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Antonio Machado:
Dos Amores en el Tiempo

Por Lorenzo Peirano
Artes y Letras de El Mercurio, domingo 22 de julio de 2001

El escritor amó profundamente, a pesar de la distancia y de la muerte; sincero y entregado con aquel sentimiento inconmensurable de poeta. Él conoció a la niña y la musa; y su tragedia, la soledad; la muerte prematura quitándole primero a Leonor, y después la guerra alejándolo de Guiomar.

El poeta Antonio Machado fue hombre de dos amores separados en el tiempo. Muerta su joven esposa, dieciséis años transcurrieron para que se volviera a enamorar. Y Antonio Machado sí que amó; amó profundamente, a pesar de la distancia y de la muerte; sincero y entregado con aquel sentimiento inconmensurable de poeta. Él conoció a la niña y a la musa; y su tragedia, la soledad; la muerte prematura quitándole primero a Leonor, y después la guerra (la espantosa guerra civil) alejándolo definitivamente de Pilar, o de  Guiomar, como el poeta la llamó.


“Tu mano de compañera”

Alentado por Francisco Giner de los Ríos, su antiguo maestro que “soñaba” un nuevo florecer de España, Antonio Machado se presentó a las oposiciones (exámenes de admisión) para conseguir un puesto como profesor de francés. El asunto consistía en traducir a la perfección poemas y prosas de dicho idioma al castellano y la inversa. Machado, que hablaba el francés con acento andaluz, logró una de las vacantes, eligiendo para su desempeño el instituto de la ciudad castellana de Soria . El porqué de su elección es un misterio; José Luis Cano insinúa que la ciudad “cantada por Bécquer pudo ejercer su hechizo”. Atrás quedaron las reuniones madrileñas, la conocida “bohemia”. Tres años antes el poeta había publicado su primer libro, “Soledades”, y tenía el reconocimiento de Miguel de Unamuno y  Rubén Darío, entre otros.

Al año siguiente –las oposiciones tomaban mucho tiempo--, Antonio Machado llegó a Soria (corría 1907). En un comienzo estableció su residencia en una pensión ubicada en la calle principal; sin embargo, pronto debió cambiarse a otra pensión propiedad de un matrimonio que tenía tres hijos. La mayor, de sólo trece años, remeció el corazón del poeta que ya había cumplido los treinta y dos. Leonor Izquierdo era una niña “pequeña y frágil”, de frente amplia y mirada intensa. Machado ya no pudo quitarle los ojos de encima, como tampoco pudo evitar seguirla (escondiéndose detrás de los árboles) cuando ella, acompañada de sus hermanos, paseaba por la orilla del río Duero. Ante su situación, el poeta se sentía un hombre cercano a la vejez: un insolente sin derecho a entrometerse en la vida de Leonor. No obstante, su amor crecía y le quitaba el sueño, llevándolo a caminar por las noches (algunos lo divisaron, en reiteradas ocasiones, a la luz de la luna).

Los comentarios sobre el profesor de francés y su evidente inclinación hacia la niña, por supuesto, no se dejaron esperar; pero Machado, hombre silencioso (y desaliñado), contaba con el respeto de la gente y había hecho, aunque no demasiadas, “buenas amistades” en la ciudad.

Y lo increíble, aquella criatura llena de pureza, aquella niña que también a veces lo seguía con la vista, correspondió a su amor desesperado. Sus ojos no practicaban esa típica coquetería adolescente; su voz era hermosa y quería ser aún más hermosa para él. En todo caso, el poeta había esperado casi dos años debido a que, dado su carácter, necesitaba imperiosamente de una certeza absoluta. Casi dos años de mirarla y escuchar absorto sus palabras, incluso a muchos metros de distancia. “La distingo desde muy lejos, casi la adivino”, le confiaría a un amigo.

Luego, con el consentimiento de los padres (fue un paso difícil) empezó el noviazgo: algún beso sin testigos, un poema compartido o simplemente mirar en la tarde, tomados del brazo, las “pardas encinas”.

Mucha gente de expresión socarrona presenció aquel 30 de abril de 1909 el paso de los novios por la calle (Machado se sentía extremadamente ridículo); se dirigían a pie, como era la costumbre, desde la casa de la novia a la iglesia de Nuestra Señora la Mayor  Los padrinos de la boda fueron Gregorio Cuevas (tío de la muchacha) y Ana Ruiz (madre del poeta). Sin embargo, esa noche en la estación, cuando los recién casados esperaban el tren para iniciar su luna de miel, varios sujetos insultaron a la pareja –especialmente a Machado—gritando bajezas respecto a la diferencia de edad que existía entre los dos.

