LA LETRA EN QUE 
            NACIÓ LA PENA
          Raúl 
            Zurita 
          
            
            Ignoro si existe la historia de la literatura 
        inglesa.
Ignoro si existe la historia de la literatura. Ignoro 
si 
        existe la historia.
          
          Cito de memoria, pero es el comienzo de una conferencia 
            de Borges en que se referiría a la literatura inglesa. Junto 
            a su ironía, su sentido es múltiple y se me ha venido 
            a la memoria a propósito de esta muestra de la poesía 
            peruana actual. ¿Qué queremos  decir cuando hablamos de poesía peruana (o mexicana o 
            chilena)? ¿Qué se afirma cuando se agrupa a algunos 
            poetas por sus partidas de nacimiento? ¿Hay un modo particular 
            con que un idioma demarca un lugar, una aldea o un continente? En 
            dos palabras, ¿existe algo como la poesía de un país? 
            Y, siguiendo a Borges, ¿existe algo como la poesía? 
            Está claro que para buena parte de la crítica peruana 
            -la más obsesiva que yo haya conocido en el afán de 
            ordenar, secuenciar, temporalizar, en suma, cronometrizar a sus creadores- 
            la respuesta es obvia. Seguramente el hecho de mi relativa lejanía, 
            no soy un lector peruano, me exime de esa claridad, pero me hace inevitable 
            una constatación: si existe lo que hoy llamamos poesía 
            peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar 
            un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos 
            como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición 
            y las marcas incanceladas de su violencia. Es lo que tempranamente 
            describe Garcilaso en los Comentarios Reales, pero sobre todo 
            en la Historia General del Perú. Ese relato significará 
            300 años más tarde el sacrificio de los poemas de Vallejo 
            y, en aquello que denominamos un presente, las convulsionadas poéticas 
            de Enrique Verástegui, Roger Santibáñez, Domingo 
            de Ramos y otros impresionantes ejemplos. Es en síntesis esto: 
            la lengua que aquí fue impuesta no nos explica por qué 
            tenemos que morir, por qué los hombres mueren, no nos explica 
            por qué siempre habrán textos -desde el Código 
            Manú en adelante- afirmándonos que no hay mayor 
            humillación que la de existir.
decir cuando hablamos de poesía peruana (o mexicana o 
            chilena)? ¿Qué se afirma cuando se agrupa a algunos 
            poetas por sus partidas de nacimiento? ¿Hay un modo particular 
            con que un idioma demarca un lugar, una aldea o un continente? En 
            dos palabras, ¿existe algo como la poesía de un país? 
            Y, siguiendo a Borges, ¿existe algo como la poesía? 
            Está claro que para buena parte de la crítica peruana 
            -la más obsesiva que yo haya conocido en el afán de 
            ordenar, secuenciar, temporalizar, en suma, cronometrizar a sus creadores- 
            la respuesta es obvia. Seguramente el hecho de mi relativa lejanía, 
            no soy un lector peruano, me exime de esa claridad, pero me hace inevitable 
            una constatación: si existe lo que hoy llamamos poesía 
            peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar 
            un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos 
            como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición 
            y las marcas incanceladas de su violencia. Es lo que tempranamente 
            describe Garcilaso en los Comentarios Reales, pero sobre todo 
            en la Historia General del Perú. Ese relato significará 
            300 años más tarde el sacrificio de los poemas de Vallejo 
            y, en aquello que denominamos un presente, las convulsionadas poéticas 
            de Enrique Verástegui, Roger Santibáñez, Domingo 
            de Ramos y otros impresionantes ejemplos. Es en síntesis esto: 
            la lengua que aquí fue impuesta no nos explica por qué 
            tenemos que morir, por qué los hombres mueren, no nos explica 
            por qué siempre habrán textos -desde el Código 
            Manú en adelante- afirmándonos que no hay mayor 
            humillación que la de existir.
