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Suelas rotas
Por Luis Riffo Escalona
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Valparaíso es la segunda ciudad más importante de Chile, primer puerto, capital legislativa y cultural y patrimonio de la humanidad. Es también el campo de pruebas de un experimento de descentralización cuyos resultados no son aún visibles o están con frecuencia expuestos a un escepticismo radical. Se sospecha que todo este despliegue escenográfico no sea otra cosa que un pequeño desplazamiento hacia la costa de un centralismo demasiado arraigado en las estructuras materiales y mentales de la nación. Una carretera que permite altas velocidades entre Santiago y Valparaíso puede crear la ilusión de que el Puerto sea una comuna más de la Gran Capital. Pero esa extensión territorial parece darse en unos planos muy delimitados, acaso estrictamente simbólicos y que tal vez se restrinjan a actos oficiales o emplazamiento de oficinas cuya eficacia está lejos de depender del lugar donde se emplacen. En pocas palabras, no parece haber coincidencia entre la nueva escenografía y el territorio sobre el que se levanta. Eso lo saben sobre todo los escritores porteños, que con escasas excepciones no tienen asignado un papel relevante en la (tal vez bienintencionada) representación de Valparaíso como epicentro de la cultura.
Pero esto no es nuevo. Me ha sorprendido descubrir que el discurso de los poetas excluidos tiene notables antecedentes y que esa circunstancia no origina necesariamente palabras de resentimiento y autoflagelación. En el emblemático año de 1968, la Sociedad de Escritores de Valparaíso publicaba la antología Poetas porteños a cargo de Luis Fuentealba Lagos, bajo el sello de Ediciones Océano e impresa, paradójica o lógicamente, en Santiago. Se trata de una hermosa edición de 236 páginas, con tipografía azul, una ilustración de Camilo Mori en la portada, fotografías de cada autor junto a su reseña biográfica y una colaboración algo forzada pero interesante de Carlos León. Creo que todavía puede encontrarse en alguna librería o feria de libros usados y está disponible en la Biblioteca Nacional y en la Severín. El libro reúne en sus páginas nombres que todavía resultan familiares, como Manuel Astica Fuentes, Ennio Moltedo, Eduardo Embry, Carlos Hermosilla (también destacado artista plástico), Modesto Parera, Patricia Tejeda y Sara Vial.
Aparte de la nostalgia de lo no vivido y esa sutil melancolía que despierta la visión de un trozo de pasado irrecuperable, sorprende la actualidad de los comentarios que Luis Fuentealba expresa en el prólogo. Hay una equilibrada confluencia de modestia y dignidad en estas palabras: “Somos la voz provinciana. Quizás de tono menor. No pretendemos tocar lo universal, pero en cada uno de estos poemas se mantiene un fuego vivo, una actitud heroica, sin desfallecimiento; un incontrovertible amor a la poesía que en suma es causa y razón de nuestra existencia”. Esa conciencia de digna marginalidad se hace explícita más adelante: “No nos arredra el ‘centralismo’, fuerza estática y disolvente; pero su peso lo sentimos en nuestros músculos; no nos disminuye el desconocimiento y la falta de estímulo de propios y ajenos. Con sencillez, lealtad y honradez, ejercemos nuestro noble oficio”.
Es sin duda admirable el modo en que los poetas de ese tiempo (o por lo menos el poeta que escribe ese prólogo) asumían su posición periférica con el gesto doble de señalar el problema y exaltar el valor del oficio pese a la falta de reconocimiento. La urgencia de ese gesto sigue vigente, como necesarias son las últimas líneas de ese prólogo, después de medio siglo desde que fueran escritas, para remediar los efectos de un desaliento a veces inevitable:
“Por último, rendimos un enternecido homenaje a aquellos que con las suelas rotas, el alma desolada por el abandono, ardiendo sin consumirse, entregan su gozoso y dolorido instante de poesía”.