El regreso a Soria tuvo un alto: Antonio Machado quería que su esposa conociera Madrid. Leonor quedó encantada con la vida en la capital, especialmente con el teatro y, no deja de ser curioso, con una obra de José Echegaray (Machado, junto a otros poetas y escritores, había firmado, pocos años antes, un manifiesto de repudio hacia este dramaturgo español galardonado con el Nobel).


“Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía”

Ya de vuelta, la pareja decidió vivir en la casa donde todo había comenzado. En aquel tiempo el poeta trabajaba en un nuevo libro, “Campos de Castilla” (el año de su llegada a Soria había coincidido con la reedición aumentada de su primera obra), y continuaba impartiendo clases en  el instituto de la ciudad.

En 1910 recibió una beca que, en compañía de Leonor, lo llevaría a París con el fin de profundizar sus conocimientos de filología francesa. Poco antes de partir, Antonio Machado le entregó a su amigo, el periodista José María Palacio, “A Orillas del Duero”, poema que fue publicado en el periódico local.

Más deslumbrada todavía que en Madrid, Leonor descubrió París guiada por Machado (él ya había estado en esa capital): aparte de conocer el Louvre y el Arco del Triunfo, compartió con su esposo la emoción de visitar un departamento ubicado en la “rue Descartes” donde, en la mayor pobreza, había vivido sus últimos años Paul Verlaine.

También estuvieron muy cerca de Rubén Darío y su mujer; juntos salían de paseo; Leonor era una muchacha que despertaba el afecto de la gente.

En París, Machado además de asistir a los cursos de filología, acudió a las clases que dictaba Henri Bergson (claves son en el poeta español “intuición” y “temporalidad”). En la misma ciudad escribió y publicó (en la revista “Mundial”, dirigida por Darío) “La Tierra de Alvargonzález” (la versión en Prosa, la menos conocida); es ésta una narración de codicia y crímenes bestiales. ¿Por qué justamente en París Machado trató un tema tan escalofriante y sórdido, ambientado precisamente en Castilla? Se ha dicho que este viaje fue como una segunda luna de miel. ¿Podríamos relacionar, en consecuencia, el hacha que en “La Tierra de Alvargonzález” goteando sangre brilla en el muro con la intención que hemos sospechado en el poema “A Orillas del Duero”?

El trece de julio, cuando el pueblo francés se preparaba para cantar al día siguiente La Marsellasa, Leonor se sintió repentinamente muy mal; la muchacha (el poeta la llamaba “mi Leonorina”) vomitó sangre. Se anunciaba lo peor: Tuberculosis. Gracias a un préstamo de Rubén Darío, la pareja emprendió el viaje de retorno; la humedad de París resultaba contraproducente para la joven enferma.

El regreso a Soria en esta ocasión fue penoso; el poeta cuidó a su esposa con tremenda devoción. Demacrado, siguió con sus clases en el instituto y desde allí al lecho donde ella empeoraba día tras día. En julio de 1912 apareció, tras una larga espera, “Campos de Castilla”; el libro, con justicia, recibió los elogios de la crítica y fue, en medio de tanta desolación (si es que así se puede decir), la última alegría que el poeta compartió con su “niña”; Leonor murió en agosto de ese año. A los pocos días, junto a su madre (quien lo acompañó durante la enfermedad de su esposa), Antonio Machado, aturdido de tristeza, dejó la ciudad castellana.


“Tu poeta piensa en ti”

Andalucía, clases en Baeza y el recuerdo de Leonor (la que sólo después de muerta será evocada en los versos de Machado, sublimando, a la vez, las tierras del Duero). Más tarde, un nuevo destino, Segovia, y a Madrid los fines de semana.

Fue en Segovia donde Pilar de Valderrama y el poeta se conocieron, en junio de 1928. Ella se encontraba en esa ciudad porque necesitaba ordenar sus pensamientos; se sentía decepcionada de su matrimonio y el motivo no carecía de peso: ¡La amante de su esposo se había suicidado!

Pilar era catorce años menor que Machado, y como él escribía poemas, aunque su obra –hay que decirlo—no ha trascendido.

Su tipo correspondía a la clásica señora española, conservadora, católica, madre devota, seria, intachable. Antonio Machado descubrió en la dama una belleza total, y después de tantos años volvió a amar y a sentirse amado. Pero tuvo que ser un amor secreto, puesto que ella, a pesar de la traición de su marido, siguió casada y, por lo mismo, pasó a ser Guiomar, como doña Guiomar de Castañeda, la esposa de Jorge Manrique.