        Es lo que creo ya está referido en Garcilaso. Él cierra su 
        Historia General (donde en cada capítulo se cuenta la muerte 
        trágica de los participantes de la conquista) con la decapitación del 
        primer Tupac Amaru en el Cuzco. El relato es conocido: camino al 
        patíbulo un funcionario va enunciando a viva voz las culpas por la que 
        se le condena a muerte y este al oírlo le pide al fraile que lo acompaña 
        que le traduzca porque no entiende el castellano, es decir, no entiende 
        la lengua en la que están las razones por las que lo van a matar. El 
        hecho es en sí impresionante: esa decapitación reúne todas las muertes 
        ocurridas por y en la lengua que hablamos, transformando la totalidad de 
        los Comentarios Reales: cada descripción del antiguo esplendor 
        incaico, cada detalle de sus templos y de sus creencias, en los 
        ornamentos fúnebres de unas exequias. Pero esas exequias serán sobre 
        todo una condición futura y la ejecución relatada por Garcilaso 
        significará todo aquello que desde Poemas Humanos hasta Libro 
        del sol de Josemari Recalde, denominamos poesía peruana. Ella de una 
        u otra forma continúa interrogando a las palabras del idioma impuesto, a 
        sus partículas y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios, 
        para ver si aún es posible traducir lo que Tupac Amaru no podía 
        entender. Su particularidad reside, frente a la poesía escrita en las 
        otras provincias del castellano, en que en cada uno de sus autores, en 
        cada nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el 
        deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y recomienzo 
        perpetuo.
        Es lo que también me parece reafirma esta muestra. Su 
        síntesis y su exposición más alta está en el poema España aparta de mi este Cáliz: 
        Si cae -digo, es un decir- si cae
España, de la tierra 
              para abajo (...)
¡Cómo vais a bajar las gradas del 
              alfabeto
hasta la letra en que nació la 
          pena!
        Vallejo ve literalmente "la letra en que nació la pena", y lo que nos 
        está diciendo entonces es que en estas tierras el dolor es inextirpable 
        porque está incrustado en las partículas mismas del idioma que debíamos 
        hablar. A partir de esa constatación me pareció vislumbrar casi como en 
        un sueño (de qué otra forma por lo demás se puede hablar de poesía sino 
        es bajo la forma de los sueños) que la poesía peruana es aquella a la 
        que le correspondió representar y del modo más radical, en nombre de 
        todas las otras escritas en las distintas provincias del castellano, ese 
        derrotero y, junto a él, el desgarro que significa actuar en un idioma 
        que nos da las palabras, pero que simultáneamente es el origen de todo 
        el silencio, o lo que es lo mismo; que es el origen de todas las 
        muertes, desmembramientos y ejecuciones que representó para un futuro de 
        antemano cancelado la pregunta del último descendiente del trono Inca. 
        En la última línea de esta muestra esa respuesta adquiere nuevamente la 
        forma de un sacrificio; el joven poeta Josemari Recalde muere quemado 
        poco después de haber escrito en el poema Sermonen ad Mortuos: 
        "por eso incendio mi cuerpo".
        Es la marca que me parece central. Toda muestra colectiva de poesía 
        (y por supuesto ésta), se le dé el nombre que se le dé y sean cuales 
        sean los criterios que la fundamenten: los cortes que establezca, los 
        autores que incorpore, es siempre un poema único e inédito, no escrito 
        hasta ese momento y el equívoco común de la crítica reside en desconocer 
        ese hecho básico. Los tiempos del poema son distintos al tiempo de una 
        existencia o de generaciones enteras y la escritura que para 
        Latinoamérica inicia esa decapitación augural, debe ser también leída 
        como un solo texto que permanentemente reitera la interrogación por la 
        muerte al mismo tiempo que no puede sino confirmarla. Los poemas 
        incluidos en esta muestra, diversos, babélicos, irremediablemente rotos, 
        nos trazan un sentido de lo real que no se puede desprender de la 
        tragedia que conlleva las palabras que lo nombran. 
          Algunas notas de lectura 
          Leer es en sí un abrazo imposible y los poetas 
            a los que me referiré más en extenso son aquellos que, 
            junto con admirar profundamente, conozco de mejor manera. La circulación 
            de los libros de poesía incluso entre países vecinos 
            como Perú y Chile es casi inexistente y lamento este hecho. 
