
es directo porque lo que está en juego no es lo que nombra
sino los escenarios que se nombran. Su apelación no es tanto
cultural (una literatura, una tradición, en suma: una culpa)
como mítica y es lo que también, desde una mirada sorprendente,
se desprende de la obra de uno de los poetas y de una de las obras
más innovadoras y sorprendentes de la poesía hispanoamericana:
El cielo que me escribe de Miguel Ángel Zapata. Lo que nos dice el título
de este libro es que si el cielo es el que escribe todo poema y toda
poesía más que una escritura es una ocupación.
Si el cielo escribe lo escrito será entonces un derrumbe, algo
que se vacía para formar un territorio, un escenario, unas
vidas. La poesía de Miguel Ángel Zapata -que viene además
a revivificar la tradición de la poesía en prosa- es
otra forma del no lugar, del sueño que el cielo sueña.
Escribe el cielo para que así a los que leen les sea posible
reconocerse en una distancia; la de los paraísos perdidos.
Zapata describe un espacio: un paisaje, unos personajes, para preguntarse
desde allí sobre la posibilidad de erigir un relato nuevo o,
mejor dicho, para saber si estos seres que somos, si estas vidas que
hemos llegado a ser, llegarán algún día a ser
ocupadas por una historia nueva.
Raúl Mendizábal en su Dedeálade nos va
trazando el retrato de una cotidianeidad que reidentifica los mitos
en las marcas urbanas y en las imágenes de una juventud situada: su
música, sus pequeñas tareas domésticas, sus recorridos. Lejos de toda
revisión culteranista, los poemas de Mendizábal están cruzados por
las referencias que identifican un mundo, una época concreta, una
ciudad y que (como apunta José Antonio Mazzotti en su estudio Poéticas
del flujo), se recrea a partir de menciones explícitas: The Rolling
Stones, The Animals, pero más hondamente todavía imponiendo un ritmo,
una sonoridad, un fraseo, mucho más cerca de Morrisson, Lennon o Bob
Dylan (como se ve en un poema como Prima Julianne), que de
lo que ortodoxamente habíamos entendido por literatura. La nueva poesía
que emerge: su frescura, su inmediatez, su espontaneidad, levanta
un tono nuevo que no había escuchado antes de esta manera en la poesía
en castellano. La obra de Mendizábal nos lleva a reconstruir, en una
juventud particular, ese viaje arcaico, en este caso el de miles y
miles de jóvenes latinoamericanos que emergieron en los 70 y 80, que
siempre ha consistido en imaginar que se pasa de una periferia a un
centro. Dedeálade es así un radiante fresco donde se nos recuerda
que ser joven, o mejor dicho, que toda juventud tiene la obligación
de cumplir únicamente con dos deberes: el primero es el deber de ganar
el mundo y, el segundo, muchísimo más importante que el primero, es
el deber de perderlo.
Si Deadeálade nos retrata una periferia y su viaje imaginario
a un centro, Maurizio Medo (como coautor de esta muestra se
había excluido, el que esté acá fue mi imposición tajante), asume
todos los signos del hibridaje, de la transculturización y del arribo.
Así poemas como Nupziale (1) crean un ámbito que nos muestra
que la poesía es a fin de cuentas el intento más conmovedor y desesperado
por llegar a una excepción deslumbradora. A aquella excepción que
le dé a la precariedad de nuestros cuerpos y a la angustia de su desmembramiento,
un relato que ya no requiera del lenguaje, es decir, que ya no precise
de la historia del malentendido. El conjunto de la obra de Medo expone
así el deseo de ser efectivamente el cuerpo que se nombra, no su representación,
no su fonema, sino esa Lu que se nombra en El hábito elemental.
