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Poesía de largo aliento
Vendramin, de Ismael Gavilán. Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2014
Por Luis Riffo Escalona
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En asuntos relacionados con la poesía, no creo en las prescripciones formales ni temáticas, es decir, esa tentación de fijar cómo han de escribirse y de qué deben tratar los poemas, ejercicio muy prestigioso durante el siglo pasado y que fue una de las armas que un movimiento literario o incluso un solo poeta utilizaban contra la tradición o contra sus contemporáneos. Pensemos en Huidobro, en Parra, en los surrealistas, que escribieron magníficos manifiestos y marcaron tendencias que aún persisten, pero que por fortuna no lograron reducir la escritura poética a una voz única, a un modo de escribir hegemónico.
Todavía se hace, hay poetas que creen que la verdadera poesía es la propia y los demás son meros versificadores o falsarios, pero esa actitud parece que ya no tiene tanta eficacia. Por mi parte, me gusta leer poesía de todo tipo. Desde, por ejemplo, la más transparente a la más oscura, poemas de amor o políticos, risueños o sufrientes. Independiente de la concepción poética, del tema o de las buenas intenciones del autor, me interesa la particular ejecución de la obra y su modo de conectarse con el lector.
Lo anterior lo pensaba a propósito de Vendramin, de Ismael Gavilán (Ediciones Altazor, 2014), cuya primera lectura me ofreció una resistencia que lejos de desanimarme, avivó el interés por descubrir lo que parecía oculto en sus poemas de largo aliento, muchas veces narrativos o ensayísticos, que parecen ir a la siga de una idea o un presentimiento que permanece entre líneas. Lejos del habla coloquial, la escritura de Gavilán no se deja atrapar fácilmente y la mayoría de los textos que componen este libro exigen salir de ellos para ir en busca de las múltiples citas de autores u obras de diversas épocas y manifestaciones artísticas que proliferan a lo largo de sus páginas.
Creo que es un ejercicio que cualquier lector entusiasta puede acometer perfectamente: leer este libro de poesía con la enciclopedia (de papel o digital) a mano y comenzar a descubrir las referencias de poetas de la antigüedad, románticos y contemporáneos (regionales, incluso, como Rubén Jacob y Ximena Rivera), músicos, artistas plásticos y directores de cine, cuyas obras dialogan con la concentrada incertidumbre, con la solapada melancolía que subyace en estos solemnes versos. Podremos descubrir, por ejemplo, que la cita docta funciona aquí como homenaje y también como recurso para argumentar poéticamente acerca del sentido del arte y la fortaleza o debilidad de la obra artística frente al deterioro y la muerte.
Pensemos en el título del libro, Vendramin, que remite al palacio veneciano donde Richard Wagner vivió sus últimos meses y falleció de un ataque al corazón. Hay en esa reminiscencia una paradoja latente: la belleza imponente del lugar que es escenario de la muerte de un genio de la música: “enigmática belleza que termina enmudecida” (p. 12).
O el poema “Der Tod in Venedig”, que es el título original de “La muerte en Venecia”, pero que en estos versos se trata de un verdadero análisis de la película filmada por Luchino Visconti y en el que se plantea el problema de la representación, como universo paralelo a la realidad, aunque también me parece que trasluce una opción estética asumida por Gavilán: “la contención clásica a través del estilo, siendo el estilo, la frialdad necesaria para establecer una frontera con la vida” (p. 19)
Es tal vez una frialdad aparente o deliberada, de la que Poe hablaba en la “Filosofía de la composición”, cuando afirmaba que la escritura de un poema debía resolverse con la precisión de un problema matemático. Entonces uno piensa que hay un cálculo previo en las emociones que suscita “El cuervo”. Puede ser. Y justamente esa es la sospecha que despierta el poema de Gavilán “Nevermore” (p. 49), que alude a la frase que repite esa ave negra de Poe, pero cuyo contenido (el más transparente en apariencia) es el recuerdo de escenas de infancia, de una época que se reconoce como la correspondiente a la dictadura (creo que la única referencia histórica reciente que hay en el texto), y que después de envolvernos con la tristeza nostálgica, lárica, de los tiempos idos, culmina con un par de preguntas y una afirmación que nos llevan de regreso a la letra impresa, a la incertidumbre de la tinta sobre el papel: “Acaso se trata de proponer una interpretación de lo que pudimos nombrar / y ahora no podemos?, ¿o se trata de volver coherente / en el lenguaje lo que bulle en el interior de uno mismo? / En verdad, en el laberinto, todo poema es confesional”.
Son 54 páginas que parecen multiplicarse a medida que desentrañamos las conexiones con otros textos, con otras obras de la cultura local y universal, en las que también los significados proliferan en múltiples sentidos. Son poemas que expresan su propio comentario, que viajan a través del tiempo y de la cultura docta para volver a reflexionar sobre el oficio de escribir, sobre “este esfuerzo de nada para nada” (p. 13), y que en su laboriosa ejecución no dejan de señalar la fisura entre la poesía y la realidad.
Se puede decir que es un libro que crece a medida que el lector va en busca de las lecturas, la música, la pintura o las películas que nutrieron al poeta. Y lo que uno encuentra al final no son las huellas del autor, sino el camino propio que se despeja a medida que el texto se ilumina.
No solo de Bertoni o de Parra se pueden alimentar los lectores.