            Así, uno de los poetas más vastos y emblemáticos 
            de hoy: Enrique Verástegui, encarna hasta sus extremos 
            una nostalgia que es una sed por algo; por un orden, por una armonía 
            general de las cosas y de las palabras, que si está en alguna 
            parte, como toda nostalgia no puede sino estar en el futuro. Así, 
            desde su temprano Los extramuros del mundo hasta sus Ángelus 
            y Ética, su poesía va trazando bajo la forma 
            de un horizonte utópico, un esfuerzo que quiere recogerlo todo, 
            nombrarlo todo, reescribirlo todo, y cuya resolución final 
            debe buscarse en la belleza siempre irreparable que implican las derrotas. 
            Lo conmovedor de su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra, 
            de su incomprensión, es que en ella sí están 
            las claves cifradas de una respuesta posible a ese sacrificio inaugural, 
            a ese por qué debo, por qué debemos morir. Como Vallejo, 
            las derrotas del mundo son a menudo un triunfo de la poesía 
            y la escritura de Verástegui, su alucinada amplitud, sus extremos, 
            nos está mostrando la cara de un futuro y de un idioma que 
            le adeuda a todas sus víctimas, a todos sus incomprendidos, 
            a todos nuestros territorios, el rostro radiante de sus ángeles 
            nuevos.
          En las antípodas de ese desborde, es lo que también 
            representa, y de un modo igualmente extraordinario, la poesía 
            de José Watanabe. En un libro contenido y 
            a la vez infinito: Elogio del Refrenamiento, que reúne 
            buena parte de su obra, Watanabe recorta en poemas admirables el deseo 
            de que esos poemas nunca hubiesen sido escritos porque en un mundo 
            pleno, todos, la humanidad entera, contemplaría al unísono 
            la visión que el poeta está obligado a trazar. Al revés 
            de Verástegui -que quisiera que las palabras se liberaran de 
            su tragedia, de ese origen de la pena, y pudieran finalmente nombrar 
            la luminosidad del mundo, la luz del mundo, como se narra en los evangelios-, 
            Watanabe al escribir esculturiza el silencio desde el cual emerge 
            como islas, como algo que es en sí una resignación, 
            el deslumbre instantáneo de su escritura informándonos 
            que los poemas no serán nunca los poemas, que la deuda todavía 
            incancelada que tienen las palabras con el mundo es que ellas nos 
            privan finalmente del mundo. Recorriendo una infancia, una enfermedad, 
            una pasión, los poemas de José Watanabe nos revelan 
            una fragilidad instalada en el centro de las cosas y que fue la gran 
            herencia de un idioma nutricio y a la vez culpable que todavía 
            no puede respondernos por qué se nos impuso una muerte:
        
          
            
              Son blancas las calles bajo la tierra?
Saluda a mi 
              hermano
Que levanté un manojo de pasto, así le 
            dices.
        Es esa lengua, la que en Watanabe pregunta si son blancas las calles 
        bajo la tierra, la que nos hace a todos reiterar el sacrificio que 
        inicia la literatura peruana. En dos extremos opuestos de la misma 
        trama, Watanabe y Verástegui nos dibujan la geografía de un territorio 
        que aún no ha cumplido con el rito de reparar sus nombres.
          Pero es a esa deuda, la de reparar los nombres dañados, a 
            la que desde los ángulos más diversos, pareciera apuntar 
            permanentemente la poesía peruana. Desde la escritura fracturada, 
            extrema y desollante de César Vallejo (y luego de Carlos Germán 
            Belli), hasta poetas tan decisivos como Antonio Cisneros y Rodolfo 
            Hinostroza, los acentos han sido múltiples, pero ellos encuentran 
            su unidad en el dato contrahecho y duro de lo real. Es lo que me deslumbra 
            y que para mí separa radicalmente esta poesía. En el 
            caso de esta muestra que comienza después de Cisneros e Hinostroza, 
            esa relación única, dura, continúa reiterándose 
            mostrándonos una deuda que sólo podría ser saldada 
            si las palabras se reconcilian con quienes las hablan. 