Fue un romance entre jardines públicos, un íntimo café en Madrid, la casa de Machado en Segovia y muchas cartas de amor entregadas por terceros.

Pilar, o Guiomar (con este último nombre la llamaremos desde ahora), transcurridos los años afirmaría que no hubo contacto carnal entre los dos (afirmación, a nuestro juicio, inverosímil), que fue únicamente una relación “espiritual”, porque su forma de entender la vida se lo impedía; y el poeta, claro está –ella sostuvo-, habría aceptado sin reparos sus condiciones, ya que la alternativa era el adiós definitivo. Al empezar la década del treinta, Antonio Machado trabajaba en un artículo referente a “Esencias”, el último libro de Guiomar. Llama la atención el empeño que el poeta colocó en su redacción; por aquellos días le escribió a su “musa definidora”: “Tu artículo está terminado… te dejaré una copia para que tú lo leas despacio, y le demos los últimos toques”. En octubre, “El Imparcial” (valga la paradoja) publicó “el juicio literario” del poeta (en “Esencias” fueron incluidos algunos versos de Machado): “Obra muy de mi gusto –“confiesa” al iniciar su comentario titulado “Los Trabajos y los Días”--; más adelante supone que hasta “la ardiente poetisa de Mitelene” (Safo) habría hecho suyos algunos versos de la autora. Llama a los resultados de su amada “lírica del alma” en contraposición, entre otras cosas,  a la lírica “barroca y conceptista” de aquellos días (es decir, a los poetas de la generación del veintisiete, a quienes Machado consideraba “jóvenes de gran talento” y “excelentes muchachos”, aclarando, eso sí, que “no lograba comprenderlos”). Una vez expuestas otras muchas virtudes y de citar a Abel Martín para sus propósitos (personaje salido de su imaginación), Machado concluye ante la obra de su “diosa” que “después de Rosalía de Castro, la mujer había enmudecido en la lírica española”.

Debemos aclarar, en todo caso, que este amor no sólo produjo actitudes cándidas en el gran poeta español. Un año antes La Revista de Occidente había publicado sus notables “Canciones a Guiomar”: “En un jardín te he soñado/alto, Guiomar, sobre el río,/ jardín de un tiempo cerrado/ con verjas de hierro frío”.


“La guerra dio al amor el tajo fuerte”

En octubre de 1931 Antonio Machado logró su traslado desde Segovia a Madrid (era un viejo anhelo del poeta); la instauración de la Segunda República trajo una nueva administración que en pocos meses lo tuvo impartiendo clases en el Instituto Calderón de la Barca. Junto a su madre y la familia de un hermano casado, José (el pintor), el poeta disfrutó de una existencia más cálida; pero, por sobre todo, estuvo más cerca de Guiomar, con quien se encontraba una vez por semana, espacialmente en aquel íntimo café que tenía reservados para las parejas. En esos días de “recuerdos de sueño, fiebre y duermevelas”, el poeta también solía acudir, tomando inusitadas precauciones, a una plazuela desde la cual se divisaba la casa de su “diosa”, con la única esperanza de que la buena suerte le permitiera verla, por ejemplo, asomada a una ventana.

La agitación social aumentaba en aquel tiempo; el ambiente se sentía cargado, y al llegar el año 35 el poeta y su “musa” se encontraban en contadas ocasiones. Hasta que, implacable, el doloroso adiós de nuevo se hizo presente en la vida de Machado: Guiomar y su familia emprendieron, ante la inminente tragedia que destrozaría a España, un viaje a Portugal sin fecha cierta de retorno.

En julio de 1936, cuando todos los temores se hicieron realidad, Antonio Machado que había hizado banderas por La República, se colocó sin vacilaciones al lado de ésta.

Con el triunfo de los nacionalistas vino el destierro; a fines de enero de 1939, bajo una fuerte  y helada lluvia, junto a su madre (que desvariaba pidiendo leche tibia para su pequeño Antonio) y a su hermano José, el poeta cruzó la frontera franco-española, extraviando, debido al apuro, una pequeña maleta destartalada que contenía un libro conformado sólo por poemas dedicados a su amada (camino al destierro, durante las detenciones en el penoso viaje –según testimonios--, el poeta se alejaba y lentamente trazaba con su bastón algunas líneas en la tierra húmeda; estas líneas en realidad eran un nombre, y no podía ser otro, “Guiomar”). A los pocos días de hospedarse en el hotel Bougnol-Quintana del pueblo francés de Collioure, Antonio Machado cayó enfermo (antes quiso ver el mar). Murió de pulmonía (su corazón estaba destrozado) el 22 de febrero de aquel mismo año.

 

 

 

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