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La poesía irreverente de Terrolirismo, de Marcelo Arancibia
Luis Riffo Escalona
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La primera aparición pública de Marcelo Arancibia (Valparaíso, 1960) como poeta –hasta donde sabemos- fue en junio de 1987, en el primer número de la revista Eurídice, en cuyas páginas también aparecen Enrique Lihn, Ennio Moltedo, Juan Cameron, Gonzalo Millán, Floridor Pérez, Manuel Astica Fuentes y Jorge Boccanera, entre otros poetas ilustres y ya consagrados. El poema de Arancibia que allí aparece se llama “La dinastía Pound”, un curioso texto cuyo epígrafe es un verso de Gonzalo Rojas que dice: “No le copien al copión maravilloso”. Allí fabula con el influjo que la poesía china tuvo sobre la escritura de Ezra Pound y, aunque todavía está lejos del humor que encontramos, por ejemplo, en poemas como “Plata papound”, que aparece en Terrolirismo, ya se puede intuir en ese texto juvenil el germen de su propuesta irreverente, que recién 20 años después comenzaría a tomar forma.
Marcelo pertenece a una generación de escritores aquejada o tal vez dotada de una morosidad creativa (o tal vez solo sea poca ansiedad por publicar) que la ha mantenido lejos de los registros que antologadores, críticos o investigadores literarios realizan cada cierto tiempo. Lo demuestra el hecho de que recién en 1997, diez años después de su aparición en aquella revista, el poeta publicó el libro Ojos de mi tamaño mundo, ópera prima que desde ningún punto de vista hacía prever la mutación paulatina pero inevitable que se produciría posteriormente y que culminaría en este proyecto de escritura tan audaz como insensata, tan literaria como divertida. Su ópera prima es una delicada construcción poética que juega con las palabras, crea curiosas aposiciones y hace gala de una elegancia verbal digna de Rubén Darío. En su momento, a falta de un encasillamiento más original, lo consideramos como un neomodernista. El profesor Mañuel Oñat señalaba, en un extenso texto crítico en el que además cuestionaba el contenido del prólogo del libro, lo siguiente: “Su intención es crear nuevas metáforas, por ambiciosa que sea la empresa, lo que nos habla de la libertad de expresión que blande con temeraria osadía en su primera obra y que se irá templando –según creo– en la medida en que su producción vaya consolidando su voz poética”. Es probable que la esperanza planteada por Oñat se haya visto de algún modo defraudada, en el sentido de que lejos de una consolidación del singular lirismo de ese primer libro, el trabajo que acomete en la actualidad Arancibia más bien destruye las sutilezas de ese incipiente lenguaje poético. Su osadía lírica, que en Ojos de mi tamaño mundo parecía más cercana a los principios del arte por el arte, ha mutado ahora en una risotada irreverente que es producto de un largo y razonado desarreglo de todas sus lecturas.
Es así como surge Terrolirismo (editorial Bogavantes, Valparaíso, diciembre de 2016), en cuya publicación he participado como uno de los editores. Aquí, el misterioso y parco hablante lírico se transforma en una nueva especie: el terrolirista, un sujeto poético que habla demasiado, porque precisamente ha leído mucho y debido a esa actividad excesiva ha padecido los efectos propios de la intoxicación alcohólica y psicotrópica. Es decir, el terrolirista es, en primer lugar, un lector compulsivo. Un lector que se ha solazado en el placer de sus lecturas y que luego, a la mañana siguiente, procede a la regurgitación indiscriminada de todo lo leído.
En el comienzo de esa curiosa metamorfosis, la primera víctima de sus atentados es Nicanor Parra. En un acto de soberano atrevimiento, escribe antipoesía contra el más poderoso antipoeta. Lo que Parra le hizo a Neruda, Arancibia trata de inferírselo a Parra, pero a ráfagas de metralleta verbal, atacando por todos los flancos, desde la simple cita y la parodia hasta el cuestionamiento político. El tecito en la Casa Blanca y el silencio durante la dictadura también se convierten en objeto poético. O mejor: contrapoético. El terrolirista es voraz en sus intenciones y prefiere desbordar los márgenes de la página y expandirse hasta los territorios extraliterarios para arrojarlos en un hoyo negro donde todo finalmente de convierte de nuevo en literatura. Pero una literatura incómoda, levemente sangrienta.
Si Parra ha instaurado una montaña rusa, Arancibia llega con su columpio. Y sobre él sube después a Zurita, a Cameron, a Bertoni. Los lee, los digiere con parsimonioso placer. Al mismo tiempo, hace acopio de sus datos biográficos, de sus antecedentes políticos, del cotilleo de pasillo, la maledicencia de bar y el comentario artero, que suelen deslizarse por los territorios de las tribus literarias y que socava como plaga parasitaria la imagen inmaculada de las vacas sagradas.
De ese modo construye el terrolirista un discurso que es a la vez un homenaje y un gesto iconoclasta. Una lectura atenta no puede desconocer la admiración que subyace en sus proclamas irreverentes. Su humorismo mordaz, injurioso incluso, parodia las viejas rencillas entre las grandes figuras de nuestra poesía, esos poetas egocéntricos que caían fácilmente en la histeria de insultos recíprocos, envueltos en una pelea de perros en la que Arancibia parece intervenir con la conciencia de ser un quiltro entre descomunales mastines.
Pero no se detiene en arremeter contra los grandes poetas. También hace un guiño de mofa a sus amigos poetas, tal vez desconocidos para el lector, pero cuya incorporación funciona también como un gesto desacralizador, al poner a esos creadores ignorados por el canon en el mismo nivel de los nombres consagrados. No me enorgullece pero tampoco me avergüenza ser uno de los que también ha recibido los dardos del terrolirista.
En esta obra que condensa lo mejor de un proyecto todavía en desarrollo, además de la diatriba del poeta insolente que escribe el poema y esconde la mano, encontramos una segunda parte que devela las diversas caras de un hablante complejo, que se toma el tiempo para describir las condiciones de la trinchera desde la cual se enuncia el discurso.
En esta parte es donde el sujeto dirige la ironía contra sí mismo. Las precariedades que puede padecer un intelectual chileno, un profesor, se dibujan con una gracia que supera, me atrevo a decir, al famoso autorretrato de Parra. El energúmeno que despotrica en contra de los autocomplacientes representantes del Parnaso chilensis se desnuda ahora frente a la audiencia y deja en evidencia sus conflictos creativos, económicos e incluso sexuales, que no son otra cosa que una lúcida descripción de las condiciones sociopolíticas que padecemos como integrantes de una sociedad mercantilizada.
El libro que les invito a leer es un digno heredero de una tradición de poesía burlesca que se remonta al siglo de oro español. Las huellas de Góngora y Quevedo se pueden encontrar con perfecta nitidez, porque Arancibia las inscribe con deliberada claridad. Del mismo modo, es necesario reconocer en la escritura de Arancibia una radicalización del gesto de Rodrigo Lira.
Finalmente, ante la posibilidad de que la lectura de estos poemas despierte deseos de venganza, es necesario aclarar que las opiniones vertidas en este libro son de exclusiva responsabilidad del hablante lírico y no representan necesariamente el pensamiento del autor ni de los editores.