          Es lo que hace que la poesía de Mirko Lauer, adquiera los ecos y las resonancias 
            de las grandes exequias. La amplitud de un poema como Sobre vivir; 
            su apropiación de los escenarios culturales, de la historia, 
            de los metarelatos (como si Pound se juntara con la suntuosidad de 
            Saint John Perse) es también un reproche que desde el poema 
            se levanta contra las formas conciliatorias que la tradición 
            ha querido imponerle al ejercicio del arte. A diferencia de la agonía 
            extrema de Trilce donde cada palabra se rompe con la otra mostrándonos 
            su perpetua tortura, los poemas de Mirko Lauer, polifónicos, 
            abarcadores, resplandecientes, parecieran preanunciar un pacto futuro 
            entre esta lengua y sus significados cuya apuesta, como parece haberlo 
            también querido la extraviada Carta al Rey de Guaman Poma, 
            es sobre todo la construcción de un nuevo acuerdo. De allí 
            sus apelaciones, sus referentes, sus citas, su omnipresencia, como 
            si ningún sueño o imagen de ese torrente inacabable 
            de lo expresado pudiese perderse porque de ser así tampoco 
            podríamos encontrar las señales de regreso. 
          Pero la imposibilidad de ese regreso es el centro desde el cual emerge 
            el poema Trismo de Fin desierto y otros poemas de Mario Montalbetti. Allí se nos muestra 
            una travesía que es una travesía escritural, pero sobre 
            todo es la redimensión de un borde, su fijación, y simultáneamente 
            su punto de no retorno. La tensión de este poema, sus reiteraciones, 
            su precisión, resalta como uno de los intentos más lúcidos 
            de la poesía de hoy por definir dentro de los límites 
            del lenguaje lo que radicalmente, inexpresablemente está desde 
            siempre y para siempre fuera del lenguaje: la muerte. En Trismo 
            parecieran percibirse físicamente esos bordes, el dibujo que 
            los versos del poema en negro traza y recorta sobre la página 
            blanca, lo que se remarcaba de un modo explícito en la edición 
            original de Fin desierto y otros poemas, publicada en Lima 
            por Studio A. Editores en 1995, y que consistía en una página 
            desplegable de cerca de 10 metros cruzado por letras de distintos 
            tamaños (referido en el estudio de William Rowe sobre la poesía 
            de Montalbetti en Siete ensayos sobre poesía latinoamericana). 
            Toda la obra de Montalbetti parece así cruzada por esa demarcación 
            y por la búsqueda de un lenguaje que debe alcanzar la máxima 
            justeza, el absoluto rigor, porque de antemano la lucha de todos los 
            lenguajes está perdida: el borde blanco de la página, 
            como el desierto peruano, horadan hasta el silencio las vidas y las 
            líneas que alcanzamos a trazar. Mucho antes del final de Trismo:
        
          
            
              (…) Entonces imaginamos
morir para vivir entre los 
              muertos; más una vez resucitados
siempre hay algo que no 
              resucita, una vez muertos
algo que no muere; y ese es el lastre 
              del que no podemos
deshacernos, el clima, el peso muerto de la 
              vida.
          sabemos que ese final nos está borrando en todos los bordes que trazan 
            las letras negras del poema.