Sus versos se rompen abruptamente, se tarjan de golpe para amarrase
asfixiándose al que sigue porque la experiencia humana (aquella que
nos fue otorgada en esta tierra, en este mundo, en estos Perú) no
admite al parecer sino una sintaxis rota, un encabalgamiento que surge
cuando ya todo parece perdido. Como en Trilce, la extraordinaria
concretud de esta poesía nos hace ver que las palabras son los paliativos
más dramáticos y tal vez esplendorosos de la carne, pero que son únicamente
paliativos. Las palabras jamás son el dolor, pero no nos privan del
dolor. Pocas veces como en la obra de Maurizio Medo una poesía nos
muestra esa lucha sin cuartel que las palabras entablan con la concreción
impronunciable de la vida. Eso es lo que un ser humano real mira,
ve. Estos poemas parecieran así no soportar la tensión entre la experiencia
(eso que está allí atascado, irreductible, como una piedra) y las
palabras que sólo podrán decirnos que lo único que debiera ser visible
para todos, en este instante, en todos los instantes del mundo, es
refractario a las palabras.
En eso consiste también la gran poesía peruana; la
poesía de la ruptura de las palabras como si fueran músculos
que se desgarran porque ellas deben necesariamente pagarles un tributo
a la dureza de la tierra, a las piedras de esa tierra, a esa terquedad
y mudez omnipresente, que subyace también bajo la explosión
de los lenguajes urbanos, erotizados, multifacéticos, cultos
y a la vez jerguísticos, de los extraordinarios Noches de
adrenalina y Secuestros en el jardín de las rosas
de Carmen Ollé y Dalmacia Ruiz-Rosas respectivamente, como
en la amplitud épica y refundacional de Willi Gómez
y Miguel Idelfonso. Ellos nos muestran una fuerza que recoge los más
amplios espectros y referencias, en un afán a la vez desmembrador
y totalizante que reitera el tema de la nostalgia y, detrás
de ella, el sacrificio siempre expuesto de un idioma que carece de
palabras que nos eviten aunque sea en parte el dolor. En una de las
manifestaciones más brillantes de hoy: Eucaristía,
Róger Santiváñez, señala los vislumbres
de una ruta, de un nuevo rito sacrificial, que no se había
expresado de esta forma antes.
Es el sacrificio y la redención de las palabras culpables.
Toda la obra de Santiváñez está atravesada por
una expresionalidad, por un modo de nombrar (Lima, mapas de lugares
concretos, barrios, situaciones) que permanentemente se vuelca contra
sí mismo como si sus quiebres, sus entrecruzamientos, sus jergas,
reprodujesen la multiplicidad de heridas que el lenguaje impuesto
está condenado a reiterar. El resultado es deslumbrante: los
poemas de Eucaristía se asemejan a flores que brillaran
en el abismo. Su luminosidad, lo proverbial de ellos, es que nos devuelven
las mismas heridas pero ahora transformadas precisamente en una eucaristía.
Su poder transformador levanta la imagen final de una posible redención,
que no es otra que la de una realidad que terminará asemejándose
a la delicadeza extrema que implica escribir poemas en medio de un
universo devastado y devastador.
Esa contracción entre palabra y lo que esta nombra es también,
me parece, lo que se deja entrever en las resignificaciones múltiples
del espacio del poema en lo que he podido leer recién ahora
de las obras de Magdalena Chocano, Lorenzo Helguero, José Pancorbo,
Porfirio Mamani, Rafael Espinoza, Rodrigo Quijano y de otros también
notorios como Manuel Liendo, Rossella Di Paolo, Roxana Crisólogo,
Rocío Silva Santistevan, Oscar Limache o Jorge Frisancho. Está
también la carga iniciática de Luis Fernando Chueca
y la experiencia metafísica y a la vez cotidiana de ese remarcable
libro que es Retratos de un caído resplandor de Carlos
López Degregori. La otra gran respuesta es la que abre Domingo
de Ramos. Su increíble potencia, su poder testimonial, su amplitud,
hacen que su obra desde Pastor de Perros hasta Las cenizas
de Altamira surja hoy como una de las mayores contribuciones que
la poesía peruana le está entregando a esta deriva que
continúa representándonos en un sacrificio único
y plural.
Es más o menos eso. La poesía escrita en el Perú
me conmociona y lo que aquí he precariamente anotado quisiera
ser sobre todo un abrazo. Sé que suena retórico, pero
quisiera ser sobre todo un abrazo. Por eso incendio mi cuerpo.
La letra que nació en la pena: Muestra de
poesía peruana 1970-2004
Raúl Zurita - Maurizio Medo
El Santo
Oficio, 2005