          En el anverso de Montalbetti (y de la diafanidad autoreflexiva de 
            Antonio Cillóniz, precisa hasta lo magistral en su libro Según 
            la sombra de los sueños), la poesía de Isaac Goldemberg ha asumido desde el comienzo 
            la construcción de un significado. Lo primero que ella nos 
            dice -como en su propia narrativa, como en la narrativa en general- 
            es que las frases ya están escritas, que las palabras son más 
            o menos esas, que la tradición nos ha entregado también 
            ciertas formas, porque sólo a partir de la certeza en ellas 
            podremos encontrar las significaciones que borrarían de un 
            plumazo las mismas palabras que anunciaron esas significaciones. Es 
            el tema de la resurrección. Lo que deslumbra de poemas como 
            La última cena o Mail de Dios a los pueblos elegidos 
            es su fuerza, la contracción de sus imágenes, pero incluso 
            más allá de eso, es que desde el lenguaje lo que se 
            tematiza es finalmente la abolición de todo lenguaje. Es una 
            suerte de tentación de lo sagrado que tal como en sus creyentes 
            ocupa cuerpos concretos, también ocupa para enunciarse las 
            palabras que nos fueron dadas porque a ellas también les está 
            prometido encarnarse en un cuerpo nuevo. La poesía de Goldemberg, 
            la más radical de todas al plantear de hecho, en la concreción 
            del poema, el absoluto acuerdo entre las palabras y lo que nombran, 
            recuerda el tema del soneto LXXVI de Shakespeare (donde se nos dice 
            precisamente que la única manera de nombrar los sentimientos 
            de siempre son las palabras que los nombran desde siempre) y en su 
            sentido más despojado y precario, nos vuelve a decir que vivimos 
            vidas incompletas, o lo que es lo mismo, que vivimos vidas que requieren 
            aún de la fe en los poemas. Que en la palabra resurrección 
            está efectivamente la resurrección.
          En un sentido figurado, esa posibilidad de resurrección es 
            lo que también puede leerse en José Antonio Mazzotti salvo que 
            esa posibilidad nos remite a un orden textual. Es la apuesta por la 
            posibilidad de resignificar citando en el espacio de su escritura 
            las grandes escrituras que nos preceden. A diferencia de Mirko Lauer 
            y en el extremo opuesto de Goldemberg, Mazzotti realiza una suerte 
            de reconstrucción que se va permanentemente erosionando, arrasando 
            como si en las grandes referencias, Dante, Petrarca, Góngora, 
            estuvieran también los embriones del despojamiento que originó 
            la condena de hablar las palabras que se nos dijo que hablarían. 
            La poesía de Mazzotti revela el límite de una tensión 
            extraordinaria entre la concretud y el ideal de un sueño que 
            ha sido corrompido como si los espacios de la cultura sólo 
            permitieran ser revisitados a condición de que esa visita sea 
            a destiempo. En parte radica allí la conmoción de estos 
            poemas, su multiformidad, sus encarnaciones a la vez desoladas y radiantes 
            como en Francesca/ Infierno, V. La convocación de ese 
            universo de escrituras consagradas hace presente una angustia cuyo 
            origen no es discernible porque el idioma sólo puede mostrarnos 
            sus efectos. Lo que nos dice entonces Mazzotti es que las grandes 
            construcciones del lenguaje, los grandes poemas, en dos palabras: 
            los textos sacros que debían hablarnos, sólo pueden 
            hacerlo si primero pasan el tamiz de una lengua que no está 
            absuelta. Únicamente desde allí se puede erguir una 
            reconquistada pureza. En el final del poema Como pétalos 
            abriéndose en la noche es esa reconquistada pureza la que 
            habla.
          Es lo que desde el babelismo del poema único de esta muestra 
            señalan los poemas de Enriqueta Beleván, donde la descripción 
            de un territorio y de un cuerpo se va transformando en su propia aura 
            revelándonos, de paso, una especie de deseo central de que 
            sea la escritura la que nos permita recomponer en parte los sitios 
            siempre convulsos y decapitados de lo real. A diferencia de los autores 
            marcados por el quiebre de los significantes, el lenguaje de Beleván 
            es directo porque lo que está en juego no es lo que nombra 
            sino los escenarios que se nombran. Su apelación no es tanto 
            cultural (una literatura, una tradición, en suma: una culpa) 
            como mítica y es lo que también, desde una mirada sorprendente, 
            se desprende de la obra de uno de los poetas y de una de las obras 
            más innovadoras y sorprendentes de la poesía hispanoamericana: 
            El cielo que me escribe de Miguel Ángel Zapata. Lo que nos dice el título 
            de este libro es que si el cielo es el que escribe todo poema y toda 
            poesía más que una escritura es una ocupación. 
            Si el cielo escribe lo escrito será entonces un derrumbe, algo 
            que se vacía para formar un territorio, un escenario, unas 
            vidas. La poesía de Miguel Ángel Zapata -que viene además 
            a revivificar la tradición de la poesía en prosa- es 
            otra forma del no lugar, del sueño que el cielo sueña. 
            Escribe el cielo para que así a los que leen les sea posible 
            reconocerse en una distancia; la de los paraísos perdidos. 
            Zapata describe un espacio: un paisaje, unos personajes, para preguntarse 
            desde allí sobre la posibilidad de erigir un relato nuevo o, 
            mejor dicho, para saber si estos seres que somos, si estas vidas que 
            hemos llegado a ser, llegarán algún día a ser 
            ocupadas por una historia nueva.
          Raúl Mendizábal en su Dedeálade nos va 
            trazando el retrato de una cotidianeidad que reidentifica los mitos 
            en las marcas urbanas y en las imágenes de una juventud situada: su 
            música, sus pequeñas tareas domésticas, sus recorridos. Lejos de toda 
            revisión culteranista, los poemas de Mendizábal están cruzados por 
            las referencias que identifican un mundo, una época concreta, una 
            ciudad y que (como apunta José Antonio Mazzotti en su estudio Poéticas 
            del flujo), se recrea a partir de menciones explícitas: The Rolling 
            Stones, The Animals, pero más hondamente todavía imponiendo un ritmo, 
            una sonoridad, un fraseo, mucho más cerca de Morrisson, Lennon o Bob 
            Dylan (como se ve en un poema como Prima Julianne), que de 
            lo que ortodoxamente habíamos entendido por literatura. La nueva poesía 
            que emerge: su frescura, su inmediatez, su espontaneidad, levanta 
            un tono nuevo que no había escuchado antes de esta manera en la poesía 
            en castellano. La obra de Mendizábal nos lleva a reconstruir, en una 
            juventud particular, ese viaje arcaico, en este caso el de miles y 
            miles de jóvenes latinoamericanos que emergieron en los 70 y 80, que 
            siempre ha consistido en imaginar que se pasa de una periferia a un 
            centro. Dedeálade es así un radiante fresco donde se nos recuerda 
            que ser joven, o mejor dicho, que toda juventud tiene la obligación 
            de cumplir únicamente con dos deberes: el primero es el deber de ganar 
            el mundo y, el segundo, muchísimo más importante que el primero, es 
            el deber de perderlo. 
          Si Deadeálade nos retrata una periferia y su viaje imaginario 
            a un centro, Maurizio Medo (como coautor de esta muestra se 
            había excluido, el que esté acá fue mi imposición tajante), asume 
            todos los signos del hibridaje, de la transculturización y del arribo. 
            Así poemas como Nupziale (1) crean un ámbito que nos muestra 
            que la poesía es a fin de cuentas el intento más conmovedor y desesperado 
            por llegar a una excepción deslumbradora. A aquella excepción que 
            le dé a la precariedad de nuestros cuerpos y a la angustia de su desmembramiento, 
            un relato que ya no requiera del lenguaje, es decir, que ya no precise 
            de la historia del malentendido. El conjunto de la obra de Medo expone 
            así el deseo de ser efectivamente el cuerpo que se nombra, no su representación, 
            no su fonema, sino esa Lu que se nombra en El hábito elemental. 
            Sus versos se rompen abruptamente, se tarjan de golpe para amarrase 
            asfixiándose al que sigue porque la experiencia humana (aquella que 
            nos fue otorgada en esta tierra, en este mundo, en estos Perú) no 
            admite al parecer sino una sintaxis rota, un encabalgamiento que surge 
            cuando ya todo parece perdido. Como en Trilce, la extraordinaria 
            concretud de esta poesía nos hace ver que las palabras son los paliativos 
            más dramáticos y tal vez esplendorosos de la carne, pero que son únicamente 
            paliativos. Las palabras jamás son el dolor, pero no nos privan del 
            dolor. Pocas veces como en la obra de Maurizio Medo una poesía nos 
            muestra esa lucha sin cuartel que las palabras entablan con la concreción 
            impronunciable de la vida. Eso es lo que un ser humano real mira, 
            ve. Estos poemas parecieran así no soportar la tensión entre la experiencia 
            (eso que está allí atascado, irreductible, como una piedra) y las 
            palabras que sólo podrán decirnos que lo único que debiera ser visible 
            para todos, en este instante, en todos los instantes del mundo, es 
            refractario a las palabras. 
          En eso consiste también la gran poesía peruana; la 
            poesía de la ruptura de las palabras como si fueran músculos 
            que se desgarran porque ellas deben necesariamente pagarles un tributo 
            a la dureza de la tierra, a las piedras de esa tierra, a esa terquedad 
            y mudez omnipresente, que subyace también bajo la explosión 
            de los lenguajes urbanos, erotizados, multifacéticos, cultos 
            y a la vez jerguísticos, de los extraordinarios Noches de 
            adrenalina y Secuestros en el jardín de las rosas 
            de Carmen Ollé y Dalmacia Ruiz-Rosas respectivamente, como 
            en la amplitud épica y refundacional de Willi Gómez 
            y Miguel Idelfonso. Ellos nos muestran una fuerza que recoge los más 
            amplios espectros y referencias, en un afán a la vez desmembrador 
            y totalizante que reitera el tema de la nostalgia y, detrás 
            de ella, el sacrificio siempre expuesto de un idioma que carece de 
            palabras que nos eviten aunque sea en parte el dolor. En una de las 
            manifestaciones más brillantes de hoy: Eucaristía, 
            Róger Santiváñez, señala los vislumbres 
            de una ruta, de un nuevo rito sacrificial, que no se había 
            expresado de esta forma antes.
           Es el sacrificio y la redención de las palabras culpables. 
            Toda la obra de Santiváñez está atravesada por 
            una expresionalidad, por un modo de nombrar (Lima, mapas de lugares 
            concretos, barrios, situaciones) que permanentemente se vuelca contra 
            sí mismo como si sus quiebres, sus entrecruzamientos, sus jergas, 
            reprodujesen la multiplicidad de heridas que el lenguaje impuesto 
            está condenado a reiterar. El resultado es deslumbrante: los 
            poemas de Eucaristía se asemejan a flores que brillaran 
            en el abismo. Su luminosidad, lo proverbial de ellos, es que nos devuelven 
            las mismas heridas pero ahora transformadas precisamente en una eucaristía. 
            Su poder transformador levanta la imagen final de una posible redención, 
            que no es otra que la de una realidad que terminará asemejándose 
            a la delicadeza extrema que implica escribir poemas en medio de un 
            universo devastado y devastador. 
          Esa contracción entre palabra y lo que esta nombra es también, 
            me parece, lo que se deja entrever en las resignificaciones múltiples 
            del espacio del poema en lo que he podido leer recién ahora 
            de las obras de Magdalena Chocano, Lorenzo Helguero, José Pancorbo, 
            Porfirio Mamani, Rafael Espinoza, Rodrigo Quijano y de otros también 
            notorios como Manuel Liendo, Rossella Di Paolo, Roxana Crisólogo, 
            Rocío Silva Santistevan, Oscar Limache o Jorge Frisancho. Está 
            también la carga iniciática de Luis Fernando Chueca 
            y la experiencia metafísica y a la vez cotidiana de ese remarcable 
            libro que es Retratos de un caído resplandor de Carlos 
            López Degregori. La otra gran respuesta es la que abre Domingo 
            de Ramos. Su increíble potencia, su poder testimonial, su amplitud, 
            hacen que su obra desde Pastor de Perros hasta Las cenizas 
            de Altamira surja hoy como una de las mayores contribuciones que 
            la poesía peruana le está entregando a esta deriva que 
            continúa representándonos en un sacrificio único 
            y plural.
            
            Es más o menos eso. La poesía escrita en el Perú 
            me conmociona y lo que aquí he precariamente anotado quisiera 
            ser sobre todo un abrazo. Sé que suena retórico, pero 
            quisiera ser sobre todo un abrazo. Por eso incendio mi cuerpo.
          
         
        La letra que nació en la pena: Muestra de 
        poesía peruana 1970-2004
        Raúl Zurita - Maurizio Medo 
        El Santo 
        Oficio, 2005